Uno no se enfrenta a una obra nueva de Daniel Clowes de cualquier manera. Cuando se trata de uno de los tres o cuatro nombres que han dado cara a este movimiento (¡él estaba ahí antes que Ware!), y cuando lleva más de un lustro sin engordar su bibliografía con nada serio, uno se toma la lectura de su nuevo libro -su
primer libro- como si fuera un acontecimiento.
Eso es problemático.
Así que antes que nada, diré que
Wilson (Drawn & Quarterly, 2010)
me ha gustado mucho, y que lo he pasado muy bien leyéndolo. Es un Clowes perfectamente reconocible, que vuelve sobre muchos de los temas y personajes que ya ha manejado en su carrera, pero al que nunca había visto tan vivo, tan ágil y tan gracioso. Creo que con
Wilson es con el único tebeo de Clowes con el que me he reído en voz alta. He leído un par de opiniones en otro sentido, la de
David Muñoz y la de
Álvaro Pons, y debo decir que lo que escriben ambos está en el libro, no se lo voy a discutir. Creo que no es tanto una cuestión de que hayamos leído cosas distintas, sino de que somos lectores distintos, y cada uno encuentra en la obra aquello que buscaba (o no). La descripción que hacen ambos se ajusta a la realidad de lo que he leído yo. La diferencia está en cómo te lo tomas.
Clowes vuelve una vez más a la narración por piezas cortas, que es lo que lleva practicando desde siempre (sólo Como un guante de terciopelo forjado en hierro y David Boring se saldrían de ese esquema), y que es ahora mismo una técnica muy en boga en los grandes novelistas gráficos (véase George Sprott, de Seth). Creo que quien realmente ha abierto este camino es Chris Ware, pero en Wilson, Clowes encuentra la forma de hacerlo suyo y alejarlo del modelo Acme, que era el que había practicado en Ice Haven y The Death-Ray. Con Wilson, Clowes consigue un equilibrio entre la reflexión sobre la forma (la historieta de una página, con título propio) y la continuidad narrativa, lo que hace que la lectura tenga mucho ritmo y consiga sumergir al lector, al mismo tiempo que autoriza al dibujante a poner en práctica técnicas anti-realistas, como es el continuo comentario en voz alta del protagonista. Que es, precisamente, lo que le da tanta vida, tanta gracia y tanta chispa a Wilson. Leído, parece muy sencillo, pero la síntesis que ha encontrado Clowes entre los esquemas narrativos de una Little Lulu y los recursos del relato postmoderno no es ninguna tontería. Y funciona muy bien. Este libro tiene un aspecto menos experimental que los dos últimos Eightball. Aunque en gran medida, es más experimental.
Por supuesto, el estilo de dibujo forma parte de todo de manera indisoluble. Clowes alterna entre dos polos de caricatura: la más realista (cargada de texturas, detalles, volúmenes, sombras y juegos de luces con el color) y la más caricaturesca (limpia, exagerada, simple, plana), y entre medias practica todo un rango de variantes. Dejando de lado uno de los posibles motivos para esta decisión (los dibujantes a veces se aburren dibujando siempre igual, y prefieren variar, así de simples son algunas de las decisiones creativas que se toman en ocasiones), la fluidez del trazo corresponde muy bien a la indefinición del propio Clowes (¿cuál es su estilo de dibujo? Porque a lo largo de su carrera le hemos reconocido en registros muy diferentes, sin que podamos decir que ninguno de ellos sea el canónico), que es el más versátil de los maestros de la novela gráfica (Burns, Ware, Seth, Brown, se modulan mucho menos que él), y también a la indefinición del personaje, que es dramático y a la vez patético. Y tal vez en ese dramatismo patético que impregna toda la obra de Clowes se expliquen las propias dificultades del dibujante para dar con una fórmula gráfica definitiva con la que identificarse. Clowes no es el dibujante realista que también hace caricatura, ni el caricaturista que también se vuelve más realista. Clowes es todo a la vez, y Wilson es exactamente lo que vemos en portada: un extraño aborto, un personaje retratado con una extrañísima caricatura realista que lo convierte casi en un freak de feria, un enano deforme y cabezón. Pero real.
Para el debate que tenemos ahora mismo abierto sobre la novela gráfica, es interesante observar que éste es el libro con el que Clowes por fin ha claudicado. A pesar de ser uno de los inspiradores del movimiento, hasta ahora Clowes se ha resistido tenazmente al término (da un poco de vergüenza autocitarse, pero trato el tema en La novela gráfica, con diversas declaraciones de Clowes al respecto), llegando hasta el extremo de parodiarlo con cosas como «comic-strip novel» (en la portada de la edición americana de Ice Haven; en la española suprimido sumariamente por el editor que busca la «etiqueta comercial»). Sin embargo, en Wilson escribe por vez primera «graphic novel» de su puño y letra, en el texto biográfico, y no sólo lo aplica al libro actual, sino retroactivamente a los anteriores. Lo curioso es que describa Wilson como «su primera novela gráfica original», porque en realidad parece haber hecho todos los esfuerzos posibles para alejarla de esa apariencia y, como decía, darle el aspecto de una recopilación de páginas sueltas. Si para algo sirve de ejemplo perfecto Wilson, es para explicar que una novela gráfica no es una novela. Es, casi, una anti-novela.
La experiencia de lectura de Wilson es completamente distinta a la de una novela. Hay otro tipo de novelas gráficas, como el Berlín de Jason Lutes, donde está claro que lo que se busca es una suerte de remedo de una forma de narrar propia de la novela y del cine. En Wilson, sin embargo, se bucea en la propia historia del cómic para encontrar la manera de presentar una narración adulta con características propias. Y ahí está el gran campo de batalla de la novela gráfica para los próximos años, y el gran tema de debate que tal vez habría que discutir (o investigar). Cuando pasé el tribunal del DEA donde presenté La novela gráfica como trabajo de segundo año de doctorado, Fernando Castro, uno de los miembros del tribunal, me dijo -con la perspicacia que a veces tienen los que nos observan desde fuera, sin las orejeras del mundillo- que el tema clave del estudio era, tal vez, la ansiedad por la densidad. Creo que, efectivamente, es uno de los grandes problemas a los que se enfrenta el cómic en nuestros días, y creo que se manifiesta de forma muy evidente en la obra de Clowes. Wilson es una gran lectura, pero es una hora de lectura, como mucho. Cuesta pensar en ello como una «obra maestra» cuando tiene la ligereza de una comedia indie de las que hay una docena al año (digamos, Art School Confidential, la película, por ejemplo). Y cuando decimos que los cómics no son caros en relación con otros libros, con comparaciones materiales tipo «250 páginas a color por 20 euros es más barato que cualquier novela de 300 páginas en blanco y negro que cuesta 30 euros», olvidamos que el comprador no está pagando por página, sino por minuto de lectura, y que una novela de 150 páginas que cuesta 10 euros supone a menudo una experiencia de lectura mucho más intensa que una novela gráfica de 350 páginas. Y Wilson, por si alguien lo dudaba, no compite por el público de JLA o Los Vengadores, sino por el público de Todd Solondz y Haruki Murakami.
La cuestión entonces es: ¿la novela gráfica va a reclamar su propio territorio siendo más parecida a la novela y compitiendo con ella (y con el cine) cuerpo a cuerpo? ¿O la novela gráfica va a buscar su propio territorio, incomparable, partiendo de la tradición específica del cómic e inventando un arte completamente nuevo que leeremos como algo distinto?
Daniel Clowes, de momento, parece que se apunta a la anti-novela con su primera novela gráfica.