1.
Contra el horror
El apartado octavo del «manifiesto de la
novela gráfica» de Eddie Campbell reza: «El tema del novelista gráfico es toda
la existencia, incluyendo su propia vida. Desdeña la “ficción de género” y
todos sus feos tópicos, aunque intenta mantener una mente abierta. Es
especialmente adverso a la idea, todavía dominante en muchos sitios, y no sin
motivo, de que el cómic es un subgénero de la ciencia ficción o la fantasía
heroica».
Si entendemos, como así debemos hacerlo,
que Campbell no está tanto dictando una doctrina a seguir como describiendo un
fenómeno que ha observado -aunque lo exprese en forma de «manifiesto»-, podemos
imaginar que el horror -uno de esos géneros
llenos de feos tópicos que en gran medida deriva de la fantasía, heroica o
no, y que ha dominado durante décadas la producción de cómics internacional- no
tiene lugar en el panorama del cómic adulto contemporáneo, ése que cada vez más
vamos reconociendo bajo el término novela gráfica.
La actitud de rebeldía abierta frente al
género ha caracterizado el movimiento del cómic de vanguardia al menos desde
que Art Spiegelman levantara uno de sus cimientos con la revista Raw a principios de los ochenta. El
rechazo a la tradición comercial era deliberado, casi necesario para encontrar
una voz propia frente a un medio atado por las cadenas de largas décadas de
servidumbre al público infantil y adolescente. Sin embargo, el comix
underground, que en los 60 y 70 había iniciado el camino de lo que hoy identificamos
como cómic de autor, sí tuvo en el terror uno de sus temas recurrentes. No es
de extrañar, pues los Spain Rodríguez, Skip Williamson, Greg Irons, S. Clay
Wilson, Rory Hayes, Richard Corben y demás habían encontrado en EC Comics uno
de sus modelos más evidentes.
Two-Fisted Zombies (1973), Rick Veitch
Tales from the Fridge #1 (1973)
Tales from the Crypt #42 (1954)
Para los artistas underground, EC[1] significaba una constelación
de dibujantes de estilos muy distintos que habían sido capaces de trabajar
juntos sin perder su propia personalidad, para así crear un proyecto común de
cómic innovador, casi adulto y con ciertas dosis de crítica social y, además,
era un símbolo del aplastamiento de la cultura popular y juvenil («nuestra
cultura») por parte del sistema represor y conservador, ya que EC había sido
una de las principales perjudicadas por la implantación del Comics Code[2], el código de autocensura
con el que la industria del tebeo había respondido en 1954 a las
investigaciones del Senado sobre la relación entre la delincuencia juvenil y
los comic books. Por tanto, en la reivindicación de EC había también algo de
venganza[3].
Dado que las colecciones más
significativas de EC habían sido las de terror -Tales from the Crypt, The Vault of Horror y The Haunt of Fear-, no es de extrañar que los jóvenes dibujantes
del underground siguieran los pasos de los Jack Davis y Graham Ingels,
adentrándose en un género que llevaron un paso más allá de sus maestros, al
tratarlo con la libertad absoluta que daba el no estar sometidos a ningún tipo
de censura, ni institucionalizada ni propia -los comix estaban dirigidos, o al menos
ésa era su intención, a un público adulto-.
Rory Hayes (1949-1983), a quien Bill
Griffith llamó «un Henri Rousseau moderno con plumilla y predilección por los
cómics de horror EC»[4], y que era demasiado joven
para haber vivido la edad de oro de la editorial de Bill Gaines, cuyos títulos
descubrió en librerías de segunda mano, ofrece un ejemplo singular de cómo la
tradición se integró con la novedad. Hayes mezcló en su universo personal
elementos antagónicos: los ositos de peluche y los monstruos necrófagos. En
«The Thing in the Room» (Bogeyman Comics
1, 1969), Pooh Ross, el osito protagonista, se emplea de mayordomo en una vieja
mansión, donde la inquietante dueña le advierte que nunca entre en cierta
habitación. Cuando por fin transgreda el tabú, como era inevitable, será
devorado por su patrona, convertida en monstruo por una aflicción familiar
propia de una dinastía inventada por Poe. La crudeza de la historia no deriva
sólo del estilo naif de Hayes, sino también de la falta absoluta de represión
con la que se sumerge en los motivos estereotipados de los cómics de los años
50.
Por tanto, los numerosos y muy exitosos
tebeos de terror underground añadieron un mayor desenfreno en su entrega al
gore, y combinaron con frecuencia el horror con el porno, que fue otro de los
elementos característicos de este movimiento.
De hecho, la pornografía, junto al horror
y la ciencia-ficción, llegaron a ser tan dominantes en el panorama del primer
underground, que la reacción por parte de algunos de los artistas que representaban
el lado «inteligente» del movimiento no se hizo esperar. En 1973, Bill Griffith
publicó el artículo «A Sour Look at the Comix Scene» («Una mirada amarga a la
escena del comix») en el San Francisco
Phoenix, donde se preguntaba: «¿A qué viene todo este rollo de las TETAS y
los MONSTRUOS y los HOMBRES LOBO?», y dudaba que hubiera algo «underground» (es
decir, «subterráneo») en los cadáveres putrefactos, aparte de enterrarlos[5]. Griffith no arremetía
contra el legado de EC Comics sin más, sino que criticaba el abuso del mismo y
su imitación indiscriminada por parte de muchos dibujantes underground, que
habían recurrido a la reproducción de clichés de género perpetuados por el
cómic comercial en lugar de abrir verdaderamente nuevas vías formales y temáticas.
«Breakdowns» (2008), Art Spiegelman
No es de extrañar que Art Spiegelman, que
había vivido todo aquello de primera mano, y que había manifestado siempre
posiciones muy próximas a las de Griffith -juntos dirigieron Arcade en 1975, la revista que supuso el
canto del cisne del underground-, tuviera en mente los peligros de la réplica
transparente de la tradición comercial cuando se planteó junto a Françoise
Mouly la aventura de Raw en 1980. La
nueva revista neoyorquina tenía que mirar hacia el futuro y eso significaba, en
primer lugar, y aprovechando su lejanía geográfica respecto a San Francisco,
cortar lazos con los veteranos del underground, y, en segundo lugar, rechazar
frontalmente las incursiones en los géneros que siempre habían encuadrado al
cómic tradicional. Es lo que Spiegelman llamaría sus «antipatías»:
«No sentimos predisposición hacia la
ciencia ficción y la fantasía, probablemente porque ahí es donde se ha
producido la mayor parte del trabajo en el pasado reciente. Cualquiera que haya
querido hacer los llamados “cómics adultos” se ha movido en la dirección del
tipo de cosas que podrías encontrar en Heavy
Metal o Epic. Lo que consigues
así es conservar todo el lastre que se asocia con los cómics de niños y
trasladarlo a la adolescencia. Nos interesa ir más allá de eso. Dudo que un
superhéroe llegue a aparecer en nuestra revista. Hay otros sitios para que
aparezca; sin embargo, no hay otro sitio donde pueda aparecer lo que hacemos
nosotros»[6].
A pesar de esta declaración de
intenciones, no es difícil encontrar las huellas del horror en algunos de los
padres del cómic alternativo que empezaría a desarrollarse en la primera mitad
de los ochenta. Fuese por la vía del conocimiento directo de los cómics EC y
otros tebeos pre-Code, fuese a través de su actualización en el comix underground,
muchos de los autores del cómic nuevo
incorporarían en sus viñetas una corriente de terror viejo. Mencionaremos tres casos significativos: Charles Burns, Gary
Panter y Jaime Hernandez.
Burns es quien tiende de forma más
directa un puente entre los comic books clásicos y la modernidad, aunque añade
un conocimiento de la tradición francobelga, especialmente de Tintín, y de las últimas tendencias del
cómic europeo, que adquiere de primera mano durante su estancia en Italia[7]. Burns bucea en los comic
books de terror y romance de los 50 para extraer imágenes que trata con una
sensibilidad pop, utilizándolas por su valor cultural más que representativo, y
en eso coincide con Panter, con quien forma una extraña pareja de «gemelos
opuestos». Panter también saquea la cultura popular para alimentar sus páginas,
pero en su caso la tensión surge del tratamiento intensamente gestual y
nervioso que da a esos motivos, mientras que en el de Burns surge de la
aparente apropiación total de la estética estereotipada.
El horror de Burns, aunque distanciado,
irónico y codificado, contiene elementos profundamente arraigados en la
tradición clásica del género. Dos de los más importantes son el tratamiento de
la figura del freak y la obsesión por
lo biológico. Si aceptamos, como propone Jack Morgan, que en el romanticismo
oscuro, y en la literatura macabra en general, la imaginación biomórfica es una
corriente decisiva, «y en un grado y profundidad que a menudo excede el nivel
consciente y temático»[8], podemos ver con facilidad
el hilo que une al Burns posmoderno con la tradición gótica, y que le ha guiado
en su exploración constante de un tema que va refinando desde Dog Boy y otros
personajes de los ochenta hasta su formulación definitiva en Agujero negro, su obra maestra, donde
trata la sexualidad adolescente como una plaga y convierte así a la
adolescencia -una condición biológica natural y transitoria- en marginalidad
-una exclusión social traumática e irresoluble-.
La obra quintaesencial de Burns durante
este periodo es Burn Again, que reúne
todos sus temas recurrentes. Su protagonista, Bliss Blister, pasó su infancia
como niño divino con poderes curativos que explotaba su padre, un charlatán al
estilo del Elmer Gantry[9] de Burt Lancaster. Es, por
tanto, un auténtico freak de cariz
trascendental, en el que se une la deformación de la carne -el estigma que
supone una quemadura en su pecho con la forma de Cristo, la marca que le
diviniza- a la singularidad espiritual. Ya adulto y emancipado de su padre, sus
ansiedades sexuales le convierten en el juguete de Lana, una mujer que
reproducirá en él el ciclo de explotación que había sufrido en la infancia, y
que posteriormente se aliará incluso con su padre, reaparecido para volver a
aprovecharse de su hijo cuando este adquiere una nueva notoriedad. Pero Bliss
es algo más que un timador, es un verdadero creyente que se dedica a construir
un gigantesco trono para Dios, una entidad alienígena con la que mantiene un
contacto privado y de la que espera su llegada en el fin de los días.
Jimbo (1988), Gary Panter
Invasión de los Elvis zombies (1984), Gary Panter
Este milenarismo es típico de obras
previas al año 2000, y forma parte del ambiente que impregna muchas de las
páginas de Gary Panter, cuyo escenario predilecto es un Dal Tokyo terminal, y
que saluda el inminente Apocalipsis de forma más directa en obras como Purgatory (2004). Hay algo bíblico en el
horror de Panter, que recoge el temor al holocausto nuclear propio de los 80 y
lo traslada al horizonte desolado de la sociedad postmoderna devastadoramente
consumista, condenada a deambular por «no lugares» que ya son sólo vertederos
de plástico. Panter trabaja con desechos, y eso es evidente también en el
amasijo que crea a partir de los restos del horror clásico y el rock ‘n’ roll
de los 50 en una de sus escasas obras publicadas en España, Invasión de los Elvis Zombies (Raw Books
and Graphics/Arrebato Editorial, 1984), una pesadilla doméstica de la cultura
pop.
Burns y Panter fueron dos de los nombres
más representativos de Raw. Distinta
es la problemática de Jaime Hernandez, que abrió otra de las vías principales
del alternativo, junto a sus hermanos Gilbert y Mario, y cuya aproximación al
terror clásico es más ortodoxa. Hernandez rápidamente reelabora los códigos del
género con los que había coqueteado en sus primeras páginas publicadas (los
superhéroes y la ciencia-ficción en el inicio de Love and Rockets, y también en su participación como dibujante al
servicio de los guiones de Dean Motter en Mister
X) para definir una retórica propia que delimitará uno de los terrenos más
fértiles de la novela gráfica contemporánea, entre el costumbrismo sentimental
y la novela-río. Sin embargo, en ocasiones se permite una indulgencia y acude a
sus amplias fuentes como lector para ensayar un ejercicio de estilo, y eso ha
propiciado que practique un par de incursiones en los códigos del terror de
cariz muy distinto a las de Burns y Panter.
En «Moscas en el techo» (1989), Hernandez
relata la crisis nerviosa de Izzy, que viaja a México para olvidar su divorcio
y su aborto, perseguida por su sentimiento cristiano de culpa, y allí ve al diablo.
Esta experiencia limítrofe la convertirá posteriormente en una «bruja» que
introduce el mundo de lo demoníaco y lo oculto en el universo de Locas. Sin embargo, al contrario que en
los casos de Burns y Panter, Jaime no usa el horror como tópico pop, sino de
forma clásica, para crear un ambiente ilusionista que transmita la amargura de
la experiencia traumática que está sufriendo la protagonista. Por el contrario,
en «Chiller!» (Penny Century 2,
1998), nos anuncia desde el diseño de la primera viñeta y el rótulo del título
que va a ensayar un «homenaje» a las clásicas historias de suspense de EC.
Maggie viaja de noche por una carretera solitaria y su propia imaginación
-expresada a través de un comentario continuo en segunda persona, al estilo de
la voz narrativa que sustentaba las historias de Shock SuspenStories- le provoca una tensión cada vez más
insoportable. La maestría y el dominio del lenguaje de Jaime Hernandez son de
tal calibre que finalmente el juego acaba provocando la tensión que en principio
era objeto de burla, pero la naturaleza de esta historieta la sitúa en un plano
muy distinto -distanciado e irónico- al plano en el que se sitúa «Moscas en el
techo». Como veremos, ésta entronca con el verdadero tema del horror en el
cómic contemporáneo, mientras que «Chiller!» no deja de ser una aplicación del
reciclaje del archivo tradicional en un contexto actual. Aunque hemos hablado
de «ejercicios de estilo», no se trata de caprichos estériles. El dominio de
estos códigos permite a Jaime integrarlos sin asperezas en su universo
narrativo habitual, y así es como dota de un tono espectral a Ghost of Hoppers (2005).
Chiller! (1998), Jaime Hernandez
Ghost of Hoppers (2002), Jaime Hernandez
Tanto en Burns, como en Panter y
Hernandez, y en general en todo el cómic alternativo, descubrimos que la figura
central es una de las figuras clave del horror moderno, casi diríamos que uno
de sus personajes fundacionales: el freak.
El freak es el hombre-espectáculo
representado por el Bliss Blister de Burn
Again, colindante con el monstruo de feria en su exhibicionismo; es también
el Jimbo de Panter, embarcado en un perpetuo extravío por los escombros de
planicies hostiles y solitarias; y también es en gran medida la Maggie de Locas, lectora compulsiva de cómics y
experta en el varonil oficio de arreglar motores, perpetuamente deseada, antifemenina
y desubicada, que alcanza la edad adulta sin alcanzar jamás la madurez. El
freak es también el gran héroe de Daniel Clowes, de Peter Bagge, de Chris Ware,
de Chester Brown y de Seth, es el verdadero protagonista del cómic
contemporáneo, que lo saca de los márgenes donde se ha cultivado, a la sombra,
y lo sitúa en el centro del relato, desplazando al (super)héroe tradicional. Si
hay algo que caracteriza al cómic contemporáneo es el triunfo del freak, ahora
convertido en el friki.
El freak está presente tanto en el origen
del cómic de autor contemporáneo como en el del género de horror para el
consumo de masas en el siglo XX.
En el primer caso, es el protagonista por
excelencia del comix underground, ejemplificado por el autorretrato neurótico
que practica Robert Crumb y ampliado por el sosias obsesivo que describe Justin
Green en su Binky Brown. La consagración del freak no sólo como síntoma de una
época, sino como héroe de culto y extravagante modelo de éxito se encuentra,
por supuesto, en los Freak Brothers de Gilbert Shelton. «Todo, incluso aquello
que nos atemorizaba, termina por ser grotesco,
es decir, ornamental»[10]. La descendencia de los
Freak Brothers se reconoce en el Buddy Bradley de Bagge, en el Makoki de
Mediavilla y Gallardo, en el RanXerox de Tamburini y Liberatore, en el
Resentido de Juaco Vizuete.
En el segundo caso, el freak será el
motivo de una de las películas fundacionales del horror contemporáneo, tal vez
la más decisiva para entender toda la historia del espanto y la abyección en la
imaginación popular del siglo XX: Freaks
(La parada de los monstruos) (1932)[11],
de Tod Browning, la feria donde se exhibe lo que disfrazan Drácula, Frankenstein y otras imágenes sublimadas de esa
monstruosidad demasiado insoportable y plausible. Estamos hablando, por
supuesto, de un horror-fascinación por la deformidad que tiene una raíz
biológica, como dijimos antes, en un sentimiento narcisista y a la vez de
aborrecimiento hacia nuestro propio cuerpo. Es algo primordial que surge de la
confrontación entre nuestra conciencia, nuestro intelecto, y nuestra
materialidad. Un horror íntimo, podríamos decir que el más íntimo que se
conoce, ya que surge de nosotros mismos, y que se relaciona por tanto con
aquello que Freud describió como lo
siniestro, lo Unheimlich, es
decir: «aquella suerte de espantoso que afecta a las cosas conocidas y
familiares desde tiempo atrás»[12]. Es, también, el espanto
ante lo abyecto, que domina nuestra mentalidad, pasmada ante el conjunto de
grasas, cartílagos y bilis que compone nuestra misma existencia, el «resto
corporal» sobre el que descansa nuestra vida. Los freaks son, básicamente, cuerpos sin vida, cadáveres velados que
se manifestarán estetizados en los muertos vivientes que serán Drácula y
Frankenstein.
«Lo que modifica sin solución posible el
fundamento de la identidad hasta corroerla y desmembrarla como sistema, lo que
nos abre la unidad del ser a la multiplicidad, lo que desgarra nuestros bordes,
y por lo tanto, lo que sería el máximo de abyección, es, sin duda, el cadáver.
El cadáver, cuerpo caído, como punto culminante de la abyección. Es lo abyecto
ontológico, en tanto que heterogeneidad absoluta, invasión sin remisión de
nuestras fronteras por una extranjería que nos disuelve, que acaba literalmente
con nosotros»[13].
Entre el freak como aberración física y
el friki como aberración social hay un trayecto que supone el desplazamiento de
la anormalidad corporal a la anormalidad psicológica. Ese paso se da en Psicosis (1960)[14],
de Alfred Hitchcock, que anuncia la modernidad en su descubrimiento del horror
dentro de nosotros mismos[15]. Al introducir la
psicopatía como tema de la ficción popular moderna, Psicosis se revela como verdaderamente monstruosa, no por la
brutalidad gráfica de la escena del asesinato de Janet Leigh, sino por el
ensimismamiento final de Anthony Perkins, que representa el paso a primer plano
de la vida interior. Esa frontera será rebasada en la década de los 60 en todos
los ámbitos, y en el cómic comercial americano se ofrece uno de los ejemplos
más evidentes con la revolución que practica Marvel en el nuevo modelo de los
superhéroes, donde la vida interior cobrará un peso que nunca había tenido, y
se reconocerá por fin el tema implícito de la esquizofrenia de los héroes con
doble identidad. En cierta manera, Spiderman, Iron Man y Hulk son también
freaks -en contraposición a la integridad de los héroes clásicos de DC, como
Superman y Batman- que anuncian con su colorido infantil a los personajes
oscuros de Crumb, Shelton, Wilson y demás que llegarán en la segunda mitad de
la década. También en estos superhéroes está muy presente el tema del enemigo
interior que, como veremos más adelante, es otra de las cuestiones sobre las
que se articularán los miedos de ficción en la segunda mitad del siglo.
Toda la estética freak que deriva de Freaks y de Psicosis confluye en el artista que marcará más profundamente el
imaginario alternativo en las últimas décadas: David Lynch. En Eraserhead (Cabeza borradora)[16] (1977) describe una
retórica del friki que todavía no ha perdido vigencia: el personaje alucinado,
frustrado socialmente y presa de angustias sexuales que abraza su propio
reflejo de cucaracha kafkiana en el espejo. Y en El hombre elefante[17] (1980) declara la
genealogía de ese friki en sus raíces freaks, que remonta hasta Browning y aún
más atrás, a la época victoriana, y la fascinación perversa por los prodigios
de la naturaleza antes de la espectacularización de la imagen multiplicada
mecánicamente, cuando la carne todavía era carne, y no meramente signo.
Como un guante de terciopelo forjado en hierro (1989-92), Daniel Clowes
Las manifestaciones de este culto a lo
excéntrico se pueden rastrear con facilidad en muchos de los nombres
principales del cómic contemporáneo, un movimiento singular porque, en virtud
de su propia definición de alternativo a una corriente principal comercial e
infantilizada, se ha canonizado en torno a la marginalidad. Así, Daniel Clowes
dio su primer golpe maestro con una odisea perturbadoramente lynchiana protagonizada por un friki en
busca del vellocino de oro de una película pornográfica: Como un guante de terciopelo forjado en hierro (1989-92). Dice Paul
Virilio que «cuando la estatuaria griega representa al durmiente en estado de
erección es porque, de hecho, está soñando»[18],
y eso explicaría la erección continua que es el paseo onírico de Como un guante de terciopelo forjado en
hierro. Lo que no explicaría es el otro lado de ese viaje, porque una
erección perpetua es, en realidad, algo horrible, como lo es la atmósfera que
se respira en esta obra. Para explicar ese componente aborrecible tendremos que
esperar a más adelante.
David Boring (1998-99), Daniel Clowes
Pero, sin duda, es David Boring (1998-1999) la obra de Clowes donde los elementos del
horror están más presentes. Sobre David
Boring pesa una atmósfera malsana que parece prolongar el mundo ambiguo y
espeluznante de Como un guante de
terciopelo forjado en hierro. En ocasiones, esa vena horrible domina las
viñetas, como cuando el protagonista, afectado por los analgésicos, descubre
que «lo que había pensado que era una comedia romántica es en realidad una
historia de horror, completa con efectos góticos e iluminación tétrica», y
finalmente cuando llega a un descubrimiento clásico en la tradición del género:
«¿Soy el monstruo de mi propia historia de horror?» El horror apocalíptico se
revela en el episodio ambientado en Hulligan’s Wharf. Como consecuencia de un
ataque terrorista inexplicado (pero que parece un macabro presagio del 11-S),
los protagonistas de la historia se encuentran recluidos en un islote,
reviviendo el mito de El ángel
exterminador (1962)[19] de Buñuel, o tal vez la
tensa espera del fin del mundo que se contaba en La hora final (1959)[20], una película de Stanley
Kramer donde un grupo de personas esperan en las costas australianas la llegada
de la nube tóxica que ha acabado con el resto de la humanidad.
En realidad, durante todo el tiempo que
los personajes permanecen incomunicados en Hulligan’s Wharf, se plantea la duda
de lo que está pasando realmente en
el mundo, ya que su único contacto con el exterior es lo que les cuenta el tío
August, que nunca puede ser corroborado. El problema de la narración, la duda
sobre la veracidad del relato, es uno de los temas principales en David Boring, lo que hace que ese
ambiente malsano no sea tanto onírico, como en Como un guante de terciopelo forjado en hierro, como simplemente
irreal. Se desconfía de los sentidos y del mundo fenomenológico, y sólo los
sentimientos -lo interior- parece real. Nos preguntamos: ¿son reales los
acontecimientos que se desarrollan en David
Boring, o sucede todo únicamente en la cabeza de Clowes? La respuesta a
esto debería ser, obviamente, que todo es producto únicamente de la imaginación
de Clowes. Sólo eso sería una respuesta estrictamente
realista.
Ken Parille ha llamado la atención sobre
la densidad referencial de David Boring,
y ha revelado cómo está surcado de duplicidades y relaciones casi
imperceptibles, que en ocasiones desbordan incluso el plano meramente
diegético.
«Clowes se imagina a sí mismo como el
padre literario de David mezclando hechos de su propia vida con la biografía
del padre de David[21]. David nos cuenta que su
padre “empezó en 1961 (?) e hizo un puñado de trabajos para un pequeño editor
de Connecticut: una cosa de detectives, algo de humor, una serie de
adolescentes”. Estos hechos se extraen de la biografía de Clowes: “empezó” en
1961 (nació el 14 de abril de ese año); su primer título, Lloyd Llewellyn, es “una cosa de detectives”; los primeros Eightball son en gran medida “algo de
humor”; y Ghost World es “una serie
de adolescentes”. Clowes atrae nuestra atención sobre una referencia a su
cumpleaños en David Boring a través
del texto “biográfico” en la sobrecubierta de la segunda edición en tapa dura.
Después de mencionar su fecha de nacimiento, Clowes escribe “ver página 17”,
una página donde David habla de sucesos que tuvieron lugar “el 11 de abril” y
de la “oscura festividad religiosa” que tiene lugar “tres días después”: el 14
de abril, ¿los personajes celebran el nacimiento de su creador?”[22]
David Boring, Daniel Clowes
Burn Again, Charles Burns
Tú me has matado, David Sánchez
La oreja rota, Hergé
Hay, de hecho, un sentimiento de horror
metafísico y milenarista muy presente en David
Boring, que se manifiesta de forma explícita en el momento en que aparece
Dios (o una representación de Dios) en la historia, casi al final. Esta
aparición de Dios asociado a un sentimiento de terror no es, aunque pudiera
parecerlo, algo insólito en el cómic contemporáneo. Lo hemos visto en Burn Again, donde también aparecía
asociado al Apocalipsis, y aparece también en Tú me has matado (2010), de David Sánchez, donde parece que hubiera
un eco de la proyección divina en el autor, aunque en este caso sea en una
segunda instancia. Si en David Boring
se ve la sombra de Clowes detrás de Dios, en Tú me has matado ese Dios es Hergé, una clara influencia sobre
Sánchez, que pone las palabras de uno de sus personajes (un loro de La oreja rota) en la boca de la
divinidad suprema. Es como si el creador, contemplando su primer trabajo,
decidiera ofrecérselo como tributo a su propio Dios creativo. Como señala Tim
O’Neill, «la sensación de que el Gobernante se manifiesta en secreto y de forma
invisible sugiere de forma natural un aura de conspiración definitiva con
ramificaciones metafísicas, que van desde los planos más profundamente físicos
hasta los más sutilmente etéreos». Y el conspiracionismo, tanto en su vertiente
política como espiritual (que a menudo se confunden), alcanzó efectivamente su
apogeo en torno al fin de siglo, como era de esperar, aunque perdió algo de
terreno en el imaginario colectivo post-11-S. Sin embargo, lo que provoca estas
apariciones divinas dibujadas desde el más descarado escepticismo religioso
tiene menos que ver con el milenarismo y las sectas -que funcionan tan sólo
como tramoya- que con una sensación de malestar existencial, el mismo que se
percibe en obras recientes que cuestionan el tejido de lo real, como El experimento (2009), de Juaco Vizuete,
y que manifiestan abiertamente su condición de simulacro. Una tendencia que fue
consagrada, justo en el cambio de siglo, y como indicando el relevo en la
producción de ficción inquietante, por Matrix (1999)[23],
que vendría a sintetizar todas las angustias sobre la pérdida de fe en los
relatos propiciada por la postmodernidad. La raíz de ese malestar está en el
descubrimiento de que la realidad es una ficción, y eso lo sabemos porque la
realidad tiene fisuras.
«El mundo de Óscar», Martí
Doctor Vértigo, Martí
Taxista, Martí
Calvario Hills, Martí
De otra manera, cualitativamente distinta
pero igual de intensa, esa percepción de que la realidad tiene fisuras está
también presente en las páginas de Martí, que es otro de los afectados por Eraserhead (véase «El mundo de Óscar»,
en Monstruos modernos, 1988). Martí
también plantea el tema del enemigo interior, y lo hace en el campo de batalla
de lo psicológico, como en su obra maestra Doctor
Vértigo (1988-89), que se adelanta en muchos aspectos a recursos formales
que están siendo reconocidos ahora por la vanguardia internacional, donde nos
narra la batalla por el alma de un ama de casa. Los personajes predilectos de
Martí son siempre miembros anónimos de la sociedad, porque en realidad Martí
traslada la tragedia de la batalla interior al escenario de lo social. En Taxista (1984)[24],
donde utiliza las mismas técnicas de apropiación que Charles Burns,
vampirizando la retórica de Chester Gould, el creador de Dick Tracy, describe la sociedad como un organismo enfermo. Los
males vienen del interior mismo, de los gusanos que devoran el cadáver de lo
cívico. Podríamos decir que hay una puesta en escena de lo abyecto social, que
continúa hasta sus obras más recientes (Calvario
Hills, 2007), donde parece que quisiera pintar el retrato de la decadencia
romana en el imperio americano. El gran miedo a la desintegración social, sin
embargo, queda desfasado en los 2000. Era un miedo que había ido acumulando
masa crítica en la ficción de finales de los 80, en novelas como La hoguera de las vanidades (1987) de
Tom Wolfe, y en películas como Grand
Canyon (1991), de Lawrence Kasdan, hasta que, como si todas las tensiones
internas hubieran sido invocadas por el hechizo de la literatura, se hicieron
realidad en los disturbios de Los Angeles de 1992, provocados por el
apaleamiento de Rodney King a manos de la policía.
Este «miedo al vecino» fue sustituido por
el «miedo al otro» con el 11-S, que cohesionó a la sociedad frente al enemigo
exterior, el «otro bárbaro» de las sociedades tradicionales, asediadas desde
fuera de las fronteras. De pronto, el horror volvía a ser un monstruo llegado
desde costas lejanas, un monstruo gigante y voraz que derriba edificios y al
que grabamos con nuestra cámara de vídeo mientras intentamos ayudar a nuestros
vecinos, como en Monstruoso[25].
Porque, por encima de nuestras diferencias y de nuestras neurosis privadas, todos
nos cobijamos alrededor de nuestra bandera cuando nos sentimos amenazados.
2.
Frankenstein visto de espaldas
Hemos sostenido hasta ahora que el cómic
contemporáneo no ha practicado el horror a la manera tradicional, aunque sí
haya asumido algunas de sus corrientes ocultas en su discurso, reelaborándolas
bajo nuevos códigos. Sin embargo, esto se ha debido más a un rechazo a la
historia del medio que a las limitaciones inherentes al género. Pero, como
Julia Kristeva apunta, «lejos de ser una actividad marginal y menor en nuestra
cultura, como el consenso general parece admitir, este tipo de literatura [la
macabra], o incluso la literatura como tal, representa la codificación
definitiva de nuestras crisis, de nuestros apocalipsis más serios e íntimos»[26]. ¿No es posible, entonces,
encontrar algún caso donde un novelista gráfico reconocido se enfrente
directamente a las instancias más reconocibles del género y las utilice desde
la conciencia de autor? ¿Un ejemplo de un tratamiento contemporáneo de un tema
clásico? Por supuesto que sí.
Está el Frankenstein de Daniel Clowes.
Frankenstein, de Mary Shelley, portada de Daniel Clowes
En 2007, Daniel Clowes realizó las
cubiertas de Frankenstein (1818) de
Mary Shelley para la colección Classics Deluxe de Penguin, en la que muchos
otros historietistas actuales han ilustrado la portada de textos clásicos de la
literatura.
En el caso de Clowes y Frankenstein, estamos hablando de una
verdadera historieta, compuesta por cuatro piezas (portada, contraportada y
solapas interiores), en todas las cuales utiliza diversas viñetas. Es decir,
queda clara la voluntad de Clowes de hacer cómic, y no ilustración.
Las cuatro historietas que componen este
peculiar políptico son muy distintas y merecen que las observemos con cierto
detenimiento.
La portada recoge una escena del funeral
de William, el hermano pequeño de Victor Frankenstein, y está diseñada para, en
cierta manera heterodoxa, recordar a las primeras páginas de los comic books de
los años 50. Eso permite insertar el título de la obra, nombre de la autora y
otros rótulos en el espacio de la viñeta de forma natural, sin necesidad de
forzar un híbrido entre ilustración y cómic. La impresión al ver la cubierta
sería la de ver la primera página de un comic book al que han arrancado la
portada. La escena elegida permite a Clowes recoger los elementos más
distintivos del libro, o al menos de cómo la historia de Frankenstein ha llegado a la imaginación popular, en gran medida a
través de vehículos distintos de la novela original: el romanticismo oscuro -la
tormenta, la gota de sudor que subraya la intensidad del gesto de un Victor
Frankenstein arrebatado- y, por supuesto, la figura icónica del monstruo, que
domina la composición con un primer plano que es el dibujo más grande de todos
los que componen la página. El tratamiento elegido podríamos llamarlo
institucional o clasicista: siendo fiel a la propia huella de Clowes -que
siempre ha tenido un rastro de los dibujantes comerciales de los años 50 y 60-,
se asemeja a los clásicos ilustrados o incluso en cierta manera a EC, con su
utilización profusa del texto de apoyo y un grafismo de caricatura realista.
Es, por así decirlo, una portada radical por su compromiso con el lenguaje del
cómic, pero que utiliza éste de forma conservadora para transmitir la
legitimidad de un clásico a través de unos códigos convencionales. Por
contraste, podríamos decir que, por ejemplo, la portada de Gravity’s Rainbow (2006), de Thomas Pynchon, firmada por Frank
Miller, y que tiene una fuerte personalidad plástica donde no se reconoce
ningún rasgo típico del autor de cómics, es más radical en comparación con la
trayectoria como historietista de Miller, pero mucho más conservadora como
portada de un clásico literario.
Frankenstein, Daniel Clowes
Frankenstein, Dick Briefer
La segunda historieta de la serie es la
de la solapa interior de portada, titulada igualmente «Frankenstein», aunque en
este caso no queda claro si se refiere al inventor (Victor) o a la criatura,
conocida popularmente con el apellido del científico. Son los dos quienes
protagonizan la escena, situada en el mar de hielo de Chamonix, y el
tratamiento varía completamente respecto a la portada. Aquí desaparecen los
textos de apoyo para conservar únicamente los diálogos, extraídos directamente
de la novela y por eso mismo pomposos al insertarlos en bocadillos de cómic, lo
cual probablemente sea un efecto buscado por Clowes para darle un sesgo cómico.
El grafismo varía -Clowes siempre ha tenido un registro que le permite modular
su estilo entre lo dramático y lo humorístico sin dejar de ser absolutamente
reconocible- hacia la caricatura más descarada, como siguiendo los pasos del Frankenstein de Dick Briefer[27]. Hay un choque entre lo que
se cuenta y cómo se cuenta que encaja con la visión del cómic de Clowes:
cómica, distanciada, irónica, pero al mismo tiempo sinceramente patética.
La tercera historieta es «Mary Shelley»,
y ocupa la segunda solapa interior. De nuevo Clowes varía el enfoque para
ofrecernos la que parece la pieza más directa del lote. Funcionando, tal vez,
como un original sustituto del típico texto biográfico sobre el autor de la
obra que suele ocupar ese espacio, este cómic remite directamente a la
tradición del cómic alternativo, con sus monigotes cabezones y juveniles que se
convierten en slackers de la
generación X trasplantados al siglo XIX. «¡Sólo tengo 19 años!», se lamenta con
el ceño fruncido Mary Shelley en la cabecera. Clowes recoge la mítica escena
fundacional de Frankenstein: la
reunión en el verano de 1816 de Lord Byron, su médico Polidori, Percy Bysshe
Shelley y Mary Shelley a orillas del lago Ginebra, y su amistosa competición
literaria de la que saldrían parte de un poema de Byron, el relato The Vampyre (1819) de Polidori y el
propio Frankenstein de Mary. En manos
de Clowes, los personajes, faltos de inspiración y carácter, deciden abandonar
el empeño, aunque en la última escena vemos cómo Mary no puede evitar seguir
reconcomiéndose en la cama, incapaz de conciliar el sueño, en una imagen que
nos recuerda a las frustraciones creativas de Random Wilder, el agónico
protagonista de Ice Haven (2001).
La cuarta y última historieta es tal vez
la más significativa para lo que estamos tratando aquí. Se titula «Victor» y
ocupa la contraportada. Si la portada nos dice lo que es el libro, la
contraportada nos dice lo que la portada no nos quiere decir. Ya el título nos
avisa de un acercamiento más íntimo, menos institucional, más postmoderno. Es
el reverso del libro, aquello que queda oculto por el mensaje que enarbola la
obra, lo que resulta después de haberla leído. En la contraportada se concentra
lo abyecto, pues, y tal vez algo que equivalga a lo que Barthes llamaba lo
obtuso, si consideramos que la portada es lo obvio[28].
Que Clowes le conceda un papel privilegiado se puede interpretar como un
homenaje (tal vez inconsciente) a la esencia rebelde del romanticismo. Como en
el famoso El viajero contemplando un mar
de nubes (1818) de Friedrich, uno de los cuadros que representan el
romanticismo con mayor ortodoxia, y que casualmente es del mismo año que Frankenstein, Clowes se permite mirar a
la espalda de la criatura para transmitirnos su mensaje envuelto en el
misterio. ¿Y cuál es el misterio? La escena representada es verdaderamente
desconcertante. No incluye ninguna imagen icónica, ni ha sido consagrada por la
tradición como uno de los momentos memorables del libro (en la adaptación
cinematográfica de James Whale ni siquiera aparece). Es necesario haber leído
la novela para poder situarla. Victor Frankenstein vuelve a casa, acompañado de
su fiel amigo Henry Clerval, temeroso de enfrentarse al monstruo recién nacido
que abandonó cuando salió por última vez de su domicilio. Angustiado, sube los
escalones en solitario, y cuando por fin se encuentra con que la vivienda está
vacía, rompe a reír nerviosamente. En la última viñeta, mientras continúan sus
carcajadas histéricas, Clerval, consternado, le pregunta: «Mi querido Victor,
por amor de Dios, ¿qué sucede?»
El viajero contemplando un mar de nubes (1818), Friedrich
Y ésa es la misma pregunta que se hace el
lector: ¿qué sucede aquí? ¿Qué representa esta escena tan aparentemente
enigmática, que Clowes sin embargo ha elegido para sugerirnos el mensaje que se
oculta al otro lado de la portada?
Evidentemente, no es éste el lugar donde
agotar todas las interpretaciones y adaptaciones a las que ha dado lugar Frankenstein (si es que en algún lugar
se puede llevar a cabo tan inmensa tarea), pero sí tendremos en cuenta el planteamiento
que, a modo de síntesis, ofrece David J. Skal: «Frankenstein es una novela visionaria que dramatiza, entre muchas
otras cosas, la preocupación de una escritora feminista respecto al deseo
científico del hombre por abandonar a las mujeres y encontrar un nuevo método
de procreación en el que no intervenga el principio femenino»[29]. Acudiendo a la convulsa
biografía de Mary Shelley, que a los 19 años había tenido ya un aborto y un
hijo, muchos autores han señalado que subyace en Frankenstein un profundo temor a la maternidad, o tal vez a la
reproducción, en términos tanto biológicos como tecnológicos[30]. Es cierto que lo que
moviliza al monstruo durante el relato es su deseo de conseguir una pareja. Es
decir, el doble quiere un doble. Y el doble es un símbolo de ansiedades que
procesamos en clave macabra, siguiendo a Freud en el ensayo que antes
mencionábamos, Lo siniestro, donde
analizaba el cuento de E. T. A. Hoffman, El
hombre de arena[31], protagonizado por un doppelgänger. Para Elizabeth Kostova,
«el horror del monstruo de Frankenstein no es que sea un extraño, sino que es
el otro de Victor, su doble, su conciencia, y la nuestra»[32].
Si el monstruo es realmente el doble de Frankenstein, ¿cómo podemos interpretar
entonces su comportamiento? Cuando el padre de Victor le anima a casarse con su
prometida de toda la vida, la reacción del científico parece sorprendente:
«Pero, ¡ay!, la idea de una inmediata unión con Elizabeth me producía horror y
espanto»[33]. Un horror y un espanto que
superficialmente están justificados por la angustiosa situación en la que se
encuentra debido a la aparición del monstruo que él mismo ha liberado sobre la
Tierra, pero que tal vez exprese un horror y un espanto más profundo. Morgan
destaca que a pesar de que el horror tienda con frecuencia a la obscenidad más
depravada, «lo impulsa una perspectiva contraria a la fertilidad y
antierótica», y que aunque el romanticismo oscuro se preocupa, como el
romanticismo en general, por lo físico, lo hace por «los aspectos amenazadores
de lo físico»[34]. Por eso, cuando Victor
expulsa de su lado a la criatura y ésta le responde: «Bien. Me voy; pero
recuerda esto: estaré contigo en tu noche de bodas»[35],
tal vez el monstruo esté expresando un deseo inconsciente del propio creador. Y
si es así, ese deseo se hace realidad cuando, en la misma noche de bodas, tal y
como había prometido, asesina a Elizabeth.
Sí, el monstruo es portador del horror
del doble, un doble abyecto, pues es un cadáver puesto en pie, pero con su acto
ha evitado una nueva duplicidad, tal vez más traumática aún para Victor: la
aparición de otro doble, el hijo en el cual culminaría su matrimonio con
Elizabeth.
Esta repulsión ante el hijo tiene una
doble vertiente, la biológica y la psicológica, que podríamos decir que es la
que procede del freak y la que procede del friki. Mitchell amplía la primera
hasta el miedo al clon, una multiplicación que no es sólo de la carne, sino de
la imagen: «El clon significa el potencial para la creación de nuevas imágenes
en nuestro tiempo -nuevas imágenes que completan el antiguo sueño de crear una
‘imagen viviente’, una réplica o una copia que no es simplemente un duplicado
mecánico, sino un simulacro orgánico, biológicamente viable, de un organismo
viviente» [36].
La cita a la multiplicación mecánica de la imagen evoca inevitablemente el
célebre texto de Benjamin «La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica». Decía Benjamin que «hasta a la más perfecta reproducción le falta algo: el aquí y ahora de la obra de
arte, su existencia siempre irrepetible en el lugar mismo en que se encuentra»[37]. Entonces, cuando hablamos
de los miedos que nos suscita ese doble artificial que hemos creado nosotros
mismos, el monstruo resucitado de Frankenstein o el clon, ¿no estaremos dándole
vueltas a un miedo espiritual a perder cierta esencia sagrada? Dice Ruiz de
Samaniego que «todo monstruo es sagrado. Evidente (y videncia) de un poder por encima de lo razonable, más allá de la
fuerza y los designios humanos o terrestres»[38],
y Kristeva observa que la abyección, «a fin de cuentas, es la otra faceta de
los códigos religiosos, morales e ideológicos sobre los que descansa el sueño
de los individuos y la respiración de las sociedades»[39].
Quizás este terror sagrado que nos enseña nuestro
monstruo sea el de reconocernos desnudos como «La obra de Dios en la época
de su reproductibilidad técnica». (Y entendamos que ese Dios es el Dios
terrible y absurdo de Burn Again, de David Boring, de Tú me has matado).
Volviendo al terreno de lo biológico:
¿Pudiera ser, entonces, que en Frankenstein
subyaciera de forma principal un miedo a la reproducción, a la procreación? En
definitiva: ¿un miedo al hijo?
Si aceptamos la hipótesis del miedo al
hijo, del horror a la procreación como sustrato mítico de Frankenstein, entonces quizás nos resulte más fácil comunicarlo con
la tradición del horror contemporáneo no de género. Una tradición que,
decíamos, se entiende desde la traumática relación materno-filial de Psicosis, donde el «doble» horrible es
exactamente familiar, y por lo tanto Unheimlich,
como decía Freud. Y si esa herencia se proyecta realmente en Eraserhead, el tema se hace aún más
evidente en esta película donde el hijo es, literalmente, el monstruo.
Moscas en el techo, Jaime Hernandez
En «Moscas en el techo», de Jaime
Hernandez, Izzy veía al diablo después del aborto, como Mary Shelley, y buscaba
posteriormente la redención por medios no biológicos, como la joven escritora
romántica en su ficción. En el caso de Izzy, no resucitando a los muertos, sino
simplemente adoptando a la prole del hombre que la acoge.
Burn
Again es la fantasía de
un hijo convertido en monstruo por su padre, y de su venganza contra él cuando,
como Victor a su criatura, éste le niega la pareja (el padre acaba robándole a
su esposa). Casi podríamos decir que es la historia de Frankenstein contada desde el punto de vista de la criatura. Como
le pasa a la Izzy de «Moscas en el techo», el trauma lleva a Bliss Blister a
quedar marcado por el diablo. Burns profundizaría en el tema con Agujero negro, donde el embarazo es el
trauma cifrado por la plaga sexual que asuela a los adolescentes.
En Clowes, el tema también está muy
presente. Cuando decíamos que Como un
guante de terciopelo forjado en hierro poseía la excitación sexual del
sueño y al mismo tiempo se desenvolvía en una atmósfera malsana, es porque el
impulso erótico se ve contrarrestado por el horror que produce la lógica
culminación de ese impulso: la procreación. El conflicto que anima muchas de
estas obras es la oposición de dos términos, que no son el bien y el mal, como
en el universo maniqueo del cómic infantil, sino el deseo y el aborrecimiento. David Boring puede leerse como una
versión más sofisticada de Como un guante
de terciopelo forjado en hierro: una compleja alegoría sobre el trauma del
inevitable enfrentamiento con la propia carnalidad. Cuando David hace el amor
con Wanda[40] en el «día perfecto», el
Memorial Day de 1998 (que, como dijimos, corresponde a la fecha de nacimiento
real de Clowes), se nos informa de que «no se tomaron precauciones de ningún
tipo». David, que no ha conocido a su padre, sueña con la paternidad (que en
realidad teme) como medio de reafirmar su masculinidad. Así, dominaría a su
madre, con quien le une un complejo de Edipo, y se convertiría en su propio
padre desaparecido. En realidad, el niño está destinado a convertirse en el
padre, a rellenar ese hueco en el pasado de David, esa incógnita que le sume en
la perplejidad y que tiene un tinte metafísico: si no sabe de dónde viene,
¿cómo va a saber a dónde va? Cuando, por último, David y Dot se encuentran con
«su» hijo en el territorio mítico de la infancia, Hulligan’s Wharf, un lugar
asociado a un tebeo de superhéroes que es la única herencia patrimonial de
David, y asociado también a su primer encuentro amoroso con su prima Pamela, se
sublima el deseo de maduración a través de la eternización de un único instante
idealizado: el beso bajo las aguas de David y su prima, con un componente de
placidez prenatal. Dot, la amiga lesbiana de David, que es su alter ego, una
manifestación de sí mismo capaz de mantener relaciones sexuales con mujeres sin
consecuencias genéticas, se hace cargo del hijo de Pamela (de «padre
desconocido»), dejando que ésta y David retomen la relación iniciada en la
infancia por su inocente beso e interrumpida por la confusa y estéril vida
intermedia. En realidad, no parece que David haya superado sus traumas, que
haya madurado y asumido su posición en el mundo. Parece más bien que ha muerto
e intenta pervivir en una fantasía infantil a la que replegarse
definitivamente.
No debe sorprendernos que el relato evite
«cerrar el arco» haciendo madurar a su protagonista, pues, como dijimos antes,
el friki es el personaje predilecto de Clowes y de todo el cómic adulto desde
el underground, y el horror para el friki es la maduración.
El experimento (2002), Juaco Vizuete
Esto es evidente en obras que ya mencionamos
como El experimento, de Juaco
Vizuete, en la que el gran enemigo destructor es la mujer embarazada que hace
insostenible el mantenimiento de la fantasía del club de chicos infantil.
También el embarazo es un detonante de la violencia en Doctor Vértigo de Martí, y en obras de clara estirpe lynchiana como
4 Botas (2002), de Keko, donde la
espiral asesina de su perturbado protagonista tiene como uno de sus objetivos a
su hijo aún no nacido.
4 Botas (2009), Keko
Podríamos seguir sumando ejemplos, y
podríamos trasladar el análisis al terreno de la novela gráfica más alejada
(aparentemente) de los tópicos del horror. El número de obras que giran sobre
las relaciones traumáticas entre padres e hijos o que las incluyen como
elemento fundamental es abundantísimo: empezando por los títulos canónicos como
Maus de Art Spiegelman y Jimmy Corrigan de Chris Ware, y
continuando por otros como Fun Home
de Alison Bechdel, Epiléptico de
David B.[41], Metralla de Rutu Modan, La
muñequita de papá, de Debbie Drechsler, y tantas otras. ¿Es de extrañar que
ese perturbador sentimiento haya encontrado salida en más de una ocasión en
expresiones cercanas al horror, y cuya raíz se puede encontrar en clásicos del
género como Frankenstein?
Frankenstein, entonces.
Al volver ahora sobre la contraportada, parece
evidente que Clowes ha intentado dibujar algo que no está ahí. Más que ninguna
otra cosa, «Victor» expresa lo que podríamos llamar -saqueando a Virilio- la presencia de una ausencia.
El júbilo de Victor es comprensible. No
ha encontrado aquello que esperaba -que temía-
encontrar: lo inevitable.
Había conseguido evitar la reproducción
mediante el método carnal -la consumación de su platónica relación con su
querida y aborrecida Elizabeth- pero no había podido evitar el horror producido
por la alternativa: aquella masa de carne muerta a la que había dado vida. Su
doble. Porque el monstruo, al fin y al cabo, había nacido como fruto de un
miedo inexpresado. Era un hijo del horror.
Y es la contraportada, entonces, la que
nos cuenta lo que no nos cuenta la portada, y lo que no entendemos si lo
miramos de frente, lo entendemos cuando miramos al monstruo de espaldas.
[1] Sobre EC Comics, véase García, Alberto,
«EC, paradigma del horror pre-Code», en Tebeosfera
5, Madrid, 2009. Disponible en http://www.tebeosfera.com/documentos/documentos/ec_paradigma_del_horror_pre-code.html
[2] Sobre el Comics Code, véase Rodríguez,
José Joaquín, «Seal of Approval: The History of the Comics Code, de Amy Kiste
Nyberg», en Tebeosfera 5, Cádiz,
2009. Disponible en: http://www.tebeosfera.com/documentos/documentos/seal_of_approval_the_history_of_the_comics_code_de_amy_kiste_nyberg.html
[3] Spain Rodriguez: «Me siento bien porque
conseguimos dar algunos golpes en la guerra cultural. Conseguimos dar una
patada en la boca al despreciable Comics
Code. Conseguimos ganarnos la vida. Conseguimos reflejar nuestros tiempos»,
en Ronsenkranz, Patrick, «The Limited Legacy of Underground Comix», en Danky,
James y Kitchen, Denis (eds.), Underground
Classics. The Transformation of Comics into Comix, Abrams ComicArts, Nueva
York, 2009, p. 24. Citado en García, Santiago, La novela gráfica, Astiberri, Bilbao, p. 150.
[4] Pouncey, Edwin, «The Black Eyed Boodle
Will Knife Ya Tonight! The Underground Art of Rory Hayes», en Hayes, Rory, Where Demented Wented. The Art and Comics of
Rory Hayes, Fantagraphics, Seattle, p. 17.
[5] Extractos del artículo de Griffith
recogidos en Rosenkranz, Patrick, Rebel
Visions. The Underground Comix Revolution 1963-1975, Fantagraphics,
Seattle, 2002, p. 217.
[6] En Mullaney, Dean, «RAW Magazine: An
Interview with Art Spiegelman and Françoise Mouly», en Witek, Joseph, Art Spiegelman. Conversations,
University Press of Mississippi, Jackson, 2007, pp. 30-31. La entrevista
apareció originalmente Comics Feature
4 (julio-agosto 1980).
[7] En 1982, Charles Burns se trasladó a
Roma durante dos años, y allí entró en contacto con los artistas del grupo
Valvoline, que se presentaba como una iniciativa de vanguardia.
[8] Morgan, Jack, The Biology of Horror: Gothic Literature and Film, Southern
Illinois University, Carbondale y Edwardsville, 2002, p. 6.
[9] Elmer
Gantry, El fuego y la palabra en
su versión española. Película dirigida en 1960 por Richard Brooks sobre una
novela de Sinclair Lewis, con Burt Lancaster y Jean Simmons en sus papeles
principales.
[10] Castro, Fernando, «Zusammenfügen (“A
reprendre depuis le début”) [Excesos y perogrulladas de la estética
contemporánea]”, en Una “verdad” pública.
Consideraciones críticas sobre el arte contemporáneo, Universidad Autónoma
de Madrid, Madrid, 2009, p. 80.
[11] Freaks
(1932), dirigida por Tod Browning, interpretada por Wallace Ford, Leila
Hyams y Olga Baclanova.
[12] Freud, Sigmund, «Lo siniestro», en
Cuesta Abad, José Manuel y Jiménez Heffernan, Julián, Teorías literarias del siglo XX, Akal, Madrid, 2005, p. 661.
[13] Ruiz de Samaniego, Alberto, «Monstruos:
informes de fatalidad», en Ray
Harryhausen, creador de monstruos, Maia Ediciones, Madrid, 2009, p. 20.
[14] Psycho,
Psicosis en español (1960). Dirigida por Alfred Hitchcock e interpretada
por Anthony Perkins, Vera Miles, John Gavin y Janet Leigh.
[15] La modernidad, por supuesto, no
significa llegar el primero, sino llegar en el momento justo. El mismo año que Psicosis, en 1960, se estrenó El fotógrafo del pánico (Peeping Tom), dirigida por Michael
Powell y protagonizada por Carl Boehm, Moira Shearer y Anna Massey. Esta
película, que estaba protagonizada también por un psicópata, de naturaleza aún
más anticipatoria que el de Hitichcock, pues no sólo mataba a sus víctimas por
puro placer, sino que mientras lo hacía, grababa el crimen con una cámara,
presagiando la espectacularización de la muerte en nuestra sociedad, fue
repudiada en su momento. Cincuenta años después, sin embargo, es un clásico
cada vez más reivindicado.
[16] Eraserhead,
Cabeza borradora en español (1977),
dirigida por David Lynch, protagonizada por Jack Nance, Charlotte Stewart y
Jeanne Bates.
[17] The
Elephant Man, El hombre elefante en español (1980), dirigida por David
Lynch, protagonizada por Anthony Hopkins, John Hurt, Anne Bancroft, John
Gielgud y Wendy Hiller.
[18] Virilio, Paul, Estética de la desaparición, Anagrama, Barcelona, p. 37.
[19] El
ángel exterminador (1962), dirigida por Luis Buñuel, protagonizada por
Silvia Pinal, Enrique Rambal, Claudio Brook y José Baviera.
[20] On
the Beach, La hora final en español (1959), dirigida por Stanley Kramer y
protagonizada por Gregory Peck, Ava Gardner, Fred Astaire y Anthony Perkins.
[21] El padre de David Boring es un dibujante
de cómics. Y podríamos añadir, tanto en la ficción como en la realidad, tanto
en sentido literal como figurado.
[22] Parille, Ken, «A Re-reader’s Guide to
David Boring», en Comic Art nº 7,
invierno de 2005, p. 75-76.
[23] The
Matrix (1999), dirigida por los hermanos Wachowski, protagonizada por Keanu
Reeves, Laurence Fishburne, Carrie-Ann Moss y Hugo Weaving.
[24] El primer volumen de Taxista apareció en 1984, y el segundo
en 1990. Ambos fueron publicados por La Cúpula y reeditados en un solo tomo por
Glénat en 2004. En 2007 apareció la primera entrega de un tercer volumen
todavía no finalizado, en Calvario Hills
(Fantagraphics), en inglés. Estas páginas se han traducido al español en los
números 3 y 4 de la revista La Cruda
(2009-2010).
[25] Cloverfield,
Monstruoso en España. 2008. Dirigida
por Matt Reeves y protagonizada por Michael Stahl-David, Odette Yustman y Mike
Vogel.
[26] Kristeva, Julia, Powers of Horror. An Essay on Abjection, Columbia University Press,
Nueva York, 1982 [1980], p. 208.
[27] Dick Briefer (1915-1980) dibujó dos
series de cómics basadas en Frankenstein. La primera, iniciada en Prize Comics 7 (1940), está considerada
por muchos especialistas como la primera serie de terror del cómic americano.
La segunda, iniciada en Frankenstein
1 (1945), tiene un tono humorístico y es la que le ha dado más fama.
[28] Barthes, Roland, Lo obvio y lo obtuso, Paidós, Barcelona, 1986 [1982].
[29] Skal, David J., Monster Show. Una historia cultural del horror, Valdemar, Madrid,
2008, p. 226.
[30] «El pasaje de Baker se inscribe en la
ansiedad humana del organismo, como el Frankenstein
de Mary Shelley, si es que la tesis de Ellen Moer es correcta: que la novela
refleja las ansiedades de Shelley en referencia al parto, por el que ya había
pasado a la temprana edad de los dieciocho años», Morgan, op. cit., p. 10.
[31] Acaba de publicarse precisamente una
adaptación de El hombre de arena al
cómic, obra de Federico del Barrio, en Edicions de Ponent (2010).
[32] Kostova, Elizabeth, «Introduction», en
Shelley, Mary, Frankenstein, Penguin,
Londres, 2007, p. xiv.
[33] Shelley, Mary, Frankenstein, Valdemar, Madrid, 1994, p. 144.
[34] Morgan, op. cit., p. 9.
[35] Shelley, op. cit., p. 157.
[36] Mitchell, W. J. T., What Do Pictures Want? The Lives and Loves of Images, University of
Chicago Press, Chicago, 2005, p. 12.
[37] Benjamin, Walter, «La obra de arte en la
época de su reproductibilidad técnica», en Obras
libro I/vol. 2, Abada, Madrid, 2008, p. 13.
[38] Ruiz de Samaniego, Alberto, op. cit., p.
23.
[39] Kristeva, Julia, op. cit., p. 208.
[40] Como ya indiqué, es el artículo citado
de Parille el que me hizo reparar en este detalle. Pero Parille observa muchos
otros detalles curiosos que son pertinentes para los temas que estamos tratando
aquí, como la duplicidad que también existe entre Wanda y su hermana, en lo que
parece una cita deliberada al Vértigo
de Hitchcock, y la relación de eco que existe, de hecho, entre todas las
mujeres de la historia.
[41] En el caso de Epiléptico el doppelgänger
monstruoso del que huye durante todo el libro el protagonista es,
evidentemente, el hermano enfermo.
Artículo publicado originalmente en Tebeosfera 2ª época, nº 5 (2010). Me ha parecido interesante rescatar aquí este texto que escribí hace un par de años porque creo que es un buen broche para estos días que he dedicado a dar vueltas en torno a la obra de Charles Burns y especialmente a su último libro, The Hive. Como decía hace un par de días, hay una serie de obsesiones vitales muy palpables en The Hive, y creo que tienen que ver con temas de los que hablaba en «Hijos del horror».
1 comentario:
Qué buen análisis! Me quito el sombrero y me pongo de pie!
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