jueves, 18 de octubre de 2012

HIJOS DEL HORROR


1. Contra el horror
El apartado octavo del «manifiesto de la novela gráfica» de Eddie Campbell reza: «El tema del novelista gráfico es toda la existencia, incluyendo su propia vida. Desdeña la “ficción de género” y todos sus feos tópicos, aunque intenta mantener una mente abierta. Es especialmente adverso a la idea, todavía dominante en muchos sitios, y no sin motivo, de que el cómic es un subgénero de la ciencia ficción o la fantasía heroica».
Si entendemos, como así debemos hacerlo, que Campbell no está tanto dictando una doctrina a seguir como describiendo un fenómeno que ha observado -aunque lo exprese en forma de «manifiesto»-, podemos imaginar que el horror -uno de esos géneros llenos de feos tópicos que en gran medida deriva de la fantasía, heroica o no, y que ha dominado durante décadas la producción de cómics internacional- no tiene lugar en el panorama del cómic adulto contemporáneo, ése que cada vez más vamos reconociendo bajo el término novela gráfica.

La actitud de rebeldía abierta frente al género ha caracterizado el movimiento del cómic de vanguardia al menos desde que Art Spiegelman levantara uno de sus cimientos con la revista Raw a principios de los ochenta. El rechazo a la tradición comercial era deliberado, casi necesario para encontrar una voz propia frente a un medio atado por las cadenas de largas décadas de servidumbre al público infantil y adolescente. Sin embargo, el comix underground, que en los 60 y 70 había iniciado el camino de lo que hoy identificamos como cómic de autor, sí tuvo en el terror uno de sus temas recurrentes. No es de extrañar, pues los Spain Rodríguez, Skip Williamson, Greg Irons, S. Clay Wilson, Rory Hayes, Richard Corben y demás habían encontrado en EC Comics uno de sus modelos más evidentes.


Two-Fisted Zombies (1973), Rick Veitch



Tales from the Fridge #1 (1973)


Tales from the Crypt #42 (1954)

Para los artistas underground, EC[1] significaba una constelación de dibujantes de estilos muy distintos que habían sido capaces de trabajar juntos sin perder su propia personalidad, para así crear un proyecto común de cómic innovador, casi adulto y con ciertas dosis de crítica social y, además, era un símbolo del aplastamiento de la cultura popular y juvenil («nuestra cultura») por parte del sistema represor y conservador, ya que EC había sido una de las principales perjudicadas por la implantación del Comics Code[2], el código de autocensura con el que la industria del tebeo había respondido en 1954 a las investigaciones del Senado sobre la relación entre la delincuencia juvenil y los comic books. Por tanto, en la reivindicación de EC había también algo de venganza[3].

Dado que las colecciones más significativas de EC habían sido las de terror -Tales from the Crypt, The Vault of Horror y The Haunt of Fear-, no es de extrañar que los jóvenes dibujantes del underground siguieran los pasos de los Jack Davis y Graham Ingels, adentrándose en un género que llevaron un paso más allá de sus maestros, al tratarlo con la libertad absoluta que daba el no estar sometidos a ningún tipo de censura, ni institucionalizada ni propia -los comix estaban dirigidos, o al menos ésa era su intención, a un público adulto-.
Rory Hayes (1949-1983), a quien Bill Griffith llamó «un Henri Rousseau moderno con plumilla y predilección por los cómics de horror EC»[4], y que era demasiado joven para haber vivido la edad de oro de la editorial de Bill Gaines, cuyos títulos descubrió en librerías de segunda mano, ofrece un ejemplo singular de cómo la tradición se integró con la novedad. Hayes mezcló en su universo personal elementos antagónicos: los ositos de peluche y los monstruos necrófagos. En «The Thing in the Room» (Bogeyman Comics 1, 1969), Pooh Ross, el osito protagonista, se emplea de mayordomo en una vieja mansión, donde la inquietante dueña le advierte que nunca entre en cierta habitación. Cuando por fin transgreda el tabú, como era inevitable, será devorado por su patrona, convertida en monstruo por una aflicción familiar propia de una dinastía inventada por Poe. La crudeza de la historia no deriva sólo del estilo naif de Hayes, sino también de la falta absoluta de represión con la que se sumerge en los motivos estereotipados de los cómics de los años 50.

Por tanto, los numerosos y muy exitosos tebeos de terror underground añadieron un mayor desenfreno en su entrega al gore, y combinaron con frecuencia el horror con el porno, que fue otro de los elementos característicos de este movimiento.
De hecho, la pornografía, junto al horror y la ciencia-ficción, llegaron a ser tan dominantes en el panorama del primer underground, que la reacción por parte de algunos de los artistas que representaban el lado «inteligente» del movimiento no se hizo esperar. En 1973, Bill Griffith publicó el artículo «A Sour Look at the Comix Scene» («Una mirada amarga a la escena del comix») en el San Francisco Phoenix, donde se preguntaba: «¿A qué viene todo este rollo de las TETAS y los MONSTRUOS y los HOMBRES LOBO?», y dudaba que hubiera algo «underground» (es decir, «subterráneo») en los cadáveres putrefactos, aparte de enterrarlos[5]. Griffith no arremetía contra el legado de EC Comics sin más, sino que criticaba el abuso del mismo y su imitación indiscriminada por parte de muchos dibujantes underground, que habían recurrido a la reproducción de clichés de género perpetuados por el cómic comercial en lugar de abrir verdaderamente nuevas vías formales y temáticas.


«Breakdowns» (2008), Art Spiegelman

No es de extrañar que Art Spiegelman, que había vivido todo aquello de primera mano, y que había manifestado siempre posiciones muy próximas a las de Griffith -juntos dirigieron Arcade en 1975, la revista que supuso el canto del cisne del underground-, tuviera en mente los peligros de la réplica transparente de la tradición comercial cuando se planteó junto a Françoise Mouly la aventura de Raw en 1980. La nueva revista neoyorquina tenía que mirar hacia el futuro y eso significaba, en primer lugar, y aprovechando su lejanía geográfica respecto a San Francisco, cortar lazos con los veteranos del underground, y, en segundo lugar, rechazar frontalmente las incursiones en los géneros que siempre habían encuadrado al cómic tradicional. Es lo que Spiegelman llamaría sus «antipatías»:

«No sentimos predisposición hacia la ciencia ficción y la fantasía, probablemente porque ahí es donde se ha producido la mayor parte del trabajo en el pasado reciente. Cualquiera que haya querido hacer los llamados “cómics adultos” se ha movido en la dirección del tipo de cosas que podrías encontrar en Heavy Metal o Epic. Lo que consigues así es conservar todo el lastre que se asocia con los cómics de niños y trasladarlo a la adolescencia. Nos interesa ir más allá de eso. Dudo que un superhéroe llegue a aparecer en nuestra revista. Hay otros sitios para que aparezca; sin embargo, no hay otro sitio donde pueda aparecer lo que hacemos nosotros»[6].

A pesar de esta declaración de intenciones, no es difícil encontrar las huellas del horror en algunos de los padres del cómic alternativo que empezaría a desarrollarse en la primera mitad de los ochenta. Fuese por la vía del conocimiento directo de los cómics EC y otros tebeos pre-Code, fuese a través de su actualización en el comix underground, muchos de los autores del cómic nuevo incorporarían en sus viñetas una corriente de terror viejo. Mencionaremos tres casos significativos: Charles Burns, Gary Panter y Jaime Hernandez.

Burns es quien tiende de forma más directa un puente entre los comic books clásicos y la modernidad, aunque añade un conocimiento de la tradición francobelga, especialmente de Tintín, y de las últimas tendencias del cómic europeo, que adquiere de primera mano durante su estancia en Italia[7]. Burns bucea en los comic books de terror y romance de los 50 para extraer imágenes que trata con una sensibilidad pop, utilizándolas por su valor cultural más que representativo, y en eso coincide con Panter, con quien forma una extraña pareja de «gemelos opuestos». Panter también saquea la cultura popular para alimentar sus páginas, pero en su caso la tensión surge del tratamiento intensamente gestual y nervioso que da a esos motivos, mientras que en el de Burns surge de la aparente apropiación total de la estética estereotipada.
El horror de Burns, aunque distanciado, irónico y codificado, contiene elementos profundamente arraigados en la tradición clásica del género. Dos de los más importantes son el tratamiento de la figura del freak y la obsesión por lo biológico. Si aceptamos, como propone Jack Morgan, que en el romanticismo oscuro, y en la literatura macabra en general, la imaginación biomórfica es una corriente decisiva, «y en un grado y profundidad que a menudo excede el nivel consciente y temático»[8], podemos ver con facilidad el hilo que une al Burns posmoderno con la tradición gótica, y que le ha guiado en su exploración constante de un tema que va refinando desde Dog Boy y otros personajes de los ochenta hasta su formulación definitiva en Agujero negro, su obra maestra, donde trata la sexualidad adolescente como una plaga y convierte así a la adolescencia -una condición biológica natural y transitoria- en marginalidad -una exclusión social traumática e irresoluble-.

La obra quintaesencial de Burns durante este periodo es Burn Again, que reúne todos sus temas recurrentes. Su protagonista, Bliss Blister, pasó su infancia como niño divino con poderes curativos que explotaba su padre, un charlatán al estilo del Elmer Gantry[9] de Burt Lancaster. Es, por tanto, un auténtico freak de cariz trascendental, en el que se une la deformación de la carne -el estigma que supone una quemadura en su pecho con la forma de Cristo, la marca que le diviniza- a la singularidad espiritual. Ya adulto y emancipado de su padre, sus ansiedades sexuales le convierten en el juguete de Lana, una mujer que reproducirá en él el ciclo de explotación que había sufrido en la infancia, y que posteriormente se aliará incluso con su padre, reaparecido para volver a aprovecharse de su hijo cuando este adquiere una nueva notoriedad. Pero Bliss es algo más que un timador, es un verdadero creyente que se dedica a construir un gigantesco trono para Dios, una entidad alienígena con la que mantiene un contacto privado y de la que espera su llegada en el fin de los días.


Jimbo (1988), Gary Panter 



Invasión de los Elvis zombies (1984), Gary Panter

Este milenarismo es típico de obras previas al año 2000, y forma parte del ambiente que impregna muchas de las páginas de Gary Panter, cuyo escenario predilecto es un Dal Tokyo terminal, y que saluda el inminente Apocalipsis de forma más directa en obras como Purgatory (2004). Hay algo bíblico en el horror de Panter, que recoge el temor al holocausto nuclear propio de los 80 y lo traslada al horizonte desolado de la sociedad postmoderna devastadoramente consumista, condenada a deambular por «no lugares» que ya son sólo vertederos de plástico. Panter trabaja con desechos, y eso es evidente también en el amasijo que crea a partir de los restos del horror clásico y el rock ‘n’ roll de los 50 en una de sus escasas obras publicadas en España, Invasión de los Elvis Zombies (Raw Books and Graphics/Arrebato Editorial, 1984), una pesadilla doméstica de la cultura pop.

Burns y Panter fueron dos de los nombres más representativos de Raw. Distinta es la problemática de Jaime Hernandez, que abrió otra de las vías principales del alternativo, junto a sus hermanos Gilbert y Mario, y cuya aproximación al terror clásico es más ortodoxa. Hernandez rápidamente reelabora los códigos del género con los que había coqueteado en sus primeras páginas publicadas (los superhéroes y la ciencia-ficción en el inicio de Love and Rockets, y también en su participación como dibujante al servicio de los guiones de Dean Motter en Mister X) para definir una retórica propia que delimitará uno de los terrenos más fértiles de la novela gráfica contemporánea, entre el costumbrismo sentimental y la novela-río. Sin embargo, en ocasiones se permite una indulgencia y acude a sus amplias fuentes como lector para ensayar un ejercicio de estilo, y eso ha propiciado que practique un par de incursiones en los códigos del terror de cariz muy distinto a las de Burns y Panter.

En «Moscas en el techo» (1989), Hernandez relata la crisis nerviosa de Izzy, que viaja a México para olvidar su divorcio y su aborto, perseguida por su sentimiento cristiano de culpa, y allí ve al diablo. Esta experiencia limítrofe la convertirá posteriormente en una «bruja» que introduce el mundo de lo demoníaco y lo oculto en el universo de Locas. Sin embargo, al contrario que en los casos de Burns y Panter, Jaime no usa el horror como tópico pop, sino de forma clásica, para crear un ambiente ilusionista que transmita la amargura de la experiencia traumática que está sufriendo la protagonista. Por el contrario, en «Chiller!» (Penny Century 2, 1998), nos anuncia desde el diseño de la primera viñeta y el rótulo del título que va a ensayar un «homenaje» a las clásicas historias de suspense de EC. Maggie viaja de noche por una carretera solitaria y su propia imaginación -expresada a través de un comentario continuo en segunda persona, al estilo de la voz narrativa que sustentaba las historias de Shock SuspenStories- le provoca una tensión cada vez más insoportable. La maestría y el dominio del lenguaje de Jaime Hernandez son de tal calibre que finalmente el juego acaba provocando la tensión que en principio era objeto de burla, pero la naturaleza de esta historieta la sitúa en un plano muy distinto -distanciado e irónico- al plano en el que se sitúa «Moscas en el techo». Como veremos, ésta entronca con el verdadero tema del horror en el cómic contemporáneo, mientras que «Chiller!» no deja de ser una aplicación del reciclaje del archivo tradicional en un contexto actual. Aunque hemos hablado de «ejercicios de estilo», no se trata de caprichos estériles. El dominio de estos códigos permite a Jaime integrarlos sin asperezas en su universo narrativo habitual, y así es como dota de un tono espectral a Ghost of Hoppers (2005).



Chiller! (1998), Jaime Hernandez

Ghost of Hoppers (2002), Jaime Hernandez

Tanto en Burns, como en Panter y Hernandez, y en general en todo el cómic alternativo, descubrimos que la figura central es una de las figuras clave del horror moderno, casi diríamos que uno de sus personajes fundacionales: el freak.

El freak es el hombre-espectáculo representado por el Bliss Blister de Burn Again, colindante con el monstruo de feria en su exhibicionismo; es también el Jimbo de Panter, embarcado en un perpetuo extravío por los escombros de planicies hostiles y solitarias; y también es en gran medida la Maggie de Locas, lectora compulsiva de cómics y experta en el varonil oficio de arreglar motores, perpetuamente deseada, antifemenina y desubicada, que alcanza la edad adulta sin alcanzar jamás la madurez. El freak es también el gran héroe de Daniel Clowes, de Peter Bagge, de Chris Ware, de Chester Brown y de Seth, es el verdadero protagonista del cómic contemporáneo, que lo saca de los márgenes donde se ha cultivado, a la sombra, y lo sitúa en el centro del relato, desplazando al (super)héroe tradicional. Si hay algo que caracteriza al cómic contemporáneo es el triunfo del freak, ahora convertido en el friki.

El freak está presente tanto en el origen del cómic de autor contemporáneo como en el del género de horror para el consumo de masas en el siglo XX.

En el primer caso, es el protagonista por excelencia del comix underground, ejemplificado por el autorretrato neurótico que practica Robert Crumb y ampliado por el sosias obsesivo que describe Justin Green en su Binky Brown. La consagración del freak no sólo como síntoma de una época, sino como héroe de culto y extravagante modelo de éxito se encuentra, por supuesto, en los Freak Brothers de Gilbert Shelton. «Todo, incluso aquello que nos atemorizaba, termina por ser grotesco, es decir, ornamental»[10]. La descendencia de los Freak Brothers se reconoce en el Buddy Bradley de Bagge, en el Makoki de Mediavilla y Gallardo, en el RanXerox de Tamburini y Liberatore, en el Resentido de Juaco Vizuete.

En el segundo caso, el freak será el motivo de una de las películas fundacionales del horror contemporáneo, tal vez la más decisiva para entender toda la historia del espanto y la abyección en la imaginación popular del siglo XX: Freaks (La parada de los monstruos) (1932)[11], de Tod Browning, la feria donde se exhibe lo que disfrazan Drácula, Frankenstein y otras imágenes sublimadas de esa monstruosidad demasiado insoportable y plausible. Estamos hablando, por supuesto, de un horror-fascinación por la deformidad que tiene una raíz biológica, como dijimos antes, en un sentimiento narcisista y a la vez de aborrecimiento hacia nuestro propio cuerpo. Es algo primordial que surge de la confrontación entre nuestra conciencia, nuestro intelecto, y nuestra materialidad. Un horror íntimo, podríamos decir que el más íntimo que se conoce, ya que surge de nosotros mismos, y que se relaciona por tanto con aquello que Freud describió como lo siniestro, lo Unheimlich, es decir: «aquella suerte de espantoso que afecta a las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás»[12]. Es, también, el espanto ante lo abyecto, que domina nuestra mentalidad, pasmada ante el conjunto de grasas, cartílagos y bilis que compone nuestra misma existencia, el «resto corporal» sobre el que descansa nuestra vida. Los freaks son, básicamente, cuerpos sin vida, cadáveres velados que se manifestarán estetizados en los muertos vivientes que serán Drácula y Frankenstein.

«Lo que modifica sin solución posible el fundamento de la identidad hasta corroerla y desmembrarla como sistema, lo que nos abre la unidad del ser a la multiplicidad, lo que desgarra nuestros bordes, y por lo tanto, lo que sería el máximo de abyección, es, sin duda, el cadáver. El cadáver, cuerpo caído, como punto culminante de la abyección. Es lo abyecto ontológico, en tanto que heterogeneidad absoluta, invasión sin remisión de nuestras fronteras por una extranjería que nos disuelve, que acaba literalmente con nosotros»[13].

Entre el freak como aberración física y el friki como aberración social hay un trayecto que supone el desplazamiento de la anormalidad corporal a la anormalidad psicológica. Ese paso se da en Psicosis (1960)[14], de Alfred Hitchcock, que anuncia la modernidad en su descubrimiento del horror dentro de nosotros mismos[15]. Al introducir la psicopatía como tema de la ficción popular moderna, Psicosis se revela como verdaderamente monstruosa, no por la brutalidad gráfica de la escena del asesinato de Janet Leigh, sino por el ensimismamiento final de Anthony Perkins, que representa el paso a primer plano de la vida interior. Esa frontera será rebasada en la década de los 60 en todos los ámbitos, y en el cómic comercial americano se ofrece uno de los ejemplos más evidentes con la revolución que practica Marvel en el nuevo modelo de los superhéroes, donde la vida interior cobrará un peso que nunca había tenido, y se reconocerá por fin el tema implícito de la esquizofrenia de los héroes con doble identidad. En cierta manera, Spiderman, Iron Man y Hulk son también freaks -en contraposición a la integridad de los héroes clásicos de DC, como Superman y Batman- que anuncian con su colorido infantil a los personajes oscuros de Crumb, Shelton, Wilson y demás que llegarán en la segunda mitad de la década. También en estos superhéroes está muy presente el tema del enemigo interior que, como veremos más adelante, es otra de las cuestiones sobre las que se articularán los miedos de ficción en la segunda mitad del siglo.

Toda la estética freak que deriva de Freaks y de Psicosis confluye en el artista que marcará más profundamente el imaginario alternativo en las últimas décadas: David Lynch. En Eraserhead (Cabeza borradora)[16] (1977) describe una retórica del friki que todavía no ha perdido vigencia: el personaje alucinado, frustrado socialmente y presa de angustias sexuales que abraza su propio reflejo de cucaracha kafkiana en el espejo. Y en El hombre elefante[17] (1980) declara la genealogía de ese friki en sus raíces freaks, que remonta hasta Browning y aún más atrás, a la época victoriana, y la fascinación perversa por los prodigios de la naturaleza antes de la espectacularización de la imagen multiplicada mecánicamente, cuando la carne todavía era carne, y no meramente signo.

Como un guante de terciopelo forjado en hierro (1989-92), Daniel Clowes

Las manifestaciones de este culto a lo excéntrico se pueden rastrear con facilidad en muchos de los nombres principales del cómic contemporáneo, un movimiento singular porque, en virtud de su propia definición de alternativo a una corriente principal comercial e infantilizada, se ha canonizado en torno a la marginalidad. Así, Daniel Clowes dio su primer golpe maestro con una odisea perturbadoramente lynchiana protagonizada por un friki en busca del vellocino de oro de una película pornográfica: Como un guante de terciopelo forjado en hierro (1989-92). Dice Paul Virilio que «cuando la estatuaria griega representa al durmiente en estado de erección es porque, de hecho, está soñando»[18], y eso explicaría la erección continua que es el paseo onírico de Como un guante de terciopelo forjado en hierro. Lo que no explicaría es el otro lado de ese viaje, porque una erección perpetua es, en realidad, algo horrible, como lo es la atmósfera que se respira en esta obra. Para explicar ese componente aborrecible tendremos que esperar a más adelante.

David Boring (1998-99), Daniel Clowes

Pero, sin duda, es David Boring (1998-1999) la obra de Clowes donde los elementos del horror están más presentes. Sobre David Boring pesa una atmósfera malsana que parece prolongar el mundo ambiguo y espeluznante de Como un guante de terciopelo forjado en hierro. En ocasiones, esa vena horrible domina las viñetas, como cuando el protagonista, afectado por los analgésicos, descubre que «lo que había pensado que era una comedia romántica es en realidad una historia de horror, completa con efectos góticos e iluminación tétrica», y finalmente cuando llega a un descubrimiento clásico en la tradición del género: «¿Soy el monstruo de mi propia historia de horror?» El horror apocalíptico se revela en el episodio ambientado en Hulligan’s Wharf. Como consecuencia de un ataque terrorista inexplicado (pero que parece un macabro presagio del 11-S), los protagonistas de la historia se encuentran recluidos en un islote, reviviendo el mito de El ángel exterminador (1962)[19] de Buñuel, o tal vez la tensa espera del fin del mundo que se contaba en La hora final (1959)[20], una película de Stanley Kramer donde un grupo de personas esperan en las costas australianas la llegada de la nube tóxica que ha acabado con el resto de la humanidad.

En realidad, durante todo el tiempo que los personajes permanecen incomunicados en Hulligan’s Wharf, se plantea la duda de lo que está pasando realmente en el mundo, ya que su único contacto con el exterior es lo que les cuenta el tío August, que nunca puede ser corroborado. El problema de la narración, la duda sobre la veracidad del relato, es uno de los temas principales en David Boring, lo que hace que ese ambiente malsano no sea tanto onírico, como en Como un guante de terciopelo forjado en hierro, como simplemente irreal. Se desconfía de los sentidos y del mundo fenomenológico, y sólo los sentimientos -lo interior- parece real. Nos preguntamos: ¿son reales los acontecimientos que se desarrollan en David Boring, o sucede todo únicamente en la cabeza de Clowes? La respuesta a esto debería ser, obviamente, que todo es producto únicamente de la imaginación de Clowes. Sólo eso sería una respuesta estrictamente realista.

Ken Parille ha llamado la atención sobre la densidad referencial de David Boring, y ha revelado cómo está surcado de duplicidades y relaciones casi imperceptibles, que en ocasiones desbordan incluso el plano meramente diegético.

«Clowes se imagina a sí mismo como el padre literario de David mezclando hechos de su propia vida con la biografía del padre de David[21]. David nos cuenta que su padre “empezó en 1961 (?) e hizo un puñado de trabajos para un pequeño editor de Connecticut: una cosa de detectives, algo de humor, una serie de adolescentes”. Estos hechos se extraen de la biografía de Clowes: “empezó” en 1961 (nació el 14 de abril de ese año); su primer título, Lloyd Llewellyn, es “una cosa de detectives”; los primeros Eightball son en gran medida “algo de humor”; y Ghost World es “una serie de adolescentes”. Clowes atrae nuestra atención sobre una referencia a su cumpleaños en David Boring a través del texto “biográfico” en la sobrecubierta de la segunda edición en tapa dura. Después de mencionar su fecha de nacimiento, Clowes escribe “ver página 17”, una página donde David habla de sucesos que tuvieron lugar “el 11 de abril” y de la “oscura festividad religiosa” que tiene lugar “tres días después”: el 14 de abril, ¿los personajes celebran el nacimiento de su creador?”[22]


David Boring, Daniel Clowes


Burn Again, Charles Burns


Tú me has matado, David Sánchez


La oreja rota, Hergé

Hay, de hecho, un sentimiento de horror metafísico y milenarista muy presente en David Boring, que se manifiesta de forma explícita en el momento en que aparece Dios (o una representación de Dios) en la historia, casi al final. Esta aparición de Dios asociado a un sentimiento de terror no es, aunque pudiera parecerlo, algo insólito en el cómic contemporáneo. Lo hemos visto en Burn Again, donde también aparecía asociado al Apocalipsis, y aparece también en Tú me has matado (2010), de David Sánchez, donde parece que hubiera un eco de la proyección divina en el autor, aunque en este caso sea en una segunda instancia. Si en David Boring se ve la sombra de Clowes detrás de Dios, en Tú me has matado ese Dios es Hergé, una clara influencia sobre Sánchez, que pone las palabras de uno de sus personajes (un loro de La oreja rota) en la boca de la divinidad suprema. Es como si el creador, contemplando su primer trabajo, decidiera ofrecérselo como tributo a su propio Dios creativo. Como señala Tim O’Neill, «la sensación de que el Gobernante se manifiesta en secreto y de forma invisible sugiere de forma natural un aura de conspiración definitiva con ramificaciones metafísicas, que van desde los planos más profundamente físicos hasta los más sutilmente etéreos». Y el conspiracionismo, tanto en su vertiente política como espiritual (que a menudo se confunden), alcanzó efectivamente su apogeo en torno al fin de siglo, como era de esperar, aunque perdió algo de terreno en el imaginario colectivo post-11-S. Sin embargo, lo que provoca estas apariciones divinas dibujadas desde el más descarado escepticismo religioso tiene menos que ver con el milenarismo y las sectas -que funcionan tan sólo como tramoya- que con una sensación de malestar existencial, el mismo que se percibe en obras recientes que cuestionan el tejido de lo real, como El experimento (2009), de Juaco Vizuete, y que manifiestan abiertamente su condición de simulacro. Una tendencia que fue consagrada, justo en el cambio de siglo, y como indicando el relevo en la producción de ficción inquietante, por Matrix (1999)[23], que vendría a sintetizar todas las angustias sobre la pérdida de fe en los relatos propiciada por la postmodernidad. La raíz de ese malestar está en el descubrimiento de que la realidad es una ficción, y eso lo sabemos porque la realidad tiene fisuras.



«El mundo de Óscar», Martí



Doctor Vértigo, Martí



Taxista, Martí


Calvario Hills, Martí

De otra manera, cualitativamente distinta pero igual de intensa, esa percepción de que la realidad tiene fisuras está también presente en las páginas de Martí, que es otro de los afectados por Eraserhead (véase «El mundo de Óscar», en Monstruos modernos, 1988). Martí también plantea el tema del enemigo interior, y lo hace en el campo de batalla de lo psicológico, como en su obra maestra Doctor Vértigo (1988-89), que se adelanta en muchos aspectos a recursos formales que están siendo reconocidos ahora por la vanguardia internacional, donde nos narra la batalla por el alma de un ama de casa. Los personajes predilectos de Martí son siempre miembros anónimos de la sociedad, porque en realidad Martí traslada la tragedia de la batalla interior al escenario de lo social. En Taxista (1984)[24], donde utiliza las mismas técnicas de apropiación que Charles Burns, vampirizando la retórica de Chester Gould, el creador de Dick Tracy, describe la sociedad como un organismo enfermo. Los males vienen del interior mismo, de los gusanos que devoran el cadáver de lo cívico. Podríamos decir que hay una puesta en escena de lo abyecto social, que continúa hasta sus obras más recientes (Calvario Hills, 2007), donde parece que quisiera pintar el retrato de la decadencia romana en el imperio americano. El gran miedo a la desintegración social, sin embargo, queda desfasado en los 2000. Era un miedo que había ido acumulando masa crítica en la ficción de finales de los 80, en novelas como La hoguera de las vanidades (1987) de Tom Wolfe, y en películas como Grand Canyon (1991), de Lawrence Kasdan, hasta que, como si todas las tensiones internas hubieran sido invocadas por el hechizo de la literatura, se hicieron realidad en los disturbios de Los Angeles de 1992, provocados por el apaleamiento de Rodney King a manos de la policía.

Este «miedo al vecino» fue sustituido por el «miedo al otro» con el 11-S, que cohesionó a la sociedad frente al enemigo exterior, el «otro bárbaro» de las sociedades tradicionales, asediadas desde fuera de las fronteras. De pronto, el horror volvía a ser un monstruo llegado desde costas lejanas, un monstruo gigante y voraz que derriba edificios y al que grabamos con nuestra cámara de vídeo mientras intentamos ayudar a nuestros vecinos, como en Monstruoso[25]. Porque, por encima de nuestras diferencias y de nuestras neurosis privadas, todos nos cobijamos alrededor de nuestra bandera cuando nos sentimos amenazados.

2. Frankenstein visto de espaldas
Hemos sostenido hasta ahora que el cómic contemporáneo no ha practicado el horror a la manera tradicional, aunque sí haya asumido algunas de sus corrientes ocultas en su discurso, reelaborándolas bajo nuevos códigos. Sin embargo, esto se ha debido más a un rechazo a la historia del medio que a las limitaciones inherentes al género. Pero, como Julia Kristeva apunta, «lejos de ser una actividad marginal y menor en nuestra cultura, como el consenso general parece admitir, este tipo de literatura [la macabra], o incluso la literatura como tal, representa la codificación definitiva de nuestras crisis, de nuestros apocalipsis más serios e íntimos»[26]. ¿No es posible, entonces, encontrar algún caso donde un novelista gráfico reconocido se enfrente directamente a las instancias más reconocibles del género y las utilice desde la conciencia de autor? ¿Un ejemplo de un tratamiento contemporáneo de un tema clásico? Por supuesto que sí.

Está el Frankenstein de Daniel Clowes.


Frankenstein, de Mary Shelley, portada de Daniel Clowes

En 2007, Daniel Clowes realizó las cubiertas de Frankenstein (1818) de Mary Shelley para la colección Classics Deluxe de Penguin, en la que muchos otros historietistas actuales han ilustrado la portada de textos clásicos de la literatura.
En el caso de Clowes y Frankenstein, estamos hablando de una verdadera historieta, compuesta por cuatro piezas (portada, contraportada y solapas interiores), en todas las cuales utiliza diversas viñetas. Es decir, queda clara la voluntad de Clowes de hacer cómic, y no ilustración.

Las cuatro historietas que componen este peculiar políptico son muy distintas y merecen que las observemos con cierto detenimiento.

La portada recoge una escena del funeral de William, el hermano pequeño de Victor Frankenstein, y está diseñada para, en cierta manera heterodoxa, recordar a las primeras páginas de los comic books de los años 50. Eso permite insertar el título de la obra, nombre de la autora y otros rótulos en el espacio de la viñeta de forma natural, sin necesidad de forzar un híbrido entre ilustración y cómic. La impresión al ver la cubierta sería la de ver la primera página de un comic book al que han arrancado la portada. La escena elegida permite a Clowes recoger los elementos más distintivos del libro, o al menos de cómo la historia de Frankenstein ha llegado a la imaginación popular, en gran medida a través de vehículos distintos de la novela original: el romanticismo oscuro -la tormenta, la gota de sudor que subraya la intensidad del gesto de un Victor Frankenstein arrebatado- y, por supuesto, la figura icónica del monstruo, que domina la composición con un primer plano que es el dibujo más grande de todos los que componen la página. El tratamiento elegido podríamos llamarlo institucional o clasicista: siendo fiel a la propia huella de Clowes -que siempre ha tenido un rastro de los dibujantes comerciales de los años 50 y 60-, se asemeja a los clásicos ilustrados o incluso en cierta manera a EC, con su utilización profusa del texto de apoyo y un grafismo de caricatura realista. Es, por así decirlo, una portada radical por su compromiso con el lenguaje del cómic, pero que utiliza éste de forma conservadora para transmitir la legitimidad de un clásico a través de unos códigos convencionales. Por contraste, podríamos decir que, por ejemplo, la portada de Gravity’s Rainbow (2006), de Thomas Pynchon, firmada por Frank Miller, y que tiene una fuerte personalidad plástica donde no se reconoce ningún rasgo típico del autor de cómics, es más radical en comparación con la trayectoria como historietista de Miller, pero mucho más conservadora como portada de un clásico literario.


Frankenstein, Daniel Clowes


Frankenstein, Dick Briefer

La segunda historieta de la serie es la de la solapa interior de portada, titulada igualmente «Frankenstein», aunque en este caso no queda claro si se refiere al inventor (Victor) o a la criatura, conocida popularmente con el apellido del científico. Son los dos quienes protagonizan la escena, situada en el mar de hielo de Chamonix, y el tratamiento varía completamente respecto a la portada. Aquí desaparecen los textos de apoyo para conservar únicamente los diálogos, extraídos directamente de la novela y por eso mismo pomposos al insertarlos en bocadillos de cómic, lo cual probablemente sea un efecto buscado por Clowes para darle un sesgo cómico. El grafismo varía -Clowes siempre ha tenido un registro que le permite modular su estilo entre lo dramático y lo humorístico sin dejar de ser absolutamente reconocible- hacia la caricatura más descarada, como siguiendo los pasos del Frankenstein de Dick Briefer[27]. Hay un choque entre lo que se cuenta y cómo se cuenta que encaja con la visión del cómic de Clowes: cómica, distanciada, irónica, pero al mismo tiempo sinceramente patética.



La tercera historieta es «Mary Shelley», y ocupa la segunda solapa interior. De nuevo Clowes varía el enfoque para ofrecernos la que parece la pieza más directa del lote. Funcionando, tal vez, como un original sustituto del típico texto biográfico sobre el autor de la obra que suele ocupar ese espacio, este cómic remite directamente a la tradición del cómic alternativo, con sus monigotes cabezones y juveniles que se convierten en slackers de la generación X trasplantados al siglo XIX. «¡Sólo tengo 19 años!», se lamenta con el ceño fruncido Mary Shelley en la cabecera. Clowes recoge la mítica escena fundacional de Frankenstein: la reunión en el verano de 1816 de Lord Byron, su médico Polidori, Percy Bysshe Shelley y Mary Shelley a orillas del lago Ginebra, y su amistosa competición literaria de la que saldrían parte de un poema de Byron, el relato The Vampyre (1819) de Polidori y el propio Frankenstein de Mary. En manos de Clowes, los personajes, faltos de inspiración y carácter, deciden abandonar el empeño, aunque en la última escena vemos cómo Mary no puede evitar seguir reconcomiéndose en la cama, incapaz de conciliar el sueño, en una imagen que nos recuerda a las frustraciones creativas de Random Wilder, el agónico protagonista de Ice Haven (2001).



La cuarta y última historieta es tal vez la más significativa para lo que estamos tratando aquí. Se titula «Victor» y ocupa la contraportada. Si la portada nos dice lo que es el libro, la contraportada nos dice lo que la portada no nos quiere decir. Ya el título nos avisa de un acercamiento más íntimo, menos institucional, más postmoderno. Es el reverso del libro, aquello que queda oculto por el mensaje que enarbola la obra, lo que resulta después de haberla leído. En la contraportada se concentra lo abyecto, pues, y tal vez algo que equivalga a lo que Barthes llamaba lo obtuso, si consideramos que la portada es lo obvio[28]. Que Clowes le conceda un papel privilegiado se puede interpretar como un homenaje (tal vez inconsciente) a la esencia rebelde del romanticismo. Como en el famoso El viajero contemplando un mar de nubes (1818) de Friedrich, uno de los cuadros que representan el romanticismo con mayor ortodoxia, y que casualmente es del mismo año que Frankenstein, Clowes se permite mirar a la espalda de la criatura para transmitirnos su mensaje envuelto en el misterio. ¿Y cuál es el misterio? La escena representada es verdaderamente desconcertante. No incluye ninguna imagen icónica, ni ha sido consagrada por la tradición como uno de los momentos memorables del libro (en la adaptación cinematográfica de James Whale ni siquiera aparece). Es necesario haber leído la novela para poder situarla. Victor Frankenstein vuelve a casa, acompañado de su fiel amigo Henry Clerval, temeroso de enfrentarse al monstruo recién nacido que abandonó cuando salió por última vez de su domicilio. Angustiado, sube los escalones en solitario, y cuando por fin se encuentra con que la vivienda está vacía, rompe a reír nerviosamente. En la última viñeta, mientras continúan sus carcajadas histéricas, Clerval, consternado, le pregunta: «Mi querido Victor, por amor de Dios, ¿qué sucede?»


El viajero contemplando un mar de nubes (1818), Friedrich

Y ésa es la misma pregunta que se hace el lector: ¿qué sucede aquí? ¿Qué representa esta escena tan aparentemente enigmática, que Clowes sin embargo ha elegido para sugerirnos el mensaje que se oculta al otro lado de la portada?

Evidentemente, no es éste el lugar donde agotar todas las interpretaciones y adaptaciones a las que ha dado lugar Frankenstein (si es que en algún lugar se puede llevar a cabo tan inmensa tarea), pero sí tendremos en cuenta el planteamiento que, a modo de síntesis, ofrece David J. Skal: «Frankenstein es una novela visionaria que dramatiza, entre muchas otras cosas, la preocupación de una escritora feminista respecto al deseo científico del hombre por abandonar a las mujeres y encontrar un nuevo método de procreación en el que no intervenga el principio femenino»[29]. Acudiendo a la convulsa biografía de Mary Shelley, que a los 19 años había tenido ya un aborto y un hijo, muchos autores han señalado que subyace en Frankenstein un profundo temor a la maternidad, o tal vez a la reproducción, en términos tanto biológicos como tecnológicos[30]. Es cierto que lo que moviliza al monstruo durante el relato es su deseo de conseguir una pareja. Es decir, el doble quiere un doble. Y el doble es un símbolo de ansiedades que procesamos en clave macabra, siguiendo a Freud en el ensayo que antes mencionábamos, Lo siniestro, donde analizaba el cuento de E. T. A. Hoffman, El hombre de arena[31], protagonizado por un doppelgänger. Para Elizabeth Kostova, «el horror del monstruo de Frankenstein no es que sea un extraño, sino que es el otro de Victor, su doble, su conciencia, y la nuestra»[32]. Si el monstruo es realmente el doble de Frankenstein, ¿cómo podemos interpretar entonces su comportamiento? Cuando el padre de Victor le anima a casarse con su prometida de toda la vida, la reacción del científico parece sorprendente: «Pero, ¡ay!, la idea de una inmediata unión con Elizabeth me producía horror y espanto»[33]. Un horror y un espanto que superficialmente están justificados por la angustiosa situación en la que se encuentra debido a la aparición del monstruo que él mismo ha liberado sobre la Tierra, pero que tal vez exprese un horror y un espanto más profundo. Morgan destaca que a pesar de que el horror tienda con frecuencia a la obscenidad más depravada, «lo impulsa una perspectiva contraria a la fertilidad y antierótica», y que aunque el romanticismo oscuro se preocupa, como el romanticismo en general, por lo físico, lo hace por «los aspectos amenazadores de lo físico»[34]. Por eso, cuando Victor expulsa de su lado a la criatura y ésta le responde: «Bien. Me voy; pero recuerda esto: estaré contigo en tu noche de bodas»[35], tal vez el monstruo esté expresando un deseo inconsciente del propio creador. Y si es así, ese deseo se hace realidad cuando, en la misma noche de bodas, tal y como había prometido, asesina a Elizabeth.

Sí, el monstruo es portador del horror del doble, un doble abyecto, pues es un cadáver puesto en pie, pero con su acto ha evitado una nueva duplicidad, tal vez más traumática aún para Victor: la aparición de otro doble, el hijo en el cual culminaría su matrimonio con Elizabeth.

Esta repulsión ante el hijo tiene una doble vertiente, la biológica y la psicológica, que podríamos decir que es la que procede del freak y la que procede del friki. Mitchell amplía la primera hasta el miedo al clon, una multiplicación que no es sólo de la carne, sino de la imagen: «El clon significa el potencial para la creación de nuevas imágenes en nuestro tiempo -nuevas imágenes que completan el antiguo sueño de crear una ‘imagen viviente’, una réplica o una copia que no es simplemente un duplicado mecánico, sino un simulacro orgánico, biológicamente viable, de un organismo viviente» [36]. La cita a la multiplicación mecánica de la imagen evoca inevitablemente el célebre texto de Benjamin «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica». Decía Benjamin que «hasta a la más perfecta reproducción le falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia siempre irrepetible en el lugar mismo en que se encuentra»[37]. Entonces, cuando hablamos de los miedos que nos suscita ese doble artificial que hemos creado nosotros mismos, el monstruo resucitado de Frankenstein o el clon, ¿no estaremos dándole vueltas a un miedo espiritual a perder cierta esencia sagrada? Dice Ruiz de Samaniego que «todo monstruo es sagrado. Evidente (y videncia) de un poder por encima de lo razonable, más allá de la fuerza y los designios humanos o terrestres»[38], y Kristeva observa que la abyección, «a fin de cuentas, es la otra faceta de los códigos religiosos, morales e ideológicos sobre los que descansa el sueño de los individuos y la respiración de las sociedades»[39]. Quizás este terror sagrado que nos enseña nuestro monstruo sea el de reconocernos desnudos como «La obra de Dios en la época de su reproductibilidad técnica». (Y entendamos que ese Dios es el Dios terrible y absurdo de Burn Again, de David Boring, de Tú me has matado).
Volviendo al terreno de lo biológico: ¿Pudiera ser, entonces, que en Frankenstein subyaciera de forma principal un miedo a la reproducción, a la procreación? En definitiva: ¿un miedo al hijo?
Si aceptamos la hipótesis del miedo al hijo, del horror a la procreación como sustrato mítico de Frankenstein, entonces quizás nos resulte más fácil comunicarlo con la tradición del horror contemporáneo no de género. Una tradición que, decíamos, se entiende desde la traumática relación materno-filial de Psicosis, donde el «doble» horrible es exactamente familiar, y por lo tanto Unheimlich, como decía Freud. Y si esa herencia se proyecta realmente en Eraserhead, el tema se hace aún más evidente en esta película donde el hijo es, literalmente, el monstruo.


Moscas en el techo, Jaime Hernandez

En «Moscas en el techo», de Jaime Hernandez, Izzy veía al diablo después del aborto, como Mary Shelley, y buscaba posteriormente la redención por medios no biológicos, como la joven escritora romántica en su ficción. En el caso de Izzy, no resucitando a los muertos, sino simplemente adoptando a la prole del hombre que la acoge.

Burn Again es la fantasía de un hijo convertido en monstruo por su padre, y de su venganza contra él cuando, como Victor a su criatura, éste le niega la pareja (el padre acaba robándole a su esposa). Casi podríamos decir que es la historia de Frankenstein contada desde el punto de vista de la criatura. Como le pasa a la Izzy de «Moscas en el techo», el trauma lleva a Bliss Blister a quedar marcado por el diablo. Burns profundizaría en el tema con Agujero negro, donde el embarazo es el trauma cifrado por la plaga sexual que asuela a los adolescentes.

En Clowes, el tema también está muy presente. Cuando decíamos que Como un guante de terciopelo forjado en hierro poseía la excitación sexual del sueño y al mismo tiempo se desenvolvía en una atmósfera malsana, es porque el impulso erótico se ve contrarrestado por el horror que produce la lógica culminación de ese impulso: la procreación. El conflicto que anima muchas de estas obras es la oposición de dos términos, que no son el bien y el mal, como en el universo maniqueo del cómic infantil, sino el deseo y el aborrecimiento. David Boring puede leerse como una versión más sofisticada de Como un guante de terciopelo forjado en hierro: una compleja alegoría sobre el trauma del inevitable enfrentamiento con la propia carnalidad. Cuando David hace el amor con Wanda[40] en el «día perfecto», el Memorial Day de 1998 (que, como dijimos, corresponde a la fecha de nacimiento real de Clowes), se nos informa de que «no se tomaron precauciones de ningún tipo». David, que no ha conocido a su padre, sueña con la paternidad (que en realidad teme) como medio de reafirmar su masculinidad. Así, dominaría a su madre, con quien le une un complejo de Edipo, y se convertiría en su propio padre desaparecido. En realidad, el niño está destinado a convertirse en el padre, a rellenar ese hueco en el pasado de David, esa incógnita que le sume en la perplejidad y que tiene un tinte metafísico: si no sabe de dónde viene, ¿cómo va a saber a dónde va? Cuando, por último, David y Dot se encuentran con «su» hijo en el territorio mítico de la infancia, Hulligan’s Wharf, un lugar asociado a un tebeo de superhéroes que es la única herencia patrimonial de David, y asociado también a su primer encuentro amoroso con su prima Pamela, se sublima el deseo de maduración a través de la eternización de un único instante idealizado: el beso bajo las aguas de David y su prima, con un componente de placidez prenatal. Dot, la amiga lesbiana de David, que es su alter ego, una manifestación de sí mismo capaz de mantener relaciones sexuales con mujeres sin consecuencias genéticas, se hace cargo del hijo de Pamela (de «padre desconocido»), dejando que ésta y David retomen la relación iniciada en la infancia por su inocente beso e interrumpida por la confusa y estéril vida intermedia. En realidad, no parece que David haya superado sus traumas, que haya madurado y asumido su posición en el mundo. Parece más bien que ha muerto e intenta pervivir en una fantasía infantil a la que replegarse definitivamente.

No debe sorprendernos que el relato evite «cerrar el arco» haciendo madurar a su protagonista, pues, como dijimos antes, el friki es el personaje predilecto de Clowes y de todo el cómic adulto desde el underground, y el horror para el friki es la maduración.


El experimento (2002), Juaco Vizuete

Esto es evidente en obras que ya mencionamos como El experimento, de Juaco Vizuete, en la que el gran enemigo destructor es la mujer embarazada que hace insostenible el mantenimiento de la fantasía del club de chicos infantil. También el embarazo es un detonante de la violencia en Doctor Vértigo de Martí, y en obras de clara estirpe lynchiana como 4 Botas (2002), de Keko, donde la espiral asesina de su perturbado protagonista tiene como uno de sus objetivos a su hijo aún no nacido.


4 Botas (2009), Keko

Podríamos seguir sumando ejemplos, y podríamos trasladar el análisis al terreno de la novela gráfica más alejada (aparentemente) de los tópicos del horror. El número de obras que giran sobre las relaciones traumáticas entre padres e hijos o que las incluyen como elemento fundamental es abundantísimo: empezando por los títulos canónicos como Maus de Art Spiegelman y Jimmy Corrigan de Chris Ware, y continuando por otros como Fun Home de Alison Bechdel, Epiléptico de David B.[41], Metralla de Rutu Modan, La muñequita de papá, de Debbie Drechsler, y tantas otras. ¿Es de extrañar que ese perturbador sentimiento haya encontrado salida en más de una ocasión en expresiones cercanas al horror, y cuya raíz se puede encontrar en clásicos del género como Frankenstein?

Frankenstein, entonces.

Al volver ahora sobre la contraportada, parece evidente que Clowes ha intentado dibujar algo que no está ahí. Más que ninguna otra cosa, «Victor» expresa lo que podríamos llamar -saqueando a Virilio- la presencia de una ausencia.

El júbilo de Victor es comprensible. No ha encontrado aquello que esperaba -que temía- encontrar: lo inevitable.

Había conseguido evitar la reproducción mediante el método carnal -la consumación de su platónica relación con su querida y aborrecida Elizabeth- pero no había podido evitar el horror producido por la alternativa: aquella masa de carne muerta a la que había dado vida. Su doble. Porque el monstruo, al fin y al cabo, había nacido como fruto de un miedo inexpresado. Era un hijo del horror.

Y es la contraportada, entonces, la que nos cuenta lo que no nos cuenta la portada, y lo que no entendemos si lo miramos de frente, lo entendemos cuando miramos al monstruo de espaldas.




[1] Sobre EC Comics, véase García, Alberto, «EC, paradigma del horror pre-Code», en Tebeosfera 5, Madrid, 2009. Disponible en http://www.tebeosfera.com/documentos/documentos/ec_paradigma_del_horror_pre-code.html
[2] Sobre el Comics Code, véase Rodríguez, José Joaquín, «Seal of Approval: The History of the Comics Code, de Amy Kiste Nyberg», en Tebeosfera 5, Cádiz, 2009. Disponible en: http://www.tebeosfera.com/documentos/documentos/seal_of_approval_the_history_of_the_comics_code_de_amy_kiste_nyberg.html
[3] Spain Rodriguez: «Me siento bien porque conseguimos dar algunos golpes en la guerra cultural. Conseguimos dar una patada en la boca al despreciable Comics Code. Conseguimos ganarnos la vida. Conseguimos reflejar nuestros tiempos», en Ronsenkranz, Patrick, «The Limited Legacy of Underground Comix», en Danky, James y Kitchen, Denis (eds.), Underground Classics. The Transformation of Comics into Comix, Abrams ComicArts, Nueva York, 2009, p. 24. Citado en García, Santiago, La novela gráfica, Astiberri, Bilbao, p. 150.
[4] Pouncey, Edwin, «The Black Eyed Boodle Will Knife Ya Tonight! The Underground Art of Rory Hayes», en Hayes, Rory, Where Demented Wented. The Art and Comics of Rory Hayes, Fantagraphics, Seattle, p. 17.
[5] Extractos del artículo de Griffith recogidos en Rosenkranz, Patrick, Rebel Visions. The Underground Comix Revolution 1963-1975, Fantagraphics, Seattle, 2002, p. 217.
[6] En Mullaney, Dean, «RAW Magazine: An Interview with Art Spiegelman and Françoise Mouly», en Witek, Joseph, Art Spiegelman. Conversations, University Press of Mississippi, Jackson, 2007, pp. 30-31. La entrevista apareció originalmente Comics Feature 4 (julio-agosto 1980).
[7] En 1982, Charles Burns se trasladó a Roma durante dos años, y allí entró en contacto con los artistas del grupo Valvoline, que se presentaba como una iniciativa de vanguardia.
[8] Morgan, Jack, The Biology of Horror: Gothic Literature and Film, Southern Illinois University, Carbondale y Edwardsville, 2002, p. 6.
[9] Elmer Gantry, El fuego y la palabra en su versión española. Película dirigida en 1960 por Richard Brooks sobre una novela de Sinclair Lewis, con Burt Lancaster y Jean Simmons en sus papeles principales.
[10] Castro, Fernando, «Zusammenfügen (“A reprendre depuis le début”) [Excesos y perogrulladas de la estética contemporánea]”, en Una “verdad” pública. Consideraciones críticas sobre el arte contemporáneo, Universidad Autónoma de Madrid, Madrid, 2009, p. 80.
[11] Freaks (1932), dirigida por Tod Browning, interpretada por Wallace Ford, Leila Hyams y Olga Baclanova.
[12] Freud, Sigmund, «Lo siniestro», en Cuesta Abad, José Manuel y Jiménez Heffernan, Julián, Teorías literarias del siglo XX, Akal, Madrid, 2005, p. 661.
[13] Ruiz de Samaniego, Alberto, «Monstruos: informes de fatalidad», en Ray Harryhausen, creador de monstruos, Maia Ediciones, Madrid, 2009, p. 20.
[14] Psycho, Psicosis en español (1960). Dirigida por Alfred Hitchcock e interpretada por Anthony Perkins, Vera Miles, John Gavin y Janet Leigh.
[15] La modernidad, por supuesto, no significa llegar el primero, sino llegar en el momento justo. El mismo año que Psicosis, en 1960, se estrenó El fotógrafo del pánico (Peeping Tom), dirigida por Michael Powell y protagonizada por Carl Boehm, Moira Shearer y Anna Massey. Esta película, que estaba protagonizada también por un psicópata, de naturaleza aún más anticipatoria que el de Hitichcock, pues no sólo mataba a sus víctimas por puro placer, sino que mientras lo hacía, grababa el crimen con una cámara, presagiando la espectacularización de la muerte en nuestra sociedad, fue repudiada en su momento. Cincuenta años después, sin embargo, es un clásico cada vez más reivindicado.
[16] Eraserhead, Cabeza borradora en español (1977), dirigida por David Lynch, protagonizada por Jack Nance, Charlotte Stewart y Jeanne Bates.
[17] The Elephant Man, El hombre elefante en español (1980), dirigida por David Lynch, protagonizada por Anthony Hopkins, John Hurt, Anne Bancroft, John Gielgud y Wendy Hiller.
[18] Virilio, Paul, Estética de la desaparición, Anagrama, Barcelona, p. 37.
[19] El ángel exterminador (1962), dirigida por Luis Buñuel, protagonizada por Silvia Pinal, Enrique Rambal, Claudio Brook y José Baviera.
[20] On the Beach, La hora final en español (1959), dirigida por Stanley Kramer y protagonizada por Gregory Peck, Ava Gardner, Fred Astaire y Anthony Perkins.
[21] El padre de David Boring es un dibujante de cómics. Y podríamos añadir, tanto en la ficción como en la realidad, tanto en sentido literal como figurado.
[22] Parille, Ken, «A Re-reader’s Guide to David Boring», en Comic Art nº 7, invierno de 2005, p. 75-76.
[23] The Matrix (1999), dirigida por los hermanos Wachowski, protagonizada por Keanu Reeves, Laurence Fishburne, Carrie-Ann Moss y Hugo Weaving.
[24] El primer volumen de Taxista apareció en 1984, y el segundo en 1990. Ambos fueron publicados por La Cúpula y reeditados en un solo tomo por Glénat en 2004. En 2007 apareció la primera entrega de un tercer volumen todavía no finalizado, en Calvario Hills (Fantagraphics), en inglés. Estas páginas se han traducido al español en los números 3 y 4 de la revista La Cruda (2009-2010).
[25] Cloverfield, Monstruoso en España. 2008. Dirigida por Matt Reeves y protagonizada por Michael Stahl-David, Odette Yustman y Mike Vogel.
[26] Kristeva, Julia, Powers of Horror. An Essay on Abjection, Columbia University Press, Nueva York, 1982 [1980], p. 208.
[27] Dick Briefer (1915-1980) dibujó dos series de cómics basadas en Frankenstein. La primera, iniciada en Prize Comics 7 (1940), está considerada por muchos especialistas como la primera serie de terror del cómic americano. La segunda, iniciada en Frankenstein 1 (1945), tiene un tono humorístico y es la que le ha dado más fama.
[28] Barthes, Roland, Lo obvio y lo obtuso, Paidós, Barcelona, 1986 [1982].
[29] Skal, David J., Monster Show. Una historia cultural del horror, Valdemar, Madrid, 2008, p. 226.
[30] «El pasaje de Baker se inscribe en la ansiedad humana del organismo, como el Frankenstein de Mary Shelley, si es que la tesis de Ellen Moer es correcta: que la novela refleja las ansiedades de Shelley en referencia al parto, por el que ya había pasado a la temprana edad de los dieciocho años», Morgan, op. cit., p. 10.
[31] Acaba de publicarse precisamente una adaptación de El hombre de arena al cómic, obra de Federico del Barrio, en Edicions de Ponent (2010).
[32] Kostova, Elizabeth, «Introduction», en Shelley, Mary, Frankenstein, Penguin, Londres, 2007, p. xiv.
[33] Shelley, Mary, Frankenstein, Valdemar, Madrid, 1994, p. 144.
[34] Morgan, op. cit., p. 9.
[35] Shelley, op. cit., p. 157.
[36] Mitchell, W. J. T., What Do Pictures Want? The Lives and Loves of Images, University of Chicago Press, Chicago, 2005, p. 12.
[37] Benjamin, Walter, «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», en Obras libro I/vol. 2, Abada, Madrid, 2008, p. 13.
[38] Ruiz de Samaniego, Alberto, op. cit., p. 23.
[39] Kristeva, Julia, op. cit., p. 208.
[40] Como ya indiqué, es el artículo citado de Parille el que me hizo reparar en este detalle. Pero Parille observa muchos otros detalles curiosos que son pertinentes para los temas que estamos tratando aquí, como la duplicidad que también existe entre Wanda y su hermana, en lo que parece una cita deliberada al Vértigo de Hitchcock, y la relación de eco que existe, de hecho, entre todas las mujeres de la historia.
[41] En el caso de Epiléptico el doppelgänger monstruoso del que huye durante todo el libro el protagonista es, evidentemente, el hermano enfermo.

Artículo publicado originalmente en Tebeosfera 2ª época, nº 5 (2010). Me ha parecido interesante rescatar aquí este texto que escribí hace un par de años porque creo que es un buen broche para estos días que he dedicado a dar vueltas en torno a la obra de Charles Burns y especialmente a su último libro, The Hive. Como decía hace un par de días, hay una serie de obsesiones vitales muy palpables en The Hive, y creo que tienen que ver con temas de los que hablaba en «Hijos del horror».

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué buen análisis! Me quito el sombrero y me pongo de pie!