¿Sabéis lo que echa uno de menos en América? Vale, sí, el jamón serrano, de acuerdo. ¿Y qué más? OK, el queso manchego también, cierto. Hay quesos, sí, y los llaman manchegos «españoles», pero... bueno, no entremos ahora en eso, yo venía aquí a hablar de otra cosa: de tebeos españoles. De BUENOS tebeos españoles que se están publicando ahora mismo aquí y que justifican que uno venga a la vieja patria a recogerlos con las propias manos y leerlos con los propios ojos que se han de comer los gusanos. Y eso he hecho estos últimos días, leer un buen puñado de tebeos españoles publicados durante los últimos meses. Y algunos me han decepcionado, cierto, y otros me han sorprendido. Y hay material flojito, y hay material bueno, y hay material EXCEPCIONAL. Véase el ejemplo:
Aventuras de un oficinista japonés (Bang, 2011), de José Domingo.
A simple vista es, desde luego, el tebeo más extraordinario del año. Formato gigante, tapa dura, color, despliegue gráfico deslumbrante y ausencia total de texto. O sea: un puñado de dinamita para hacer saltar por los aires los prejuicios sobre la novela gráfica. Aún más: aunque
Aventuras de un oficinista japonés es una obra claramente para adultos, se presenta como si fuera un libro ilustrado para niños. Lo cual es apropiado, porque en lo más íntimo es el manifiesto de una generación que se ha hecho adulta agarrada a la infancia. Por eso, el viaje del protagonista (la filiación japonesa del Oficinista es una referencia nada superflua) no es tanto un viaje por la geografía del mundo físico, sino por el mapa de la imaginación interior alimentada por décadas de cultura basura. Podríamos decir que es la búsqueda de la identidad propia en las cosas ajenas, lo cual suena muy místico, pero es que éste es un libro místico, aunque parezca de juguete. En eso se parece también a los de Max, como en otras cosas se parece a Geof Darrow, a Chris Ware, a Yokoyama o a Pere Joan, por ejemplo. Y todo eso hace que se parezca únicamente a José Domingo. Pero me desvío... Tengo tantas notas sobre este tebeo que genera tantas ideas y tantas sensaciones, que me pierdo en su marea de detalles, como sin duda es la intención del autor. La secuencia de la hoja es una de mis favoritas por la manera en que condensa el tema del libro: la transformación del personaje por el encuentro con un azar irresistible, el dejarse arrastrar por las circunstancias externas, y el reencuentro con uno mismo tras haber vivido la experiencia. Pero la experiencia no nos transforma, nos deja tal y como estábamos, aunque en otro sitio, y continuamos por nuestro mismo camino, sabiendo tal vez únicamente algo más de quienes somos por simple contraste con quienes no somos. El capricho es el gran designio divino, y cada vez que pisamos la calle un viento irresistible nos puede arrastrar al confín del mundo, como le pasaba al protagonista de
Sentimental, la novela de Sergi Pàmies, como le pasaba a tantos héroes clásicos y posmodernos que han seguido los pasos de Ulises. Esa caída constante y sin frenos, ese avance imparable que nosotros mismos ni podemos frenar ni dirigir, queda perfectamente expresado en la perspectiva axonométrica que rige rigurosamente todo el tebeo: un horizonte infinito que viene de ningún lado y va a ningún lado, por el que el Oficinista Japonés sólo se puede deslizar, siempre en la misma posición, estático, mientras el mundo, el decorado, cambia alrededor de él. Ése es el verdadero viaje
místico moderno que expresa la metáfora del videojuego de plataformas con la que resulta tan obvio relacionar este tebeo. Y, sin embargo, sus raíces son mucho más clásicas de lo que parece. En parte, es como los rollos japoneses, que se despliegan poco a poco y, siendo una sola imagen, transmiten esa sensación de descubrimiento a medida que nuestro ojo encuentra en ellos el mundo representado. Y aún más, también me recuerda a los tebeos de Rodolphe Töpffer, los tebeos que están en el principio de los tebeos (tal y como hoy los conocemos), donde un personaje es vapuleado por las circunstancias y el azar, llevado en volandas como una hoja en una sucesión de peripecias cómicas sobre las que no tiene control, mientras en todas y cada una de las viñetas lo vemos de cuerpo entero, en la misma perspectiva, en una repetición fija y eterna de un cuadro objetivo que parece la representación de la mirada de Dios, o de nuestra mirada, vaya, que a estas alturas es lo mismo.
Esa conexión íntima con Töpffer es la conexión íntima con la disciplina del dibujo y la imaginación, del capricho, como decía antes; el motor invisible del cómic desde sus orígenes hasta nuestros días, la expresión de una verdad que se puede dibujar pero no escribir. Y esa verdad está en este inmenso inmenso inmenso tebeo de José Domingo. Que sólo por venir a leerlo ya ha merecido la pena cruzar un océano.