En
la primera entrevista que nos han hecho sobre Beowulf a
David Rubín y a mí, nos han preguntado por
Juego de tronos y
El Señor de los Anillos. Supongo que era inevitable. Sobre
Juego de tronos no tengo nada que decir: sólo he visto el primer episodio de la serie de televisión y no he leído ninguna de las novelas. Respecto a
El Señor de los Anillos, lo leí junto con
El Hobbit e incluso
El Silmarillion con esa pasión irrepetible con la que uno lee entre los 16 y los 18 años, y no he vuelto sobre el tema. Intenté releerlo cuando salieron las películas de Peter Jackson, pero no pude pasar de las descripciones de hobbits subiendo y bajando laderas en la Comarca, muy al principio del primer libro. En cuanto a las películas, me gustaron entre muy poco y nada. La que más disfruté fue la segunda,
Las dos torres, que creo que es precisamente en la que más se revela la influencia de
Beowulf sobre Tolkien. Cuando vi el salón del rey Théoden de Rohan sentí que tenía ante mí el verdadero Héorot de Hrothgar, caudillo de los skyldingos.
Las dos torres se estrenó en 2002, que es el año en el que yo debía de estar empezando a gestar el proyecto de
Beowulf con
Javier Olivares, así que no sé si de alguna manera aquellas imágenes nos influirían. Digo que no lo sé porque sinceramente no lo recuerdo. La verdad es que el universo estético de Javier Olivares está tan alejado del de Peter Jackson que me cuesta ver la relación.
Sin embargo, debo decir que Tolkien sí que ha ejercido sobre mí una influencia consciente a la hora de abordar
Beowulf con David Rubín. Pero no ha sido a través de
El Señor de los Anillos, sino a través de una conferencia que dio en 1936, titulada
Beowulf: The Monsters and the Critics. Todavía faltaban años para que publicase sus célebres obras de ficción, y por entonces era un profesor universitario que acudía en defensa intelectual del asediado héroe geat.
El artículo de Tolkien se considera un hito en los estudios sobre
Beowulf, porque hizo que el poema se viera con otros ojos. A mí también me enseñó a descubrir algunas cosas importantes en él. Tolkien escribía desde su inmenso amor por
Beowulf y atacaba a los críticos que lo consideraban una obra importante por su valor histórico, pero de dudosa calidad literaria, y desde luego inferior a los poemas épicos grecolatinos.
Por un lado estaban los que criticaban la
simplicidad del
Beowulf, especialmente estructural (sobre esto volveré al final de esta entrada). Por otro, Tolkien identificaba cierto sentimiento de vergüenza en los críticos por la importancia que el poema da a
los monstruos, esos personajes tan poco nobles y respetables que según ellos no deberían tener un lugar tan destacado dentro de una obra de aspiraciones universales. Según parecía, los dragones no eran un tema digno para la épica. Lo cual no deja de ser una idea estúpida que hoy en día sigue resonando cada vez que alguien nos dice que en una serie de zombis, por ejemplo, los zombis son lo de menos, que lo importante es el drama de las personas, o que en realidad lo interesante de una película de monstruos es que es una alegoría de nuestra sociedad. Parece que sin la coartada metafórica, los monstruos son injustificables para quienes buscan la respetabilidad. Pero Tolkien sabe muy bien que en
Beowulf los monstruos no son alegóricos, y que si el poema se hubiera limitado a narrar las hazañas
humanas que quedan anotadas al margen del relato, éste tal vez habría sido menos memorable. Son los monstruos los que han seguido inspirando a poetas jóvenes a lo largo de los años, y es el fantástico dragón el que me atrae a mí a
Beowulf antes que a nuestro sobrio
Mío Cid. De hecho, no pude evitar pensar si no será esa cualidad extravagante de la semilla original del
Beowulf la que ha propiciado que en la tradición literaria anglosajona lo fantástico haya florecido hasta nuestros días, mientras que en España siempre hemos estado tan apegados al realismo, y que eso explica que hoy la ficción británica se identifique con
Doctor Who y la española con
Cuéntame.
El texto de Tolkien también me ayudó a relacionar más directamente
Beowulf con la tradición que yo mejor entiendo, que es la de los superhéroes. Insospechadamente para Tolkien, por supuesto, ya que cuando escribió su conferencia en 1936 todavía no existía ni siquiera Superman, que aparecería en 1938. Pero con Tolkien entendí que hay algunas diferencias significativas entre la saga de
Beowulf y la Guerra de Troya o la Odisea. Para empezar, los protagonistas de
Beowulf son hombres, y no dioses, y viven en el tiempo, no en la eternidad. Su aventura está marcada desde el principio por el final, y eso cubre de derrota y melancolía todas sus victorias.
«The wages of heroism is death», escribe Tolkien
. Para continuar, en
Beowulf se escenifica una batalla maniquea entre el bien y el mal, representado éste por Grendel y los demás monstruos. En las epopeyas griegas, los héroes y dioses batallan los unos con los otros, pero no representan al bien y el mal absolutos, sino sus propios intereses particulares. En
Beowulf está verdaderamente el inicio del (super)héroe moderno, de nuestros días, mucho más que en Aquiles o Ulises.
Aún más, Tolkien menciona dos características de
Beowulf que lo emparentan con el modo en que se ha desarrollado el relato moderno de superhéroes, que es a través de series que se entretejen en universos ficticios compartidos. Por un lado, la saga de
Beowulf se divide en tres episodios muy diferenciados. Al inicio del último, cuando Beowulf vuelve a su país y le cuenta sus aventuras a su rey Hygelac, hace un perfecto resumen de sus andanzas en Dinamarca. Es reiterativo, sí, lo cual muchos considerarían otro de sus defectos formales desde el punto de vista literario. Pero por otra parte, me hizo pensar: ¿y si en realidad se trata del clásico
resumen de los episodios anteriores que hoy en día encontramos al principio de cada entrega de una serie? ¿Y si lo que hoy vemos como un poema unificado pudiéramos concebirlo como los tres capítulos supervivientes de una larga
serie? Y aún más, una serie que forma parte de un universo ficticio mucho mayor, donde encajarían algunas de las batallas y sagas heroicas que se mencionan marginalmente en diferentes momentos del
Beowulf. Algunos estudiosos habían criticado que
Beowulf se centrase en Grendel y demás criaturas, en lugar de ocuparse de episodios «más interesantes» que se relatan de pasada, como la batalla de Finnesburg. Pero Tolkien señala que ése no es el tema de
Beowulf y que además su autor no necesita tocarlo, ya que podía considerar que su público lo conocía mediante otros poemas que también circularían en la misma época. Evidentemente,
Beowulf es un superviviente de su tiempo, pero no se puede pensar que fuera único en su momento. Tal vez en alguno de aquellos otros poemas también se aludiera de pasada a las hazañas del propio Beowulf, igual que en un tebeo de Marvel un asterisco nos remite a otra aventura inserta dentro del mismo tejido de ficción.
Pero si hubo algo en
The Monsters and the Critics que me ayudó a entender de una forma más profunda
Beowulf y que me afectó a la hora de escribir el tebeo fue que Tolkien lo describiera como una
elegía. Vivimos en una época que está completamente dominada por teorías narrativas basadas en el guión audiovisual, donde la estructura es fundamental y todo tiene que escribirse económicamente con el fin de desarrollar
arcos de los personajes a través de una serie de giros que
impulsan la historia hacia su conclusión lógica, tanto argumental como psicológica y emocional. La consecuencia es la reiteración de historias formulaicas y completamente predecibles donde parece que sólo funcionan una y otra vez los mismos elementos, y eso cuando funcionan, porque muchos guionistas no son capaces ni de aplicar correctamente las recetas que predican. Frente a este papanatismo,
Beowulf se alza como esa especie de
megalito narrativo del que hablaba Seamus Heaney y su imponente y tersa épica resulta sorprendentemente refrescante mil años después. Resulta que los personajes de
Beowulf difícilmente tienen una psicología comparable a la que se espera de un personaje moderno, su personalidad no está convenientemente pulida, y sus actos no responden a ninguna lógica que podamos entender. Y, por otra parte, los episodios están
torpemente engarzados, sin que haya una
lógica narrativa que lleve de uno a otro y finalmente a una conclusión plausible. Tenemos más bien la impresión de que se hubieran amalgamado unas piezas que no acaban de encajar juntas. Tolkien explica esto aludiendo al sentido luctuoso del poema, que considera
no una historia, sino un
lamento fúnebre. Es decir, el equivalente verbal de una estela funeraria, una obra escultórica. Y, por tanto, algo que posee una estructura
estática. No se trata tanto de contarnos la historia de Beowulf como de mostrarnos tres escenas de su vida a través de las cuales podemos recordarlo. Pero no es una obra
secuencial, aunque evidentemente haya una secuencialidad inevitable en el propio lenguaje. Como dice Tolkien: «Por supuesto, debemos apartar de nuestra cabeza la idea de que
Beowulf sea un 'poema narrativo', o que cuenta o intenta contar una historia secuencialmente». Esto me abrió las puertas a una nueva manera de entender nuestra novela gráfica que nos lanzaba además un desafío que acepté gustoso: el de entender que aunque exista la
secuencia en el cómic, no es eso lo que lo define. Si hacíamos
Beowulf como queríamos, que era acercándonos lo más posible al poema original, podríamos convertirlo en una antihistoria, o un cómic no secuencial. O como dirán otros tras consultar su manual:
un guión mal escrito. Que es algo que necesitamos desesperadamente en estos tiempos.