Lo que me he debido de perder este fin de semana pasado en Barcelona. Algo gordo. Algo grande. No sé si algo bueno. El caso es que en mi vida había recibido tantos mensajes de profesionales del cómic hablando del Salón después de la celebración de éste. Y todos quejándose.
Jamás había visto a tanta gente, si no cabreada, ya directamente harta del Salón.
Ojo, tengamos en cuenta que para un profesional del cómic español, el Salón del Cómic de Barcelona es, ante todo y por encima de todo, una ocasión festiva y de reencuentro con los amigotes, a muchos de los cuales sólo ve de Salón en Salón. Es una oportunidad casi única de
construir comunidad. Un fenómeno que creo que va en aumento durante los últimos años, sin duda gracias a que las redes sociales permiten mantener ese tejido de amistades durante el resto del año, para materializarlo físicamente sólo durante esos tres o cuatro días señalados del año.
Por tanto, la primera reacción de los profesionales a la pregunta «¿Qué tal el Salón este año?» es «Me lo pasé muy bien con la gente», seguido inmediatamente a continuación de un: «Claro que para eso no hacía falta ir al Salón, porque lo que es en sí el Salón... buf...»
Lo que encierra ese «buf» lo expresan
estas imágenes. [De esta galería procede la foto que encabeza el post].
Estoy seguro de que se podría haber hecho otra galería de fotos en la que sólo salieran tebeos. Pero eso no sería ningún mérito reseñable, porque, al fin y al cabo, se trata de un
Salón del Cómic. Al menos de manera nominal. Lo que tiene mosqueados a muchos en la profesión no es ya que el cómic se mezcle con otras cosas, es que a lo largo de los últimos años ha ido cediendo cada vez más espacio, hasta quedar relegado en su propia casa. O lo que debería ser su propia casa. Este año ya hubo signos preocupantes antes de la celebración del evento. En la presentación del Salón sólo estuvo presente el director del mismo, Carles Santamaría, acompañado de representantes de empresas de videojuegos y del festival de música Rock In Río. No había ni un solo representante del mundo del cómic. En los carteles promocionales que colgaban de las farolas de Barcelona, «videojocs» era la palabra privilegiada, mientras que «cómic» era prácticamente omitida. No conozco a ningún profesional que se oponga a la presencia del cine, los videojuegos o la horticultura en el Salón, pero una cosa es la carne con patatas y otra las patatas con carne.
Desde hace unos años, Ficómic ha tomado la clara determinación de lanzarse por este camino: invitar a actores de
Star Wars de tercera fila, vender
conceptos como «los zombis» o «los robots», y, en resumidas cuentas, fortalecer ante la opinión pública la identificación del cómic con una serie de conceptos y usos típicos de la industria del entretenimiento audiovisual: básicamente, la fantasía heroica infantil de grandes franquicias multinacionales. Podríamos decir que es el modelo de la convención de San Diego, o
modelo americano, pero, por supuesto, España no es América. En Estados Unidos, las grandes editoriales de cómic -con Marvel y DC a la cabeza, pero también Image y Dark Horse- tienen fuertes lazos empresariales con las grandes compañías de entretenimiento mediático, y la sinergia entre los cómics de superhéroes, las películas de Hollywood y los videojuegos es una de las razones de ser de la industria. No en vano alguien acuñó hace unos años esa frase que decía que «las editoriales de cómics se habían convertido en el Departamento de I+D de Hollywood». San Diego es una expresión
real y
legítima de la industria y la identidad de la cultura del cómic norteamericano.
Sin embargo, cuando trasladamos eso a Barcelona, tengo que decir que en mi opinión lo que es el cómic español de hoy en día no se representa a través de actores subsecundarios de
Star Wars, videojuegos,
Los Vengadores y tiendas de ramen. Nada de esto tiene que ver con lo que están publicando Sinsentido, Astiberri, Diábolo, EDT, La Cúpula o Caramba, entre otras. Nada de esto tiene que ver con
Mongolia o
El Jueves. Nada de esto tiene que ver con los webcómics y los fanzines. Ocurre que, a lo largo de los últimos años, el cómic español -sus profesionales y sus editores- cada vez se siente menos representado por el Salón del Cómic de Barcelona.
Por supuesto, el Salón del Cómic de Barcelona no tiene por qué representar a nadie más que a sí mismo. Es una entidad privada y monta el Salón (los Salones, éste y el del Manga) con el único objetivo de conseguir un beneficio económico. Si las empresas ajenas al sector ponen dinero en la mesa, se llevan un trozo del pastel cada vez más grande, y si las empresas del sector no apoquinan, van quedando relegadas. Es la lógica capitalista de la expansión y del «cada vez más», la lógica que anuncia año tras año 100.000 visitantes, aunque para cualquiera sea evidente que hay mucho menos público. Este año, 108.000, por cierto. En mi opinión, Ficómic se equivoca siguiendo este camino. En primer lugar, porque al llevar a este extremo la desnaturalización del Salón, lo que acabará consiguiendo es hacer que pierda su identidad y se convierta en una verbena anónima de novedades de ocio corporativo infantil. En segundo lugar, porque apostar por asociar el cómic a ese tipo de contenidos es apostar contra la tendencia del cómic español durante los últimos años. El cómic como entretenimiento masivo fantástico infantil está en declive, y lo está entre otras cosas porque su espacio en la sociedad lo han ocupado aquellos que ahora ocupan su espacio física y literalmente en el recinto del Salón. La vía que le queda por recorrer ahora a nuestro cómic para tener una significación social es la del producto cultural para adultos. Para adultos que no vayan disfrazados de Stormtroopers, quiero decir.
En resumen, pienso que Ficómic devalúa aquello que debería promocionar, que es el cómic. Y también creo que ésta es una estrategia equivocada, también comercialmente y a largo plazo.
Pero, ¿sabéis qué? Que eso no es asunto mío.
Ficómic es una entidad privada, y aunque cuente con subvenciones públicas, hace y monta el Salón como le da la gana y para cubrir los fines que le da la gana. Ellos sabrán qué hacen, por qué lo hacen y con qué objetivo lo hacen. Tendrán sus motivos. Los demás podemos opinar, pero desde fuera, porque
Ficómic no es nuestro.
El Salón del Cómic de Barcelona
no es nuestro.
Y cada año que pasa se preocupan de recordárnoslo un poco más.
Desde 1980, generaciones de profesionales del cómic español han
hecho suyo el Salón del Cómic, lo han acogido en su memoria sentimental y lo han convertido en el gran certamen del cómic nacional, en algo que nos unía a todos. Son treinta años de ritual para toda la profesión, que se dice pronto. El Salón, lo quiera o no, ha adquirido una representatividad singular para la
comunidad del cómic español.
Una representatividad que ahora rechaza activamente. Y tendrá sus motivos.
Pero ésta es la explicación del sentimiento de orfandad que se percibe en tantos comentarios de profesionales del cómic después de esta edición. Si ya no tenemos el Salón, ¿qué tenemos? ¿Qué nos queda? Porque
algo necesitamos. Cualquier sector industrial sano, y más si es cultural, necesita un festival donde exponer sus últimas tendencias, sus mejores obras, sus autores destacados, donde intercambiar ideas e informaciones y lanzar mensajes a la sociedad. Un sitio donde mostrar lo que somos y cómo somos ahora, hoy, donde mostrárselo a todo el mundo, pero también donde mostrárnoslos a nosotros mismos.
Hoy por hoy, el Salón del Cómic de Barcelona no es ese espacio. No puede serlo, cuando muchos dibujantes se sienten intrusos en su recinto, se sienten como el pariente tonto, pobre y sucio al que han dejado entrar en casa por la puerta de atrás, si promete no montar un escándalo.
La
comunidad ya tiene conciencia de esa necesidad, y no es casual que estén surgiendo iniciativas marginales a lo largo de los últimos años que cada vez más aglutinan la buena (buenísima) voluntad de los profesionales fuera de la organización institucional de la feria. Cosas como los
Golden Globos, por ejemplo, son la clara manifestación de una insatisfacción, y de que la gente está dispuesta a organizarse y montarse algo donde se sientan más cómodos. Montarse algo donde puedan hablar de sus tebeos, donde estos sean visibles y sean tratados con dignidad, con respeto y con interés. Otro tipo de salón, un festival donde, por decir algo, a Santiago Valenzuela se le trate como si fuera un Premio Nacional del Cómic.
Y es que no olvidemos que la representación hacia el exterior es sólo una de las funciones de un Salón. Otra, y también muy importante, es la representación hacia el interior. El Salón como reflejo de nosotros mismos, como representación de nuestras inquietudes y nuestros valores. El Salón como estímulo, por el contacto, la admiración y la competencia con nuestros pares, a quienes tratamos y vemos tratar con la dignidad correspondiente. El Salón como representación de nuestros horizontes y expectativas. En ese sentido, a los autores el Salón nos deja deprimidos y hundidos en las dudas y la confusión. Crisis total.
¿Existe, pues, otro modelo de Salón que ahora mismo no tenemos en España y que necesitamos? Antes he hablado del modelo norteamericano de San Diego, pero en Estados Unidos hay otros festivales de carácter muy distinto, más pequeño, más abierto y donde los miembros de la comunidad del cómic establecen un contacto directo entre sí y con el público. Son festivales como el
MoCCA Fest o
SPX, que representan a la industria cultural del cómic americano frente a la industria pesada de San Diego. Quizás sea algo así lo que necesitamos. Porque necesitarlo, lo necesitamos. Incluso desesperadamente. Ahora, sólo falta que seamos capaces de hacerlo.