La palabra cartoon resulta de complicada traslación al español. Para los americanos, designa a la caricatura, al chiste, a la historieta, al boceto y al dibujo animado. Conceptos muy distintos y en los que, sin embargo, el término general cartoon parece reconocer una verdad común y compartida, una esencia ontológica que los une frente a todo lo que no es cartoon, y que es reconocible de modo inequívoco. Es sobre esa sustancia cartoon sobre la que gravita en fondo y forma este Bulevar de los sueños rotos que podría subtitularse “la gran novela gráfica americana”.
Este libro recogía en 2002 materiales que Kim Deitch (ayudado por su hermano Simon) fue produciendo a lo largo de los 90. La recopilación multiplicó las virtudes de estas páginas, creando la sensación de grandioso entramado de historias que los relatos individuales sólo insinuaban. Nacido en 1944 de padre dibujante de animación, Deitch se inició en el cómix underground de la segunda mitad de los 60, pero debido a lo disperso de su obra, nunca alcanzó el aura mítica de sus compañeros generacionales Robert Crumb o Gilbert Shelton. La edición de El bulevar de los sueños rotos le relaciona más con el movimiento moderno de la “novela gráfica” (abanderado por autores que en su mayoría son 20 años más jóvenes que él) que con las propuestas de la contracultura, lo cual tal vez explique su invisibilidad comercial. Su obra, no obstante, se ubica perfectamente entre Art Spiegelman y el Chris Ware de Quimby the Mouse. De hecho, pocos tebeos se han dibujado desde Maus que hayan tratado tan rigurosamente el tema de la memoria familiar con recursos y motivos específicos de la tradición del cartoon; aquí, de nuevo, y como en la obra de Spiegelman, los animalitos antropomórficos son una presencia perturbadoramente adulta.
El bulevar de los sueños rotos narra la historia de la corrupción de los dibujos animados como forma artística por parte de la industria. Lo hace a través del detalle de las historias humanas de un puñado de personajes en el centro de los cuales está la patética figura de Ted Mishkin, un genio creativo incompetente como persona al que acompaña la alucinógena figura del gato Waldo. Es una materia literaria robusta, que contiene los ingredientes de triunfo y tragedia, personal e histórica, sobre el telón de fondo de un tema cultural plenamente americano, tan del gusto de las grandes novelas estadounidenses al estilo Roth o DeLillo. El logro de Deitch está en alcanzar un equilibrio entre lo literario y lo gráfico que a veces falta en otros cómics ambiciosos. Sirva de ejemplo su uso de la superposición de espacios planos ilusorios que se encuadran unos a otros -empezando por la realidad, por la viñeta misma-, sugiriéndonos en la confusión de su planitud que tomemos conciencia de lo fantasmagórico de la imagen, del relato y de los personajes, y que miremos detrás de la pantalla donde se desarrolla el “truco”, a la vez mágico y patéticamente barato. O dicho de otra manera, que reconozcamos que la historia real que nos cuenta es otra ficción, una mentira más, sin trampa ni cartón, y que ésa es toda la melancólica verdad.
[Publicado en ABCD 820, 20 de octubre de 2007]
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