Superman.
Ed Hamilton, Otto Binder,
Wayne Boring, Al Plastino, Curt Swan y otros,
1958-1970
Mort
Weisinger, el editor de Superman,
estaba leyendo las páginas del guión que le había entregado Jerry Siegel, quien
había creado al personaje años antes junto a Joe Shuster. Una vez hubo acabado,
Weisinger se levantó con el manuscrito todavía en la mano.
-Tengo
que ir al servicio, ¿te importa que utilice tu guión para limpiarme el culo?
La
anécdota la cuenta el historiador Gerard Jones, pero no es la única que ilustra
el carácter de ogro de Weisinger, ampliamente documentado en numerosas fuentes.
Jim Shooter, que acabaría dirigiendo Marvel Comics años después, se inició como
guionista cuando apenas era un adolescente, precisamente bajo la tutela de
Weisinger, a quien recordaría al cabo del tiempo como “más malo que una
serpiente, y eso cuando era agradable”. Recordando el método de trabajo
impuesto por su editor, contaría que le llamaba habitualmente a casa para
hablar de las historias. “Las llamadas consistían básicamente en él gritándome:
‘¡Puto imbécil! ¡Aprende ortografía! ¿Qué cojones tiene ese personaje en la
mano? ¿Se supone que es una pistola? ¡Parece una zanahoria! ¡Estos bocetos
tiene que ser claros, retrasado!” Que Shooter fuera al colegio por entonces no
era algo que provocase piedad en su jefe: “Mort me llamó una vez a la escuela.
Mandaron a alguien del despacho del director para que me pusiera al teléfono.
Tenía una pregunta sobre el diseño de una portada...”
Al
menos, la cólera de Weisinger no discriminaba por motivos de edad. Wayne Boring
había sido el principal dibujante de las aventuras del Hombre de Acero durante
casi treinta años. Cuando Weisinger decidió reemplazarlo, tenía más de 60 años.
Boring recordaría su asombro cuando el editor le dijo que estaba despedido.
-¿Quieres
decir que ya no trabajo para ti?
-¡Estás
despedido!
-¿Despedido?
¿Pero a qué te refieres? ¡Lo único que tienes que hacer es dejar de mandarme
guiones!
-¿Es
que te tengo que pegar una patada en el estómago para que te enteres de que no
te queremos aquí?
Poco
después, Wayne Boring enfilaba sus últimos años con un empleo de guardia de
seguridad de un banco.
El
editor ha sido la figura clave, aunque anónima muchas veces, del tebeo
comercial americano durante toda su historia. Sí, los guionistas escriben los
guiones, los dibujantes dibujan los dibujos, los entintadores los entintan, los
coloristas los colorean y los rotulistas rellenan los textos de los bocadillos,
pero es el editor el que lleva el rumbo de la nave en la que viajan todos
juntos. Para evitar confusiones terminológicas, digamos que estamos hablando de
la figura que en el negocio se conoce como editor
(cuya traducción más aproximada al español sería la de director o redactor jefe),
no del publisher (el dueño o
responsable editorial máximo de la empresa, que es lo que nosotros solemos
llamar editor). Casas como Marvel y
DC, que publican decenas de títulos cada mes, tienen un grupo de editores en plantilla que son quienes se
ocupan de que cada cómic llegue a los kioscos (en su día) o librerías (en la
actualidad), a la par que se coordinan entre ellos para que los diferentes
personajes y títulos de la editorial convivan con cierta armonía. El de editor
no es meramente un trabajo técnico, es decir, no se trata tan solo de
asegurarse de encargar el material y hacer que se cumplan los calendarios, sino
que tiene una gran influencia creativa. Ésta puede aumentar o disminuir según
las épocas, las personalidades de los implicados o los personajes tratados,
pero siempre es decisiva.
En
el caso de Mort Weisinger, durante algo más de una docena de años llevó Superman y Action Comics (la otra colección donde aparecían las aventuras del
kryptoniano) con mano de hierro y una visión tan clara que casi podríamos
hablar de que el editor fue el verdadero autor
de esa etapa del personaje. Weisinger era el soberano absoluto de su reino, y
todos los profesionales que tenía a su mando estaban sometidos a su obediencia
y su ira. Incluso aunque hubieran creado la propiedad que el editor
administraba, como en el caso de Jerry Siegel. Tanto Siegel como Shuster eran
apenas unos críos cuando habían vendido Superman, y la editorial se apresuró a
hacerles firmar contratos que les desposeían de todos los derechos que les
correspondían como creadores del Hombre de Acero. Cuando Siegel y Shuster se
dieron cuenta de que habían dado con una mina de oro, quisieron reclamar lo que
habían cedido, pero ya era demasiado tarde. DC los despidió y eliminó sus
nombres del pie del autor. Sólo años después consiguió Siegel volver a escribir
guiones de su personaje, contratado como colaborador externo con la misma
categoría que cualquier otro guionista. Para entonces, Superman ya pertenecía a
Mort Weisinger, si no en derecho, sí al menos de hecho.
Weisinger
(1915-1978) había sido un joven muy activo en los inicios del fandom, o, por decirlo de otra manera,
él ya era un friki en los años 30, antes de existieran los frikis. Con su amigo
Julius Schwartz (que acabaría siendo el editor de Batman al mismo tiempo que él
se ocupaba de Superman) creó uno de los primeros clubs de aficionados en torno
a las revistas pulp de ciencia-ficción, y muy pronto entre ambos organizaron
una agencia literaria que mediaba entre los escritores dispersos por todo
Estados Unidos y esas mismas revistas. Entre sus clientes se contaron H. P.
Lovecraft y Ray Bradbury. Poco después, Weisinger empezó a trabajar como editor
en el nuevo campo de los cómics, que precisamente estaba despegando impulsado
por el imprevisible éxito de Superman, quien había aparecido por vez primera en
Action Comics nº 1 (1938), un cómic
que en su día costaba 10 centavos y por el que en 2014 se han llegado a pagar
más de 3.200.000 dólares.
Con
la salvedad de su paso por el ejército durante la guerra, Weisinger trabajó
como editor en DC ininterrumpidamente desde 1941, sacando adelante las
colecciones del Hombre de Acero y muchos otros personajes, como el propio
Batman, Aquaman o Flecha Verde. A partir de cierto momento, sin embargo, el
poder de Weisinger sobre Superman se hizo mayor, y empezó a dejar su sello
personal en sus aventuras a través de las historias que materializaban sus
guionistas y dibujantes, que por entonces eran anónimos para el lector, ya que
DC no incluía créditos en sus publicaciones.
Los
estudiosos han convenido que esta etapa (que algunos llama Silver Age, aunque es un término problemático) tiene una fecha de
inicio muy precisa: Action Comics nº
241 (junio de 1958), donde se presenta por vez primera la Fortaleza de la
Soledad, el refugio ártico del superhombre. Si realmente es cierto que se
produce ese giro, es posible que estuviera relacionado con la finalización de
la serie de televisión Adventures of
Superman, que había permanecido en antena desde 1952 hasta 1958. La serie
estaba protagonizada por George Reeves, un actor peculiar que acabaría
suicidándose en 1959, acontecimiento sobre el que gira la película Hollywoodland (2006), protagonizada por
Ben Affleck. El Superman televisivo era un hermano mayor bonachón e
infantiloide que, debido a las limitaciones del presupuesto y de los efectos
especiales del momento, se veía obligado a moderar la exhibición de sus
majestuosos poderes en pantalla, y tendía a enfrentarse a amenazas mundanas.
Los hampones de pacotilla era más comunes que los enemigos fantásticos de
facultades extraordinarias.
Pero
con Superman fuera de los televisores, los cómics ya no tenían que seguir
siendo fieles a esa acartonada imagen, y tal vez Weisinger decidiera que había
llegado el momento de liberarse y explorar nuevas facetas del personaje. El
éxito de su dirección editorial sin duda contribuyó a que contara con toda la
confianza de los ejecutivos de la casa. Mientras el mercado del cómic estaba en
recesión constante, Superman aumentaba sus ventas. En 1967 incluso se permitía
llevar en portada el rótulo “¡La revista de cómics más vendida del mundo!”, que
podemos leer como un doble mensaje, dirigido a la vez hacia el pasado y hacia
el futuro. Hacia el pasado, porque era una forma de decirle a Disney que por
fin habían superado sus ventas, que antaño se consideraban inalcanzables para
cualquier otro editor. Hacia el futuro, porque el lema tal vez también fuera
una respuesta a la pujanza de Marvel Comics, cuyo título insignia, Los Cuatro Fantásticos, se definía con
la frase: “¡La mejor revista de cómics del mundo!” Uno casi puede imaginar a
Weisinger gritando socarronamente desde su atalaya a Stan Lee: “¡Vosotros os
creéis los mejores, pero nosotros vendemos más!”
En
1967, concretamente, una media de casi 1.100.000 ejemplares por número de Superman. Action Comics vendía
aproximadamente un tercio menos. Entre ambas, varias decenas de millones de
copias anuales. Un dinerín.
Pero,
¿qué tiene eso que ver con el hecho de que Weisinger fuera un ogro? Como el
propio Boring diría: “¡Me daba miedo morirme e ir al infierno por si él estaba
al mando! ¡Eso habría sido el colmo!” Lo cierto es que en aquel Superman
clásico latía intensamente la tensión subterránea de los traumas y angustias de
Weisinger. Sin su torturado y torturador carácter, nada hubiera sido lo mismo.
La
etapa iniciada en 1958 se recuerda como la etapa gloriosa de la mitología del
Hombre de Acero. Con Siegel y Shuster, Superman se había iniciado como un
justiciero que perseguía a maridos maltratadores y hombres de negocios
corruptos en el Estados Unidos posterior a la Depresión de 1929, pero a partir
de Weisinger se completará la transición de lo que había sido una “fantasía
social moderna” a un “cuento de hadas moderno”, en palabras del historiador
Bradford M. Wright. A partir de la Fortaleza de la Soledad, se puso el énfasis
en la herencia kryptoniana de Superman, explotando el carácter de
extraterrestre del personaje. Tal vez ahí se vieran los orígenes de Weisinger
en la literatura de ciencia-ficción de los años 30, de la que también procedían
algunos de los guionistas más brillantes de esta etapa, como Otto Binder
(1911-1974) o Ed Hamilton (1904-1977). Pronto, se consolidarían hitos como
Kandor, la ciudad kryptoniana que Superman guarda en su Fortaleza,
miniaturizada y embotellada; también aparecen Supergirl y Superboy, y enemigos
tan fantasiosos como Bizarro, una versión monstruosa y antitética de Superman,
o Mr. Mxyzptlk, un duende mágico de otra dimensión que comete todo tipo de
catastróficas travesuras hasta que es devuelto a su lugar de origen mediante el
único medio posible de librarse de él, que es engañarle para que pronuncie su
propio nombre al revés. Tal vez no haya existido en la historia una premisa
argumental más complicada para los guionistas. Por una tarifa de saldo, los
escritores de Superman tenían que resolver ese problema una docena de veces al
año. También aparece en esta época la kryptonita roja, que es la herramienta
definitiva para generar historias aleatorias. Hasta entonces, la kryptonita
verde había sido la única debilidad de Superman, ya que emitía una radiación
letal que le debilitaba y podía acabar matándole. La kryptonita roja (que
debuta en Adventure Comics nº 252,
1958) era más interesante, porque sus efectos eran impredecibles. La kryptonita
roja no mataba a Superman, pero le afectaba temporalmente
de maneras siempre diferentes: le convierte en un bebé, o en un gigante, le
hacer engordar o provoca que le crezcan el pelo y las uñas (cosa que no ocurre
normalmente bajo un Sol amarillo, como el de nuestro sistema), o cualquier otro
disparate que conviniera a la historia en cuestión. En una ocasión, la
kryptonita roja provoca la aparición de un tercer ojo en la nuca de Superman, y
para disimularlo, éste se hace pasar por loco y durante toda la historia lleva
sombreros de estilos diferentes.
Los
dos efectos más habituales de la kryptonita roja, sin embargo, eran la pérdida
de la memoria o de los poderes de Superman, a veces por separado y a veces en
combinación. Por ejemplo, en “¡La amada que Superman olvidó!” (Superman nº 165, 1963, Jerry Siegel y Al
Plastino), la kryptonita roja provoca que un Clark Kent a la deriva y sin
poderes adopte la identidad de “Jim White” (compuesta de los nombres de sus
amigos Jimmy Olsen y Perry White) y viva una tremenda historia romántica con
una rica heredera de ranchos y pozos petrolíferos. Debido a las maquinaciones
de un celoso rival sentimental, la historia acaba trágicamente con “Jim White”
paralítico, primero, y aparentemente muerto, después. Sin embargo, finalmente
vemos que al pasarse los efectos de la kryptonita roja, el héroe recupera los
poderes, la memoria y su vida como Clark Kent, al tiempo que paradójicamente
parece olvidarse de su amada, que nunca sabrá cuál ha sido el verdadero destino
de su prometido.
Obviamente,
aquí la kryptonita roja es un recurso fácil para hacer las historias
“interesantes”. Porque si hay algo difícil es concebir desafíos interesantes para un personaje que tiene
los poderes de un dios en un mundo de personas normales. El Superman de los
años cincuenta es algo más que superfuerte o invulnerable, es prácticamente
omnipotente. Mueve planetas, viaja en el tiempo, se desplaza a tal velocidad
que puede estar casi instantáneamente en dos sitios a la vez. No tiene límites.
Ya que es casi imposible poner en peligro su vida, los guionistas tratan de
poner en peligro constantemente su identidad secreta. La gran catástrofe para
Superman sería, por tanto, que el mundo supiera que en realidad es sólo Clark Kent, un individuo normal y
corriente. Si la que lo descubre es su enamorada Lois Lane, siempre activa en
el proyecto de descubrimiento de su secreto, el peligro es doble, pues según
parece de la revelación se deduciría inmediatamente el matrimonio entre la
periodista y el superhéroe, que de alguna manera inexpresada el joven lector
entiende que sería el final de las aventuras. Las historias en torno a la
identidad secreta abundan, desde luego, pero no se puede vivir sólo de ellas. Para
salir de ese callejón sin salida, la vía más fácil que encuentran los
guionistas que quieren ponerle en situaciones comprometidas es privarle de sus
poderes.
Al
mismo tiempo, la caducidad de los efectos de la kryptonita roja facilita que
cada historia cubra su ciclo sin dejar huella. En Superman pasan cosas muy tremendas, pero en realidad nunca pasa nada, porque al final de cada
episodio todo vuelve a quedar como al principio. Esto lo explicaba
fantásticamente Umberto Eco en el artículo dedicado a Superman que forma parte
de Apocalípticos e integrados (1964),
y que es probablemente el texto de literatura crítica sobre historieta que más
ha influido en mi manera de entender el medio. Según el semiólogo italiano, en Superman el concepto de tiempo entra en
crisis, ya que el personaje no puede avanzar, no puede inscribir sus hazañas en
su historia, pues eso le acercaría a la muerte. Superman es un personaje que
debe permanecer entre el mito y la novela, entre lo eterno y lo biográfico. Los
efectos temporales de la kryptonita roja permiten a Superman vivir vidas
alternativas y variantes que, sin embargo no dejan huella, como la mencionada
historia romántica con la heredera sureña. Sin embargo, la kryptonita roja
tiene un límite máximo de flexibilidad. A pesar de lo inocuo de los sucesos que
acontecen a Superman/Clark Kent durante las vacaciones
que le proporciona el cese de sus poderes o su memoria, las circunstancias se
pueden estirar mucho, pero no se pueden romper. Finalmente, es obligatorio que
todo vuelva al punto de inicio. ¿Cómo superar ese límite? ¿Cuántas cosas más
excitantes aún se podrían contar si tuviéramos permitido “romper los juguetes”?
Responder a esa pregunta parecía la única solución para mantener el interés de
un público cada vez más saciado de acontecimientos estrafalarios, y para eso
existen las “historias imaginarias”.
Evidentemente,
todas las historias de Superman son
imaginarias, pero las “historias imaginarias” son fantasías en torno al mundo
de fantasía. Son los sueños que sueñan los sueños. Historias que no han pasado en un mundo y unos
personajes que no existen. En
resumidas cuentas: las historias imaginarias eran un salvoconducto que permitía
a los autores de Superman introducirse en el abismo.
“Superman
bajo el Sol rojo” (Action Comics nº
300, 1963, Edmond Hamilton y Al Plastino) no
es una historia imaginaria. Superman viaja un millón de años al futuro
persiguiendo a sus enemigos del Escuadrón de la Venganza contra Superman, un
grupo de extraterrestres que, frustrados previamente por Superboy, han jurado
tomarse revancha contra el Hombre de Acero. Al llegar al futuro, Superman se
encuentra no sólo con que la raza humana ha muerto y sólo quedan sus ruinas,
sino con que el Sol ha mutado, convirtiéndose en un Sol rojo, bajo cuya
influencia el superhéroe pierde sus poderes. Así, Superman queda atrapado en un
mundo desolado y sin posibilidad de escapar de su condena. Con la única
compañía de un robot con el semblante de su antiguo jefe, el director del Daily
Planet, Perry White, Superman vaga por el arrasado mundo del mañana. La
historia es apoteósica y dramática, y uno tiene la sensación de que realmente
está asistiendo al fin de Superman. Hasta que en apenas cuatro viñetas el héroe
alcanza su Fortaleza de la Soledad, todavía intacta, y aprovechando un truco que
se sacan de la manga vuelve a su era, donde las cosas son una vez más como
siempre han sido. Es una salida facilona y decepcionante, que en cierta manera
traiciona toda la gravedad de las páginas precedentes. Pero no podía ser de
otra manera.
Por
el contrario, “¡La muerte de Lois Lane!” (Superman
nº 194, 1967, Otto Binder y Curt Swan) sí es una “historia imaginaria”. Empieza
cuando Superman pierde sus poderes y Clark Kent, sin memoria alguna de quien
fue, se casa con Lois Lane. Ésta tiene un superhijo, pero se atribuye su
excepcionalidad no a la genética de su marido, sino a un antiguo suero que
ingirió años antes para adquirir poderes. Lois muere víctima de un plan de Lex
Luthor, el archienemigo de Superman. Éste, no contento con semejante maldad,
hace creer a Superman que tuvo un romance secreto con Lois Lane mientras ésta
vivió, manchando así su memoria. Con sus maquinaciones acaba enfrentando al
Superhijo con el Superpadre (que ya no tiene poderes, recordemos), para que el
primero mate al segundo. Sólo la intromisión de un robot en el último segundo
impide que el plan de Luthor triunfe completamente, pero la crueldad diabólica
del mismo perdura tras la última viñeta. Lois Lane no revivirá, las emociones
que han vivido los personajes no se pueden olvidar, el daño sufrido ha dejado
su cicatriz. Esta “historia imaginaria”, como todas, es una historia final,
detrás de ella no hay más que volver a iniciar el mito, pero resulta imposible
continuarlo.
La
proliferación de “historias imaginarias” en las que se combinaba la mitología
de Krypton, con sus amigos terrestres (Lois, Jimmy y Perry) y los enemigos del
superhéroe (especialmente Luthor), uniendo así las tres caras del personaje
–Kal-El, su nombre alienígena, Clark Kent y Superman—dio lugar a una sucesión
de historias estrafalarias donde la búsqueda del “más difícil todavía” desembocaba
en conceptos chocantes. En “¡Si Lex Luthor fuera el padre de Superman!” (Superman nº 170, 1964, Jerry Siegel y
Curt Swan), el plan de Luthor es viajar a través del tiempo al Krypton del
pasado, antes de que éste explotase, aparearse con Lara, la madre de Kal-El
(Superman), mandar a su hijo a salvo en un cohete a la Tierra antes de la
destrucción del planeta, tal como ocurrió originalmente cuando Superman fue
engendrado por Jor-El, y volver él mismo a 1964. En el mundo contemporáneo,
Luthor podría entonces dedicarse al saqueo a su gusto sin temer la
interferencia de Superman, ya que éste no podría “luchar contra su propio
padre”, en sus propias palabras. La boda entre Lara y Luthor el Noble se evita en el último instante, pero la ambición
desmedida del científico malvado revela turbias pasiones. ¿De verdad estaba
intentando convertirse en el padre de su peor enemigo?
Se
supone que el impacto emocional de estas historias queda atenuado por el hecho
de que sean “historias imaginarias”, pero, ¿en qué sentido son imaginarias?
Sean “imaginarias” o no, las historias de Superman existen en la misma dimensión,
como trazos de tinta sobre papel. Para el lector, unas y otras son igual de reales. La excusa de la condición de
“imaginaria”, si acaso, permite aumentar la intensidad de la crueldad de las
peripecias. Y es cierto que la crueldad
de los padecimientos a los que es sometido Superman durante estos años llama la
atención.
Durante
esta etapa uno de los enemigos recurrentes del Hombre de Acero es el ya
mencionado Escuadrón de la Venganza Contra Superman, una organización peculiar
y por momentos casi humorística. En “¡La bella y la Superbestia!” (Superman nº 165, 1963, Robert Bernstein
y Curt Swan), los miembros fracasados son degradados al Escuadrón de la
Venganza contra Krypto, el superperro de Superman. Pero tal vez el miembro más
destacado del Escuadrón de la Venganza contra Superman fuera el propio Mort
Weisinger.
Durante
todos los años en que Weisinger acudió a la redacción de DC Comics en Nueva
York para editar los cómics de Superman, Weisinger mantuvo ciertas aspiraciones
literarias. En sus ratos libres no dejó de escribir artículos para toda una
diversidad de revistas, como Reader’s
Digest, Collier’s o The Saturday
Evening Post, y publicó algunos libros. Uno de ellos fue el best-seller 1001 cosas valiosas que se pueden obtener
gratis, y otro la novela The Contest,
basada en los concursos de belleza. No deja de ser paradójico que la novela con
la que reivindicaba su condición de autor literario de verdad a quien los cómics se le quedaban pequeños se la
escribiera realmente un negro. Weisinger, y así lo dijo más de una vez,
despreciaba los cómics, que consideraba un reducto de mediocres. Para él, su
trabajo en DC estaba muy por debajo de sus posibilidades, y lo entendía como un
“cementerio dorado” que le asfixiaba. En un artículo publicado en The Comics Journal, Tom Crippen imagina
a Weisinger “charlando en fiestas” de mediados de los sesenta. En un ambiente
por el que podría pasearse Don Draper, Weisinger, con sus aspiraciones de
escritor fracasado, no se atrevería a reconocer que su verdadero trabajo era vender millones de tebeos protagonizados por
un personaje con calzoncillos rojos y capa a los niños de toda América. “Cuando
la gente me preguntaba cómo me ganaba la vida –confesaría Weisinger—me callaba
el hecho de que editaba Superman. Les contaba que escribía para Collier’s o para The Saturday Evening Post, o para la revista True... donde había publicado realmente artículos”.
Era
la época del psicoanálisis, y Weisinger había recibido terapia, así que tenía
claro el diagnóstico: “En secreto, tenía celos de Superman... como también los
tenía Clark Kent”. En los últimos años de la serie se fueron haciendo cada vez
más evidentes los castigos simbólicos al protagonista. En “¡Clark Kent abandona
a Superman!” (Superman 201, 1967,
Cary Bates y Curt Swan), al sentirse culpable por haber sido incapaz de impedir
una muerte, el Hombre de Acero busca tratamiento psiquiátrico en Kandor. Como
éste se muestra ineficaz, Superman abandona la Tierra y se traslada al planeta
Moxie, donde, bajo la identidad de “Clarken” inicia una nueva vida anónima. Las
circunstancias le hacen vivir allí una nueva aventura y finalmente decide
volver a la Tierra y recuperar su papel de héroe benefactor. Superada la
crisis, el regreso a la rutina del día a día. O visto de otro modo: Superman reconoce
que tal vez no sirva para otra cosa. La historia tiene la angustia de un grito
desesperado.
Apenas
unos meses después, en “¡Clark Kent, el monstruo!” (Superman nº 209, 1968, Cary Bates y Curt Swan) se combinan
elementos muy parecidos en la portada, cosa que era frecuente porque Weisinger
acostumbraba a repetir motivos si tenían éxito. De nuevo Clark Kent se despide
malhumoradamente de su alterego heroico. En este caso, un alienígena separa a
Clark Kent de Superman, que se convierte en dos entidades diferentes. El
colérico Kent exclama: “Clark no era un hombre de verdad con verdaderos
sentimientos y emociones... ¡Era sólo tú, Superman, haciendo teatro!” Y remata:
“¡Pero ahora eso ha cambiado! ¡Me he liberado de ti por fin! ¡Te abandono para
siempre!” Para que hablen de la sublimación de los deseos a través de la
ficción.
Es
la combinación de esta angustia reprimida y del “clima onírico” –como lo llamó
Eco—en el que se producen estas historias lo que las dota de una fuerza extraña
y por momentos casi repulsiva. Por supuesto, esa extrañeza llega al lector a
través de los dibujos de una excelente selección de dibujantes. Entre todos
ellos, mi favorito es Wayne Boring (1905-1987), normalmente entintado por Stan
Kaye.
Boring
empezó como ayudante en el estudio de Siegel y Shuster, y cuando estos fueron
despedidos por la editorial, se convirtió en el dibujante que daba forma a la
imagen oficial de Superman. Los dibujos de Wayne Boring son reconocibles por la
finura del acabado y el aire de ensoñación que tienen sus horizontes urbanos,
poblados por rascacielos colosales y algo difuminados. Pero, sobre todo, por la
figura imponente y gruesa de Superman. Éste es un héroe de acción de los años
cincuenta, no un culturista de nuestros días. Torso ancho, pecho de lata,
mandíbula prominente. Sigue el modelo de Kirk Douglas en Espartaco: es un hombre, no un joven. Sus poses son siempre
rígidas, mayestáticas. Es muy característico que cuando vuela, camine por el
aire. Pero hay algo más que contribuye a la desconcertante atonía emocional de
las historias dibujadas por Boring. Con frecuencia, los personajes no se miran
a los ojos, Superman habla sin abrir la boca, las emociones no se expresan,
sino que se indican mediante gestos convencionales. Es como si todos los
personajes fueran actores que estuvieran interpretando un papel con desgana,
contando los minutos para terminar la obra y cambiarse en el camerino, dejar en
la percha las ropas de mamarracho y tomarse un cóctel en el bar de la esquina.
Y Superman el primero, porque al fin y al cabo, para él todo el mundo es un
decorado de cartón piedra. Es paradójico que el dibujante que da su forma
emblemática al superhéroe canónico sea uno de los dibujantes más alejados del
canon de los superhéroes.
A
partir de mediados de los 60, Boring dejó pasó principalmente a Curt Swan
(1920-1996), dibujante que se mantendría con el personaje hasta los años 80, y
que acabaría imponiéndole su impronta. Swan era un excelente dibujante, pero
mucho más blando y terrenal que Boring. Con él, Superman pierde el misterio y
se vuelve más comprensible, más sensato. Weisinger abandonaría a Superman y los
cómics en general en 1970. La docena de años transcurrida desde la aparición de
la Fortaleza de la Soledad en 1958 había transformado el negocio una manera tan
radical como había transformado la música y el cine. Las ventas inerciales de
Superman disminuían, y aunque era un icono americano de primer orden, resultaba
irrelevante para los lectores de cómics del momento.
Durante
los años 70 los intentos de modernizar a Superman fueron numerosos, y todos
fallidos. Se trasladó a Clark Kent del Daily Planet a una cadena de televisión,
y se trató de generar en torno a él un grupo de secundarios que emulasen la
exitosa fórmula costumbrista de los superhéroes Marvel. Pero todo fue en vano,
Superman ya no volvería ser cool. No
obstante, algunas de las primeras historias de superhéroes que leí, y que todavía
son de mis favoritas, corresponden a esos años, que coinciden con mi infancia.
Al releerlas ahora, me doy cuenta de que debajo de los retoques cosméticos
seguía agazapado el viejo Superman de Mort Weisinger. El de toda la vida.
Ni
siquiera la película protagonizada por Christopher Reeve en 1978 sirvió para
dar un vuelco al personaje. Superman era resistente a la modernización. O tal
vez, por utilizar un término de Eco, ya estuviera consumido. En 1986 lo relanzó John Byrne, por entonces una de las
máximas estrellas del firmamento de las viñetas americanas, recién salido del
éxito de X-Men, pero hoy en día su
etapa se lee casi como una larga “historia imaginaria”. Hay en ella más
reciclaje que futuro. Todo estaba dicho, sólo quedaba decirlo otra vez, con
otras palabras, para otro público. La conciencia de haber llegado a un final va
permeando de hecho cada vez más a la industria del cómic de superhéroes a
partir de los 80, que es cuando prácticamente todos los personajes se refugian en “historias imaginarias” no
reconocidas como tales.
Con
los años, cada vez vuelvo más a estos tebeos de Superman de hace cincuenta
años. Hay algo emocionante en lo inmanejable de su puro volumen. Es un torrente
de historias, un océano de aventuras que uno siente que nunca va a terminar de
explorar. Siempre hay una pequeña joya que descubrir, algo que no hemos leído
antes. Muchos de los episodios no se han reeditado, y dados los precios que
alcanzan en el mercado de segunda mano, no me hago ilusiones sobre las
posibilidades que tengo de llegar a conseguirlos alguna vez. A pesar de todo,
me compro cuantos puedo, compulsivamente, buscando las copias más baratas
posibles. Cuando las hojeo, siento que me estoy envenenando con bocanadas de
los parásitos y del polvo viejo que se desprende de sus páginas amarillentas.
Sólo por conseguir las portadas ya vale la pena hacer el esfuerzo. Weisinger le
daba una importancia máxima a la cubierta, hasta el punto de llegar a
encargarla previamente y concebir luego una historia que encajase con ella. La
mayoría de las portadas muestran temas que se repiten y multiplican a lo largo
del tiempo, y descubrir esas rimas es otro de los placeres de esta serie. Así,
por ejemplo, están las portadas de Superman enfrentado a otra versión de
Superman (en varias ocasiones, a una versión primitiva y barbuda), las de
Superman humillado por mujeres, las de Superman en Krypton, las de fantasmas
(Lois Lane, Clark Kent...), las de la muerte de Lois Lane o de algún otro
personaje habitual, las de Superman contra Clark Kent... Son, además, portadas
que siempre me sorprenden, porque yo no las había visto en su día, ya que
descubrí estas historietas en las ediciones mexicanas de Novaro, especialmente
en unos volúmenes recopilatorios con tapas de cartón que no incluían las
portadas originales.
Las
traducciones de Novaro tenían una musicalidad especial: “¿Nada detendrá a este
pillo? ¡Desintegró a ese aerolito! ¡Oh!” A pesar de su candidez, algún disgusto
me dieron. En una de aquellas ediciones vi por vez primera el nombre “Joe”, que
para mí sólo podía ser una abreviatura de “joder” (pronúnciese a la madrileña,
“joé”), exabrupto contra el que mi padre me había advertido terminantemente.
Escondí aquel tebeo de Superman a su
mirada como si fuera una revista pornográfica.
Sea
en mexicano o en americano, la terrible inocencia de aquellos tebeos me asombra y
me divierte hoy en día por el derroche infinito de ingenio, y también porque
conservan una cualidad inaprensible adherida a las historias, las portadas y
los dibujos. Son como reliquias de otro mundo, de una civilización futurista
perdida, de un planeta que explotó hace mucho en otra galaxia muy lejana y
cuyos escombros han caído sobre nosotros como fragmentos de una grandeza
perdida e incomprensible. Y cuando toco sus páginas polvorientas que se desmenuzan
entre mis dedos, esas virutas de papel se convierten en mi propia kryptonita
roja, que me produce extrañas transformaciones psíquicas.
Batman vs. Superman: segundo asalto. La réplica del Hombre de Acero. Otro texto extraído de Cómics sensacionales.
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