lunes, 28 de febrero de 2011

VIDAS CERCANAS



Más lento que Federica (Federica es mi tortuga), pero creo que finalmente voy a conseguir ponerme al día con el repaso a mis lecturas atrasadas. Que no han sido solo americanas y francesas, sino también españolas, ¿eh? (Y japonesas, pero eso irá luego). Y para no entretenernos más y empezar con buen rollo y optimismo, lo primero que quiero decir es que Sexo, amor y pistachos (Astiberri, 2010) debería ser la obra que ponga por fin a Ramón Boldú en su sitio. Que es, exactamente y ahora, el sitio que Ramón Boldú no ha podido ocupar nunca a lo largo de su carrera y que, sin embargo, en este momento le corresponde legítimamente. Me refiero al sitio de gran patriarca de la novela gráfica contemporánea española, a la que ha llegado de forma natural con un sentido de la oportunidad exquisito después de pasar años produciendo en silencio sus páginas autobiográficas, que viene dibujando con espontaneidad y desenfado mucho antes de que ninguno conociéramos el nombre de Joann Sfar. La feliz recuperación de su obra que ha llevado a cabo estos últimos años Astiberri (léase en primer lugar Bohemio pero abstemio, a continuación El arte de criar malvas y por último la que aquí nos ocupa) nos recuerda que se puede hacer cómic adulto contemporáneo con una voz y un estilo propios, no meramente imitativos de los modelos extranjeros, y que se puede tratar la autobiografía con tono de comedia. Sexo, amor y pistachos muestra el repertorio al que Boldú nos ha acostumbrado en sus obras anteriores, y añade una reflexión más pausada, una capacidad para la autobiografía más matizada y serena. Es una obra de risa que hay que tomarse muy en serio, tanto como para que mereciese el premio nacional del cómic de este año. Aunque me temo que el jurado manejará como opciones otros títulos más solemnes.


Lo mejor del cómic hecho aquí es que puede ser cómic hecho aquí, valga la redundancia. Un cómic que entendemos, cercano, que nos habla con palabras, personajes, sensaciones y escenarios nuestros. Eso lo tiene Sexo, amor y pistachos, como lo tiene la otra obra a la que daría ese dichoso premio nacional si en mi mano estuviera: Arroz pasado volumen 1 (Reservoir Books, 2010), de Juanjo Sáez. Arroz pasado es un cómic atípico porque es, en realidad, la recopilación de los guiones -dibujados en forma de historieta- que Juanjo entregó a la productora responsable de la realización de la serie televisiva Arròs Covat. Y también es un cómic de autor atípico porque, en virtud de su propia función industrial, acaba siendo una obra colectiva -hay episodios dibujados por Gabi Corbera, y todo el color es de Vanessa Cabrera-, sin perder por eso lo más mínimo su intensa personalidad juanjosaeciana. Lo primero no afecta demasiado a la lectura. Ocasionalmente uno se encuentra alguna indicación para los animadores -una sugerencia de movimiento, por ejemplo, un comentario sobre la música-, y tal vez en ocasiones el ritmo se vea afectado por la servidumbre a una narración televisiva, pero en general el cómic se lee como tal olvidándose de su vinculación con la pantalla. Y lo curioso es que, de hecho, es el cómic más cómic que ha publicado Juanjo Sáez hasta el momento. En sus títulos anteriores siempre incluía abundantes textos para enlazar sus historietas fragmentarias, mientras que en esta ocasión se enfrenta a una narración clásica, basada en exclusiva en el dibujo y el texto circunscritos por la viñeta. En ese sentido, la serie de televisión es más original -los recursos desarrollados para trasladar el lenguaje del cómic a la animación son realmente sorprendentes y brillantes-, pero el cómic alcanza grados mayores de intensidad. No en vano nos enfrentamos a casi 800 páginas, que se dice pronto. Y por no alargarnos demasiado y no perdernos en las mil ideas que sugiere este tebeo, me voy a limitar a mencionar simplemente una: un episodio ligerito de dibujos animados que dura 13 minutos se convierte trasladado al papel en aproximadamente 100 páginas. Y no hay otra forma de que Juanjo Sáez cuente todo lo que cuenta en cada episodio sin «hacer trampa» (léase, sin recurrir al texto como atajo). Es lo que tiene el cómic, cuando se sale de las fórmulas convencionales: necesita espacio para contar algo. En 22 ó 48 páginas cabe lo que cabe. Ni siquiera en las 800 de Arroz pasado la vida entera, simplemente la vida, cabe completa; las desborda y se derrama fuera de ellas, las revienta. Pero se percibe su pulso y su sabor. El libro se hincha porque el contenido es GRANDE.


Pasar de Arroz pasado a Ellos mismos (Reservoir Books, 2011), de Joaquín Reyes, es lo más natural del mundo. Ambos habitan estancias contiguas, y hasta el propio Reyes dice en el prólogo que «es como un libro de Juanjo Sáez, pero bien dibujado». En cuestión de dibujo, Reyes me recuerda sobre todo a Juaco Vizuete -no cuando hace caricaturas, sino cuando hace sus cosas, y también en el uso del color y del espacio-, lo cual es el primero de los cumplidos que le voy a hacer. El siguiente es que, sin ser yo aficionado a la Muchachada ni fan del posthumor, ni seguidor de la salsa rosa -y por tanto se me escapan las circunstancias de muchos de los personajes retratados en este libro-, me he reído un montón con esta lectura. Porque Joaquín Reyes, más allá de su modernidad, es un cómico de la vieja escuela, campechano, sencillo y que busca -aunque sea a través de lo chocante- el humor con risa, la felicidad tintineante de su público, más que el exhibicionismo de la genialidad a la que se accede mediante contraseña. El humor absurdo no se inventó ayer -que les pregunten a Tip y Coll-, y el rarismo nunca ha sido excusa para no ser gracioso. Reyes es honesto, lo sabe y trabaja por esa recompensa. Como indica el tío berni, la clave de estas tiras es tan sencilla como su misma presentación. Desde el momento en que el personaje caricaturizado se presenta con su propio nombre, redundante al lado del rótulo de encabezado, y que no es sino una especie de autoafirmación tan vacía y reiterativa que parece negar su propio sentido -o sea, es como si cuando uno dice «Hola, soy Keanu Reeves», en realidad estuviera diciendo que por supuesto que no lo es, ¿si no, qué necesidad tendría de decirlo?-, entramos en un juego delirante de desubicación que puede acabar, literalmente, en cualquier parte.

Muy bueno.


Otra cosa ya es Chico y Rita (Sinsentido, 2010), de Javier Mariscal y Fernando Trueba. Un libro que tiene ciertos puntos de contacto con el Arroz pasado de Juanjo Sáez, por cierto. En primer lugar, porque es una secuela de una producción animada para la pantalla, en este caso la del cine. En segundo lugar, porque hay una maléfica relación entre Sáez y Mariscal, algo así como el Aprendiz de Brujo y el Maestro Brujo. Mariscal -a quien Sáez admira, y con razón- aparece como personaje en Arroz pasado, convertido más en una entidad que en un diseñador, en una especie de seudowarhol mediterráneo. Y Chico y Rita es el tipo de producto que podría empaquetar ese hombre-industria de talento, pero ya alejado de la calle y perdido en el universo multicultural de los ricos progres a lo Trueba, que se van a Cuba a beber mojitos y a escuchar música y se traen de regreso unas gotitas de ron cultural destilado con las que colorear nuestras grises vidas de drones urbanos. Todo muy chic, pero bastante artificioso y alejado de la realidad, como la misma palabra chic hoy en día. La cosa es que el libro de Chico y Rita es bonito gráficamente, aunque blando, y la historia de amor que cuenta es tópica, aunque eso no debería ser un obstáculo para disfrutar de la película, porque como bien señalaba un amigo mío, en el cómic falta lo más importante de ésta: la música. Supongo, porque yo no la he visto. Y todas las onomatopeyas del mundo no pueden sustituir los sonidos reales. A los que ya llevamos unos años leyendo tebeos, este Chico y Rita nos tiene que recordar inevitablemente a la escuela valenciana de los ochenta. Me pregunto si éste sería el tipo de libros que estarían produciendo hoy en día Daniel Torres, Sento y otros nombres del Cairo si aquello no se hubiera venido abajo y hubiesen continuado trabajando con continuidad en el cómic durante estos 20 últimos años. Pero sobre todo, sobre todo, lo que me da más morbo de este tebeo es preguntarme si Juanjo Sáez acabará haciendo cosas como Chico y Rita dentro de veinte años.


Otro tebeo español que me produce sensaciones encontradas: Comedia en un acto (Dolmen, 2010), de Max Vento, la tercera entrega de la serie «Actor aspirante». Vento ha ido mejorando en cada libro, y en este muestra un dominio más que respetable de sus facultades de historietista. Sabe escribir, sabe dibujar, sabe narrar, y sobre todo, para mi gusto, sabe escribir diálogos y llevar el ritmo con un talento admirable. Sin embargo, tengo un problema con Comedia en un acto: no tengo muy claro lo que me quiere contar. Digamos que le falta algo de fuerza a la historia, algo de garra a los personajes, algo de dramatismo al conjunto. Queda todo en un tono comedido y elegante que me gusta, pero no me apasiona. O dicho de otra manera: me gusta mucho cómo lo cuenta, pero no me gusta tanto lo que cuenta. Todavía. Porque tengo la esperanza de que Max Vento va a dar un salto en cualquier momento y va a hacer un tebeo verdaderamente desagradable. Y entonces seguro que lo disfrutaré a tope.

Para profundizar:
Extraordinaria entrevista con Ramón Boldú en entrecomics.
Arròs covat online.
El blog de Max Vento y una entrevista con Max Vento realizada por Borja Crespo en guiadelcomic.

TRES DÍAS EN SUIZA


La cosa más extravagante que estuve a punto de hacer y finalmente no hice en Friburgo fue cenar un filete de cocodrilo servido por una camarera iraquí. Dicho así parece muy exótico, pero en realidad era en un restaurante acristalado estilo años 60 que se llamaba El Pingüino y parecía el decorado de una película de Tati.

Pero a Friburgo no habíamos ido a devorar dinosaurios, a Friburgo habíamos ido a pasar frío y a dar unas clases de introducción a la historia del cómic en un ciclo de conferencias organizado por el departamento de literatura española de la universidad suiza. Debo decir que es curioso estar hablando de la historia del cómic a hora y media en tren del sitio donde Rodolphe Töpffer dibujó sus histoires en estampes allá por los años de mil ochocientos veintipico. Por supuesto, Töpffer era uno de los grandes desconocidos para los alumnos del curso, que, según me contó su organizador, el catedrático Julio Peñate, había cubierto muy rápidamente sus plazas. El público asistente era de edades y procedencias muy variadas, todo él muy aplicado y ávido de conocer más de lo que es ese curioso objeto cultural no identificado, como lo llama Groensteen. Aunque la cultura suiza es muy afín a las esferas culturales alemana y francesa, y por tanto en la Fnac de Friburgo se encuentra una enormidad de bds, es obvio que el tebeo todavía desconcierta al público general y adulto. Cada vez menos, eso sí. Allí volví a encontrarme con casos de mujeres de alrededor de 40-50 años que habían empezado a leer cómics ahora, sin tener un historial previo como lectoras, gracias a que en su camino se había cruzado Modotti de Ángel de la Calle o Maus de Art Spiegelman. Sin duda, si había una obra que todos conocían era Maus, la Gran Llave Maestra Universal del cómic adulto. Pero ahora querían más, querían seguir leyendo cómics.

En fin, lo pasé muy bien (¿he dicho ya que hacía mucho frío?) y estoy agradecidísimo a Julio y su esposa, Ana, por el trato tan extraordinario que me dispensaron. Estoy seguro de que en el futuro nos van a dar nuevas alegrías relacionadas con el cómic y la universidad. Ideas y ganas para conseguirlo no les faltan.

viernes, 18 de febrero de 2011

UN MATRIMONIO INMINENTE


Scenes From An Impending Marriage (Drawn & Quarterly, 2011) es la prueba de que Adrian Tomine es más divertido (y más penetrante, y más interesante) cuando se relaja haciendo alguna chorradita de calibre menor que cuando trabaja en serio. Un fenómeno, por cierto, que afecta a otros muchos autores, los cuales parecen agobiados y enconsertados por el miedo escénico y que, sin embargo, cuando se dejan llevar por la inconsciencia del momento permiten que todo su talento salga a raudales y sin censura. El detalle cotidiano, el diálogo veraz y la ironía nerviosa están todos presentes en este minúsculo librito íntimo que ahora se ha hecho público. Creo que por eso es por lo que lo he disfrutado mucho más que aquella cosa tan envarada que era Shortcomings.

Por eso o porque el tema me interesa, no sé.

jueves, 17 de febrero de 2011

LA NOVELA GRÁFICA EN ENTRECOMICS Y EN BRASIL

Agradezco sinceramente a los lectores de entrecomics que hayan elegido La novela gráfica como «Mejor publicación teórica de 2010». Es una distinción que respeto especialmente porque procede de la que se ha convertido en web de referencia para el mundo del cómic en español, y tengo la impresión de que su público no sólo es el más amplio, sino también el más diverso. Gracias a los chicos de entrecomics y gracias a todos los que han considerado que mi trabajo valía la pena.

La verdad es que no me puedo quejar de la recepción que ha tenido La novela gráfica, varios meses después de su publicación. Las ventas han respondido, el libro sigue ocupando un lugar destacado en grandes librerías, y, para remate, se va a publicar en el extranjero. La editorial brasileña Martins Fontes ha adquirido los derechos para su publicación, aunque ahora mismo no tengo ni idea de cuándo se producirá esta. Es inevitable que me acuerde de Juan Antonio Ramírez, que siempre me repetía lo difícil que era publicar un ensayo de arte fuera de España -y eso que él era uno de nuestros pocos autores que lo había conseguido-, y por eso le dedico este pequeño logro. Seguro que le habría gustado verlo. Creo que es bueno que una obra teórica sobre cómic escrita en España se conozca en el extranjero. A ver si nos animamos y hacemos más y mejores en el futuro. Qué palabra tan curiosa, ¿verdad? «Futuro».

miércoles, 16 de febrero de 2011

PARA CREAR UN SUPERHOMBRE LO SUFICIENTEMENTE FUERTE COMO PARA DESTRUIR EL MUNDO ENTERO

En los episodios anteriores: Mandorlaman pasa unos meses en el extranjero y a su vuelta a casa se encuentra con un montonazo de tebeos acumulados. Cumpliendo disciplinadas jornadas de lectura viñetera, intenta ponerse al día y dar cuenta de sus impresiones en este blog.

No lo consigue.

Pero persiste en el empeño, y aunque haya podido dar la impresión de que desde su regreso sólo ha estado leyendo tebeos americanos (véanse los ejemplos uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis), no es así. Como muestra sirva este post, donde cómics de los más diversos estilos y temáticas se amontonan por el sumario criterio de que proceden todos de Francia.


Vamos a ello y, para no demorarnos con las cosas desagradables, empecemos con lo peor. En realidad, Dios en persona (Sinsentido, 2010), de Marc-Antoine Mathieu, no es tan malo como parece, ni siquiera tan malo como me habían dicho. Sí, es rancio, ochentero y más pretencioso que The Sandman encuadernado en cuero, pero Mathieu cumple unos mínimos de habilidad narrativa que hacen que, pese a todas las veces que a uno se le cae el libro de las manos, todavía le queden ganas de hacer el esfuerzo de agacharse a recogerlo. Sí, el dibujo recuerda vagamente al gran Daniel Torres circa El Octavo Día, y la historia es una versión apelmazada de La tournée de Dios de Jardiel Poncela (precisamente recién reeditada por Blackie Books con portada de Jonathan Millán), que es una verdadera comedia, o sea, graciosa, no como esto, pero... vaya, finalmente pienso que podía haber sido peor.


Cumplidos con los desagradables deberes, pasemos a cosas más gozosas: Amistad estrecha (Diábolo, 2010), de Bastien Vivès. Sí, todos los que leéis Mandorla ya debatisteis sobre este tebeo hace unos meses, pero ahora llego yo y lo leo con la perspectiva del distanciamiento, sin el furor de tener que dar mi opinión antes que nadie. O sea, con frialdad. Y con frialdad digo que si yo caí bajo el hechizo de El gusto del cloro y de En mis ojos, Amistad estrecha me ha dejado noqueado. El mejor de los tres, con diferencia, y está claro que este chaval tiene un talento que crece a ojos vista. Para mí, lo grande de este tebeo está en lo pequeño de los gestos que llega a reproducir, gestos que por lo normal están fuera del alcance del registro del cómic, y que lo ponen más en la onda del verismo de la fotografía cinematográfica. O sea: sus personajes son seres vivos, que transmiten en su respirar y en su pestañear más de lo que puede transmitir el guión mejor organizado y escrito del mundo. Creo que Dash Shaw mataría por ser tan sensorial como Vivès y por conseguirlo con tanta discreción. Vivès viaja al fondo de la masculinidad con una precisión propia de Fellini (quizás me venga a la cabeza por ese detalle singular de utilizar nombres italianos para los personajes), y sólo queda rendirse y esperar a ver por dónde continúa, hasta dónde llega. Se puede plantear el temor razonable de que Vivès se pierda en su éxito y acabe como dibujante de supermodelos ñoños enamorados, retratista de una sociedad sentimentaloide de anuncio de Calvin Klein. A otros les ha pasado, fijaos en Manara. Pero es justo reconocer que ese repertorio de niñatos/as guapísimos/as que puebla sus tebeos -y sobre todo éste- tiene su sentido hoy por hoy para lo que está contando ahora mismo.


Después del entusiasmo que me produjo la lectura de Amistad estrecha, me enfrentaba al segundo volumen de Por el Imperio, titulado Las mujeres (Diábolo, 2010), obra que Vivès realiza junto a Merwan, con sentimientos enfrentados. Por un lado, quería -necesitaba- más Vivès. Por otro, el primer volumen de la serie me había parecido, hablando claro, un truño de primera categoría. Petulante, ilegible y aburridísimo, casi me había hecho dudar de la capacidad del pequeño prodigio (echarle toda la culpa a Merwan era una salida demasiado fácil). Bueno, pues no sé si sería porque seguía intoxicado por Amistad estrecha, pero Por el imperio II me pareció fantástico, a años luz del primer volumen. Mucho más claro y conciso, con una dirección y un estilo mucho más personales y maduros, sin tonterías exhibicionistas, sin pretensiones de deslumbrar, concentrado en contar lo que quiere contar y con algo auténtico que contar, me devolvió a la -reciente pero pasada- edad de oro de la nouvelle bd, cuando David B., Sfar y Blain, aliados o por separado, nos ofrecían series clásicas pero modernas como Hiram Lowatt y Plácido, Sócrates el semi-perro o Isaac el pirata y nos prometían algo más que lo que luego nos han dado, que ha sido dejarnos colgados con todas ellas. Por el imperio II renueva esas promesas y añade algunas (juro que he visto sombras incluso de Breccia), ya veremos cuántas cumple en su tercera y última entrega.



Estoy ya en plena fase del post de «segundas partes fueron buenas» (o terceras o cuartas), también conocida como el mejor es el siguiente. Uno de los grandes éxitos del 2009 (al menos entre la crítica) fue el Pinocchio de Winshluss. Bueno, me declaro inmune al mismo y ahora no voy a entrar en detalles, pero no me gustó, a pesar de que venía todo emperfumado para gustarme. Pero no, lo nuestro no funcionó. Y ahora llega el anterior Smart Monkey (La Cúpula, 2010), de Winshluss, con una envoltura mucho más modesta, y me lo paso teta leyéndolo. Aquí, al contrario que en Pinocchio, sí veo a un gran narrador visual exhibiéndose (el tebeo es mudo, salvo por un epílogo, por cierto completamente prescindible) que embadurna las fantasías de Disney con el fango del comix underground clásico y nos renueva la eterna carrera del Coyote y el Correcaminos, pero invirtiendo los términos. Lo cual sería probablemente una cagada (¿quién quiere identificarse con el listo que triunfa siempre?) sino fuera porque Winshluss se guarda alguna carta ganadora para rematar un final con mucha mala leche. Muy divertido y muy inteligente, debería haber oído hablar de él más de lo que he oído, que ha sido nada. A lo mejor porque no oigo bien, oye.


Otro retorno mejorado: Castillo de arena (Astiberri, 2010), de Frederik Peeters y Pierre Oscar Lévy. Me confieso antifan (que no antifaz) de Peeters. Desde Píldoras azules hasta Paquidermo pasando por RG (lo que más me ha gustado de él, junto a aquella del avión) y Lupus, siempre me ha parecido más ruido que nueces. Y esa insufrible afectación por forzar el gesto especial y revivir el espíritu de Alex Raymond estilizado para modernos que llega a su éxtasis en el irritante Paquidermo me pone francamente nervioso. Bueno, pues he aquí que Castillo de arena tiene todo eso y más y, sin embargo, funciona. A pesar de todo, tiene peso y tiene sentido, transmite y hay una sensación de que, debajo de las piruetas artificiosas, los autores realmente sí tienen algo que contarnos. No hace falta descifrar la clave, basta con saber que el código encierra un mensaje, aunque no podamos leerlo (de hecho, siempre es mejor no leerlo). No es sólo ruido armonioso. Ignoro si tal efecto es fruto de un paso de madurez de Peeters, de la influencia del coautor Pierre Oscar Lévy o que yo estaba tontorrón cuando lo leí y me entró bien, pero amigo, ahí me ha dejado esperando a ver cómo asoma por la siguiente curva. Con curiosidad, qué menos.



Por supuesto, entre los títulos acumulados durante mi ausencia había uno de Trondheim y otro de Sfar, porque, en cualquier periodo dado de seis meses durante los cuatro últimos años, en España siempre se ha publicado al menos un título de Trondheim y uno de Sfar, y habitualmente algunos más, sobre todo, y cada vez más, de este último. La tentación es hablar más de ese fenómeno de la publicación repetida de estos autores que de las propias obras. Es decir: su propia productividad amenaza con devorar su producción, por paradójico que parezca. Esa tentación me dura poco en cuanto empiezo a leer Mi sombra a lo lejos (Sinsentido, 2010), de Lewis Trondheim, el cuarto volumen ya de la serie Las pequeñeces. Creo que esta serie es, ahora mismo, lo que más me gusta de todo lo que ha hecho Trondheim. Y además, creo que cada vez me gusta más. Y no, no es que me haga mayor. Desde siempre me ha fascinado la capacidad de convertir en materia narrativa -en magia, en espectáculo- lo más ínfimo, banal y cotidiano. Y nadie lo hace tan bien como Trondheim. Porque en sus minúsculas historietitas de una página -que sin darnos cuenta se van encadenando en ese gran relato sin relato que se asemeja tanto a nuestras vidas- Trondheim no busca la epifanía, la emoción, el humor ni la disculpa. Trondheim, podríamos decir, no busca, encuentra. Y lo que encuentra nos cae encima con todo el peso de la levedad.


Los viejos tiempos. El rey no besa (Ponent Mon), de Joann Sfar, es, por su parte, otro más de los muchos títulos que este contemporáneo fénix de los ingenios nos lanza cada poco tiempo. Y está muy bien, y hasta que requetebién, lleno, como siempre, de ideas y diálogos, de situaciones y personajes que te deslumbran con su ingenio y su originalidad. Pero leyéndolo me ha pasado una cosa curiosa: que me daba igual. Me daba todo exactamente igual, y cada vez veía menos a los personajes y las situaciones y cada vez veía más el ingenio de Sfar, y al propio Sfar, como si lo tuviera delante, como una aparición, plantado delante de mí y leyéndome el tebeo como si fuera un cuento y sonriendo satisfecho al ver que me tenía fascinado o interesado o cautivado. Satisfecho de sí mismo, o eso me parecía. Me temo que Sfar sea a los diálogos lo que Moebius a los dibujos, y caiga en su mismo mal: la incontinencia, la genialidad sostenida (insostenible), el torrente abrumador de creatividad sin filtro. Es como si Sfar empezara a escribir-dibujar por la parte superior izquierda de la página y continuara hasta la parte inferior derecha sin planear lo que va a hacer en la viñeta siguiente, y así sin parar hasta que se le acabe la inspiración, se le agoten las fuerzas o le llamen para merendar. Y cuando se queda sin papel, manda el paquete a imprenta y que los lectores distingan los buenos de los malos, igual que Dios distinguirá a los justos de los injustos. Mientras acabamos de leer un álbum de Sfar, él probablemente está terminando de dibujar otros tres. Es una idea aterradora, ¿verdad? Bueno, ¿pues cuánto más aterrador es pensar que ninguno de esos tres continúa ninguna de las cinco series que ha empezado y ha dejado colgadas? No sé, con todo mi respeto, admiración y cariño hacia este tío, que es uno de los Más Grandes de nuestros tiempos, a veces me quedo un poco con las ganas de decirle: «Córtate un poco, Joann...»

¿Veis? Aquí si he caído en la tentación.


En fin, la coda, remate o epílogo del post se la lleva algo que no me encaja bien con ningún discurso, así que lo meto aquí de pegote porque, bueno, al fin y al cabo es francés, ¿no? Los practicantes del espanto (Esteban Bernatas, 2010), de Pierre La Police es un rollo loco, de narración absurda a borbotones, donde tiene tanta gracia el cómo como el qué, es decir, el ritmo y el tono como lo que se dice, y donde la palabra choca con el dibujo para explicar aquello que es inexplicable, porque en realidad no tiene explicación. Humor absurdo, vaya, como una greguería prolongada por un idiota que quisiera darle un sentido y no hiciera más que embarrarse cada vez más. Y me ha hecho reír en voz alta un par de veces, porque sorprende, te suelta una tontería tan grande y tan inesperada que aplaudes al torero, éste se para un momento, saluda, y luego vuelve a hacer una pirueta ridícula encima del toro. Porque este torero no es de los que matan, es un torero payaso, y al final te acabas el libro y te dices: «Menuda tontería». Y también: «A ver cuándo saco un rato para volver a leerlo». En fin, Mortadelo para intelectuales, si es que lo que no se haya inventado...

EL CÓMIC Y LA NOVELA GRÁFICA. CICLO DE CONFERENCIAS



Más cosillas: la semana que viene estaré en Friburgo (el de Suiza, no el de Alemania) participando en un ciclo de conferencias organizado por Julio Peñate, profesor del Departamento de Lenguas y Literaturas Ibéricas de la universidad de dicha ciudad. Hablaremos de tebeos, claro. Aquí dejo el cartel y el programa, en el que como veréis, también está incluido Pepo Pérez. Ya sé que es difícil que coincida que alguno de los lectores de Mandorla esté por la zona en esos días, pero yo aviso, porque nunca se sabe...

ADAPTANDO EL VECINO

Sigo con algunas notas breves personales. Me ha hecho mucha gracia ver un texto sobre El Vecino en la web del periódico mexicano El Universal. La propuesta del blog alojado en el sitio del diario es que El Vecino sería un cómic para ser adaptado a la pantalla (incluso imagina quién sería un buen director para esa película). Lo curioso es que el amable bloguero no es el único que lo ha pensado. Algún día hablaremos aquí de los proyectos de adaptación del Vecino. O tal vez no, depende de cómo nos levantemos.

REFLEXIONES DE UN BLOGUERO



Pero no mías, ojo. En este afán por seguir encadenando entradas, ahora engancho por la vía de Pepo, y ya que ahora el bloguero por excelencia de la tebeosfera española está de vacaciones, le pongo aquí esta entrevista para H Magazine. ¡Ojo! No hagáis caso del pie de ilustración: la imagen que aparece ahí no es un adelanto de El Vecino 4, sino una historieta que apareció en El Manglar (más sobre V4, próximamente en esta pantalla).

PEPO Y CHRIS

Observaréis que he dejado pasar una semana entera desde la última entrada sólo para que diera tiempo a que el siguiente post fuera un complemento del último. Me refiero al aviso de esta entrevista que le hizo Pepo Pérez a Chris Ware y que han subido a la página web de Rockdelux. Breve pero densa.

miércoles, 9 de febrero de 2011

CHRIS WARE: ESTRATEGIAS PARA UN CÓMIC NUEVO

Ya que me he puesto académico, voy a saco. Ahora, con un artículo que publiqué en 2008 el número 76 de la revista Mundaiz, editada por la Universidad de Deusto (San Sebastián). De nuevo, el artículo nació como un trabajo universitario, en esta ocasión para una asignatura de doctorado de la Autónoma impartida por Juan Antonio Ramírez. El tema es Chris Ware, de quien tanto hemos hablado últimamente, y creo que puede resultar útil como una introducción para situar a este dibujante.

Enlace:

300 HÉROES

Al colgar el artículo Hero's Journey me he acordado de que el tema lo traté de forma más extensa en un trabajo académico que permanece inédito. Dirigido por la profesora Valeria Camporesi, de la Universidad Autónoma, se titulaba 300: Del cómic al cine, y a pesar de que ya tiene algún tiempo encima (debe de ser del 2007, si no me equivoco), he pensado que podría ser de interés para los lectores más cafeteros de Mandorla. Al fin y al cabo, va de Miller, el cine digital y los espartanos. O sea, como la comunicación de Udine, pero en más de 100 páginas. Y en español, eso sí. Ahí lo dejo por si le interesa a alguien.

Enlace:

lunes, 7 de febrero de 2011

UN MANUAL


Bakuman 3 (Norma), Tsugumi Ohba y Takeshi Obata.

EL VIAJE DEL HÉROE


Hace unas semanas me llegaron por fin las actas de Cinema e fumetto. Cinema and comics, un congreso internacional en el que participé en 2008 en la ciudad italiana de Udine. Allí fui con Laura Montero Plata, la única otra española participante, que presentó una excelente comunicación sobre manga y anime, pasé frío y compartí mesa y mantel casi todos los días con Pascal Lefèvre y Harry Morgan, nuestros compañeros habituales a la hora de la comida. La variedad de las charlas fue impresionante, lo pasé bien, y ahora tengo en las manos un tochazo de casi 700 páginas que es uno de los libros teóricos sobre cómic más voluminosos y densos que constan en mi biblioteca. Mi aportación se tituló Hero's Journey: From Paper to Digital, y la he puesto a disposición de todo el que tenga interés por leerla en un PDF accesible a través de Google Docs. ¿De qué hablo? Entre otras cosas, del cine digital, las adaptaciones del cómic a la pantalla, Frank Miller, 300 y Súper Puta.

ROCKDELUX 292


En el Rockdelux 292 (febrero 2011) publico dos reseñas: Superman. Kryptonita nunca más y Sexo, amor y pistachos, de Ramón Boldú. Además, la revista de música trae en su sección de cómic, coordinada por Pepo Pérez, reseñas de El invierno del dibujante, de Paco Roca, por Pablo Ríos; Templanza. El poder del miedo, de Cathy Malkasian, por Elisa G. McCausland; Las aventuras del Capitán Torrezno. Plaza elíptica, de Santiago Valenzuela, por Alberto García; Strange Suspense. The Steve Ditko Archives Vol. 1, de Steve Ditko, por Señor Ausente; Adolf, de Osamu Tezuka, por JuanP Holguera y una reseña acojonantemente buena de Alec, de Eddie Campbell, por Rubén Lardín. Cómo se puede escribir tanto y tan bien con tan pocas palabras. Me muero de envidia.

ACTUALIZO: Precisamente hoy me entero a través del twitter de tebeobien de que Rockdelux ya tiene por operativa su web, e incluye contenidos de la sección de cómic.

domingo, 6 de febrero de 2011

DOS GRANDES TIPOS DE MANGAKA


«Por un lado, está el que dibuja lo que le gusta por el placer de dibujar y consigue dar el pelotazo. La gente los llama 'genios' o, más despectivamente, 'inconscientes'. Por el otro, está el que consigue éxitos de forma calculada, como hace Takagi. Los éxitos más sonados han sido casi todos creados por autores del primer tipo».

Bakuman 2 (Norma), Tsugumi Ohba y Takeshi Obata.

viernes, 4 de febrero de 2011

¿RECUERDAS CUANDO LA KRYPTONITA TODAVÍA FORMABA PARTE DE TUS CONVERSACIONES?


Creo que ya he comentado alguna vez que, en mi opinión, uno de los grandes placeres que ofrecían los tebeos de superhéroes de mi infancia era su condición de defectuosos. Es decir, de incompletos. La imposibilidad de acceder a las historias enteras, en todos sus episodios, y la obligación de rellenar con la imaginación los huecos que dejaba la deficiente distribución y la limitación de fondos destinados a este fin obligaban a conformarse con fragmentos de algo que se intuía más grande pero nunca llegaba a abarcarse. Así, uno disfrutaba mitad de la historia que leía y mitad de la historia fantasma que no leía. Y una de las historias fantasmas de superhéroes supremas de mi infancia fue la saga del «Superman de Arena».

No fue hasta el año pasado, cuando DC reeditó en un tomo de su colección Classics Library la etapa entera bajo el título «Kryptonite Nevermore» que conseguí por fin leerla completa. Ahora, ha llegado a España en el volumen Superman. Kryptonita nunca más (Planeta-DeAgostini, 2010), que añade de propina un especial de Walter Simonson publicado veinte años después de las historias originales y que no venía en el tomo americano (y que podían haberse ahorrado, dicho sea de paso).

Si lo normal cuando nos enfrentamos a una relectura de la infancia es llevarnos una decepción, cuánto más fácil será decepcionarse si lo que vamos a leer ahora queremos confrontarlo con el recuerdo, no de la realidad, sino de lo que fantaseábamos de niños. Porque al fin y al cabo, la imaginación de un niño no tiene límites, ¿no? Bueno, pues para mi (agradable) sorpresa, Superman: Kryptonita nunca más no sólo no me ha roto ningún mito, sino que casi lo ha acrecentado. Es una pequeña joya que ha estado encerrada en un frasco y dando vueltas por el vacío durante cuarenta años, y por fin le ha llegado la hora de volver a salir a la luz.

Situémonos. Estamos en 1971 y Mort Weisinger, el editor que durante treinta años ha dirigido con mano de hierro el destino del Hombre de Acero, catapultándole hasta la omnipotencia y proyectándole a un mundo fantástico repleto de ciudades embotelladas, superperros, superchicos, superchicas, fortalezas de la soledad y un verdadero arco iris de kryptonitas, cada una con su peculiar efecto distintivo, abandona el cargo y cede el cetro de rey del cómic más vendido de Estados Unidos (en declive, sí, pero todavía en la cumbre) a Julius Schwartz. Éste -viejo colega de correrías juveniles de Weisinger, con quien fue uno de los cofundadores del fandom de la fantasía y la ciencia-ficción- se había ganado un prestigio como «salvador de reliquias» al revitalizar a Batman pocos años antes, así que parecía el hombre adecuado para repetir la jugada con el Hombre de Acero. Schwartz tenía claro que había que modernizar al personaje y para eso acudió al guionista más moderno del momento, el rebelde de los sesenta, el hombre que, por la mera virtud de venir de fuera del mundo del cómic, había sido capaz de remover las estancadas aguas de éste: Dennis O'Neil.

O'Neil ya había redescubierto los orígenes de Batman, junto a Neal Adams, rehabilitando al personaje después del bajonazo provocado por la deflación de la batmanía televisiva; había renovado a Wonder Woman, remodelándola de arriba abajo, quitándole los poderes y convirtiéndola en una mujer moderna y liberada de finales de los 60; y había inventado -otra vez junto a Adams- los «cómics relevantes» (podríamos llamarlos los superhéroes sociales) con Linterna Verde y Flecha Verde. Era el hombre adecuado.

O'Neil no lo creía, y nunca lo creyó.

Pero de verdad que lo era, este tomo lo demuestra.

Enfrentado al mundo y los poderes desmedidos de Superman, lo primero que quiso O'Neil (que trabajó con el dibujante habitual de la serie, el melifluo Curt Swan, para mantener la continuidad de la imagen) fue devolver esas dimensiones a una proporciones más manejables. O sea: quitar poderes a Superman, o al menos el alcance de esos poderes, y devolverlo un poco a sus más modestas capacidades originales (en 1938 Superman no volaba, sólo saltaba mucho, como Hulk). No llegó a convertirlo en un humano normal, como hizo con Wonder Woman, pero se le acercó todo lo que pudo. De Wonder Woman también se trajo a un personaje, I-Ching, una especie de sabio oriental para todo, guía de superhéroes perdidos, que no sólo recuerda poderosamente a Stick, el que sería maestro de Daredevil unos diez años después, bajo el lápiz de Frank Miller y la supervisión editorial del mismo O'Neil, sino que probablemente sea uno de los primeros ejemplos del orientalismo positivo en los cómics norteamericanos, anticipándose a una moda que no llegaría hasta los 80 (y que todavía no ha parado).

No es el único elemento de esta saga que parece anticiparse a cosas que hemos visto después. La borrachera de poder que en un momento determinado sufre Superman también nos hace pensar en uno de los mejores momentos del ciclo cinematográfico protagonizado por Christopher Reeve: el héroe ebrio, maligno y oscuro de Superman III. Más curioso aún es que la resolución de toda la historia (atención, spoiler con cuarenta años de retraso a la vista) sea exactamente la misma que le dará Alan Moore a «Para el hombre que lo tiene todo» (Superman Annual #11, 1985), una de sus celebradas historias junto a Dave Gibbons (Moore tiene otro tebeo muy famoso dibujado también por Gibbons, pero ahora no me acuerdo del nombre). No digo que Moore la sacara directamente de ahí -que podría ser, al fin y al cabo, seguro que la leyó de mozo-, probablemente ambos se inspiraran algún relato de ciencia-ficción que desconozco (señores sabios, ahí tienen los comentarios para ilustrarme), pero la coincidencia es llamativa.

Por lo demás, tal vez el elemento más llamativo de la saga es precisamente el «Superman de Arena», un doppelganger que, me imagino que de forma nada casual, remite directamente al clásico relato de Hoffman El hombre de arena, el cual sirviera de base a Freud para su famoso análisis psicoanalítico-literario donde explicaba el concepto de «lo siniestro», lo Unheimlich. Por eso no es de extrañar que una atmósfera siniestra envuelva todo el cómic, a la vez que el propio protagonista se va sumiendo en una depresión humana, demasiado humana, y que los más que ingeniosos rompecabezas que se le van planteando por el camino parezcan sólo desesperantes obstáculos que, poco a poco, van desequilibrando al superhombre. Es el caso de los problemas legales que tiene para hacer su labor superheroica Superman en «¿Cómo domar a un volcán en erupción?», un planteamiento irónico-realista que sitúa al personaje en una dinámica completamente postmoderna. Luthor y la kryptonita no pintan nada en este paisaje. De hecho, ni siquiera salen (salvo la kryptonita, que aparece en el primer episodio para ser eliminada de la mitología de la serie).

O'Neil se sintió siempre incómodo con Superman -no me extraña, sus guiones le estaban precipitando a un callejón sin salida-, y finalmente consiguió abandonar la serie apenas al año de haberla tomado. Eso hace que esta saga quede aún más cerrada y completa, casi como otro libro -otra novela gráfica- que poner en la estantería al lado del All Star Superman de Morrison y Quitely, bajo la etiqueta de historias fuera del tiempo, historias de todos los tiempos.


Claro que más fuera del tiempo aún es la historia incluida en otra reedición de un material todavía más mítico que también hemos recibido últimamente. Por fin, de nuevo en imprenta el Superman vs. Muhammad Ali (1978), el Gran Combate de Todos los Tiempos que vuelve a estar a disposición del público que no esté dispuesto a pagar los escandalosos precios alcanzados por los ejemplares originales en el mercado de segunda mano. Superman vs. Muhammad Ali, donde también está implicado Dennis O'Neil como guionista -aunque no llegó a terminar el trabajo- es mítico por muchos motivos: primero, porque, bueno, es obvio, SON SUPERMAN Y MUHAMMAD ALI, FRENTE A FRENTE Y DÁNDOSE DE HOSTIAS. No os preocupéis, que la cosa no se limita a un superpuñetazo que reduce a pulpa al campeón de boxeo, hay truco para que la pelea sea en igualdad de condiciones. Y segundo, y tal vez más importante, porque fue el último gran trabajo de Neal Adams -el hombre que dominó los 70 con la punta del lápiz- y, para muchos, su gran testamento (yo me quedo con los X-Men de diez años antes y con un par de episodios de Batman, pero para gustos están los colores). El tebeo se publicó en un especial de tamaño gigante -todo tendía al gigantismo en este proyecto- y hoy se ha reeditado en dos ediciones distintas. Una, con materiales extra y en formato más reducido. Otra -la que yo he elegido-, sin extras pero facsímil. Facsímil de lejos, debería decir, porque las diferencias con la original son notables, empezando por la encuadernación en tapa dura, frente a las tapas de cartón con grapa que llevaba en su día, y siguiendo por los odiosos recoloreados modernos que Adams impone a todo lo que reedita hoy en día. Pero a ver quién le dice nada a Adams, menudo es él. Adams es tan grande que es más grande que Muhammad Alí y Superman juntos, y si no, valgan de muestra estas palabras que él mismo escribe en la introducción a este volumen: «Considero que ésta es una de las mejores novelas gráficas/comic books jamás realizados». No por él, se entiende, sino por cualquier persona de cualquier época y lugar. Superman vs. Muhammad Ali, ojo. Tal vez esa bravuconería se le pegara un poco del propio Ali, que se presenta en su primera escena exhibiéndose imparable, arrollador, demoledor... jugando un partido de basket con unos niños del barrio a los que humilla y machaca sin darles opción. ¡MA-CHO-TE! ¡CAMPEÓN!

En fin, lo más grande de un cómic como éste es, obviamente, su valor icónico. Por ejemplo, la página-viñeta de Superman saliendo en camilla la ves en cualquier momento antes de tener vello púbico y te quedas turulato. Y bueno, eso es lo grande este tipo específico de productos de la cultura de consumo contemporánea que son los cómics y, más en concreto, los cómics de superhéroes, y más precisamente aún, los cómics de superhéroes de los años setenta: son sublimes porque son ridículos, son ridículos porque son sublimes. Reparten su mensaje a hostias, sudorosos y gritando, pero lo reparten. Lo reparten como Dios manda.

miércoles, 2 de febrero de 2011

EL VÉRTIGO DEL VACÍO

Morton Feldman escribió que «Si en arte no existe una posición moral, honesta o 'verdadera', lo que más se le aproxima es un arte con sólo un poco menos de... control». Esto, en rigor, no tiene nada que ver con el tema de la entrada que nos ocupa, pero no sabía cómo empezar y de personas que escriben mucho mejor que yo aprendí que una cita siempre queda bien para arrancar cualquier texto, y ahí está, ya la he soltado, signifique lo que signifique, y por tanto ya estoy metido en harina. Ya puedo empezar a hablar de Daytripper (Planeta-DeAgostini, 2010), un tebeo de DC/Vertigo escrito y dibujado por los brasileños Fábio Moon y Gabriel Bá que pasó por mis manos hace unas semanas, y que no venía mal recomendado. Además, siendo los autores brasileños, la curiosidad siempre es mayor. ¿Qué tiene que aportar una cultura periférica a la dinámica del centro industrial norteamericano?


A juzgar por este Daytripper, poco más que algo de color local, un exotismo domesticado en las dosis justas para ser casi inapreciable pero dejar un regusto final -leve pero distinguible- en una receta ya muy conocida. Daytripper es el tipo de relato edulcorado que Hollywood (y las series de televisión) nos han condicionado para aceptar como una interpretación correcta de la realidad. Por relacionarlo con otro tebeo reciente del que hablamos en Mandorla, podría decir que todo lo que en Special Exits es sincero y sencillo, aquí es falso y afectado, tópico y, lo peor de todo, insidiosamente aleccionador. Lo que Daytripper nos dice es que así es como tenemos que entender la vida, así es como tenemos que disfrutarla: como una ficción para todos los públicos, que si es ingerida con docilidad, no sólo nos revelará el verdadero sentido de la existencia -el amor, la familia, y la entrega a los demás, ¿quién podría discutirlo?- sino que lo hará con las dosis de emotividad precisas para que lo entendamos en el marco de un cuento bonito. Es decir, al final -y no presumo que con mala intención por parte de los autores, ojo- lo que se nos ofrece es un manual de adoctrinamiento emocional dispuesto a trabajar en conjunción con el resto de los productos del sistema industrial de esterilización intelectual. Es algo tan natural, pasa con tanta frecuencia todos los días, que ya ni siquiera le prestamos atención. Incluso estamos avisados y eso nos inmuniza, ¿verdad? Entonces, no hay lugar para el escándalo. Digamos sólo que es tópico y aburrido, una imitación de la vida hecha a partir de una imitación de la vida.


Pienso que éste es el tipo de (sub)productos que nos hemos acostumbrado a esperar de Vertigo, y se me ocurre que es muy cínico pensar eso. Para no ser cínico, hago otra cata, ahora intentando afinar el tiro. Desde hace años, tengo aprecio por Peter Milligan. Tanto, que hace años también que intento no releer sus viejos hits y no acercarme a sus nuevas producciones. Ya sabes, por no perderlo. Pero bueno, a pesar de que no huele bien, me pongo con la mejor voluntad con Greek Street (Planeta-DeAgostini, 2010), con guión de Milligan y dibujos de Davide Gianfelice y Werther Dell'edera, color de Patricia Mulvihill. La primera viñeta ya casi lo dice todo: un club de alterne, bailarinas con las tetas al aire contoneándose al son de música disco estridente (o eso imaginamos). BUM. Vamos a ver si el lector pilla la cita rápido y se sitúa en que esto es como si pasara en un episodio de The Wire o Los Soprano. Así nos ahorramos trabajo, porque ya sabes lo que te espera: palabrotas, asesinatos, mutilaciones, mamadas, gente importante comportándose de forma cruel, desnudos parciales, cosas de impacto para el sofá del salón a última hora de la jornada. Lo has visto mil veces, te sientes cómodo. Créeme, si haces un pequeño esfuerzo, creerás estar ante una imitación razonable de una serie de televisión de las buenas. Con un poco de suerte, a lo mejor incluso alguien compra los derechos para la adaptación. Claro que esto no funciona igual en el cómic que en la pantalla, y menos con un dibujo tan anodino y ramplón como el de este tebeo, pero oye, se hace lo que se puede con el presupuesto que tenemos.

La cosa es de mafiosos modernos que reinterpretan los mitos griegos, y se desarrolla a través de textos crípticos, un «misterio», reencarnaciones y simbolismos, y monstruos, claro. Monstruos asesinos y macabros porque, al fin y al cabo, de lo que estamos hablando es de una versión postadolescente de los superhéroes. No en vano, Vertigo fue un hijo bastardo de Watchmen. Aún así, es todo tan abrumadoramente aburrido que tengo que gritar: «¿Soy yo o eres tú? ¿Qué ha pasado con nuestra relación? ¿Tanto he cambiado desde los viejos buenos tiempos?»


Olvidémonos de Vertigo, me importa un pito. ¿Qué pasa con Milligan? Yo tenía cariño al co-autor de Shade, The Changing Man, de Girl y de X-Force. Como necesito recuperar ese amor, me lanzo sobre otro tomo publicado en los últimos meses: Enigma (Planeta-DeAgostini, 2010), guión de Milligan, dibujos de Duncan Fegredo y color de Sherilyn Van Valkenburgh. Si Greek Street es de lo último, Enigma, por el contrario, fue publicado originalmente en 1993, en «los buenos viejos tiempos». ¡Sorpresa! Es lo mismo que Greek Street: los mismos textos con recovecos, el misterio, las reencarnaciones y la simbología, la estilización erótica y macabra del mito superheroico. Pero exactamente lo mismo que Greek Street.

Y, sin embargo, no tiene nada que ver.

No es lo mismo porque esto pasó antes, y entonces tenía otro sentido, y la chispa de la gracia está presente, o al menos aún queda su rescoldo. Y sí, puede que las formas resulten un poco anticuadas (eso no es problema, sólo están esperando que llegue su revival), pero no se puede negar que aquí hay alguien contando una historia con ganas y con talento, alguien que tiene algo que decir y que necesita decirlo, alguien que cree en lo que hace, y que escribe con desparpajo y gracia, con su propia voz, y te obliga a leer hasta el final. Se percibe la emoción del descubrimiento, el nerviosismo del que está haciendo algo nuevo. En Enigma está presente la excitación de estar abriendo camino, igual que en Greek Street se percibe el cansancio de estar repitiendo mecánicamente la fórmula agotada hace mucho, predecible hasta el detalle con un fatalismo propio de tragedia griega.

¿Qué te queda cuando ya has gastado todas tus historias y todos tus personajes? ¿Cuando ya has escrito todas tus mejores páginas y, sin embargo, sigues teniendo que ganarte la vida escribiendo? Supongo que imitarte a ti mismo haciendo como que imitas una serie de televisión. Lo que llamamos el vértigo del vacío.

martes, 1 de febrero de 2011

ES DURO SER HUMORISTA

Y también es duro intentar seguir la actualidad con un blog si tienes otras cosas que hacer, como es mi caso. Por eso no suelo hacerlo, pero hoy voy a hacer una excepción, aunque mi concepto de «actualidad» es al concepto de actualidad de internet como un triciclo a un bólido. Pero no quería dejar pasar en silencio el despido de Mauro Entrialgo de Público, donde ha terminado precipitadamente su serie Plétora de piñatas. Y no, no voy a meterme en las polémicas de que si el final ha sido feo o no porque no le han dejado publicar las últimas tiras como él quería y todo eso. Internet es una inmensa máquina de generar mierda y de repartirla a gran velocidad, y empezamos a acostumbrarnos a que todos los días tenga que haber alguna «polémica» tipo el Holocausto Vigalondo para mantener entretenido al personal. Sí, el final que ha dado la dirección de Público a Plétora de piñatas ha sido torpe, precipitado y feo, eso está claro, pero en última instancia eso es lo de menos, lo más importante es que se ha terminado. Estoy seguro de que Mauro -que ha estado tan irreprochablemente profesional en todo el asunto, como él suele- piensa algo parecido. Para un profesional de verdad, perder un trabajo así es un palo gordo, aunque no tengo la menor duda de que Mauro sabrá sobreponerse mejor que muchos. Su capacidad de inventiva y su habilidad para moverse en el mercado son legendarias. He aquí a un artista con la cabeza de un empresario, un digno heredero de Will Eisner. Un tío listo.

Pero un artista, sobre todo, y eso es algo que solemos olvidar con mucha frecuencia aquí. No sólo que Mauro ya no es el chaval gamberrete del Herminio Bolaextra (dicho sea sin ninguna intención peyorativa, al fin y al cabo, fue con esa serie con la que me hice fan suyo), sino que es uno de nuestros grandes autores. O Grandes Autores, a ver si así se entiende mejor. Cierto que, para mi gusto, en los últimos años se ha dejado llevar en demasía por su vena de abuelete cascarrabias (¿qué es esa obsesión por poner a prueba todos los servicios técnicos y ofertas del mundo?), pero incluso en su peor día, Mauro es un regalo para el cómic español, que habría sido mucho más pobre y aburrido sin él durante estos veinte últimos años. Y ahora me siento culpable, porque a fuerza de verle tanto, con tanta frecuencia y tanto tiempo en tantos sitios, me temo que yo, como otros, he empezado a no verle, y en más de un año de Mandorla, apenas he hablado de sus tebeos (me sale una sola entrada en todo este tiempo).

Es curioso, nos llenamos la boca diciendo que nuestros grandes clásicos son la Escuela Bruguera, y no prestamos ninguna atención a nuestros cómics de humor, que son -con diferencia- los mejores que tenemos. Me temo que hoy en día Vázquez, Cifré o Coll no ganarían ningún Premio Nacional del Cómic. De hecho, de los cuatro que se han entregado hasta ahora, ninguno ha ido para una obra de humor. Pero vamos más allá, vamos a repasar -ahora que tengo a mano la papeleta de las votaciones- el listado de obras ganadoras del premio al mejor tebeo nacional en el Salón del Cómic de Barcelona, que ya son casi treinta ediciones, o sea, una buena muestra de cómo ha respirado nuestro mundillo desde los años ochenta hasta ahora.

El total de cómics de humor que han ganado como Mejor Obra en Barcelona son... un momento... a ver... Quotidiania Delirante, de Prado... Perro Nick de Gallardo... Cosecha rosa de José Luis Ágreda (vale, no era exactamente humor, pero no quiero que parezca que intento manipular los datos para favorecer mi argumento; la aceptamos como humor) y... y... y ya está. Dos y medio en 28 ediciones. Incluso nuestro humorista supremo, Manel Fontdevila, tuvo que ganar con un libro recopilatorio, Mantecatos, que es lo más serio que ha hecho nunca. ¡Si hasta incluía historietas sobre la muerte y todo! Ninguna de sus numerosas recopilaciones de la eternamente alabada La Parejita le han servido para competir con cualquiera que fuese la Gran Obra Seria de ese año. (Y no vamos a decir nombres, pero ha habido cada ganador que madre mía, madre mía...).

Dudo mucho que los tiempos estén cambiando. En mi opinión, este año sólo dos tebeos podrían aspirar seriamente al Premio Nacional (ya que estamos hablando de premios), el Arroz pasado de Juanjo Sáez y el Sexo, amor y pistachos de Ramón Boldú. Pero ninguno de los dos lo va a ganar. Es imposible: no sólo son outsiders, dibujan feo y hacen historias reales sobre la vida real con personajes reales, sino que además -y eso los condena definitivamente- hacen HUMOR. Lo siento, chicos. Ahora mismo no se me ocurre quién os va a ganar, pero alguien surgirá, seguro.

Me he ido por los cerros de Úbeda -para contenerme me acabo de abrir la cuenta de twitter-, quería haber sido más conciso, porque sólo venía a decir una cosa: ánimo, Mauro, sé que no te hace falta, pero te deseo lo mejor. Un abrazo.