lunes, 4 de abril de 2016

CÓMICS SENSACIONALES: BATMAN



BATMAN
Bill Finger, Dick Sprang, Sheldon Moldoff y otros, 1950-1963

Hoy en día, Batman es una industria multimillonaria extendida por el mundo entero a través de videojuegos, películas, dibujos animados, series de televisión, ropa e incontables artículos comerciales. Su imagen más recurrente es la del vengador oscuro inmortalizado por Chistian Bale en las películas de Christopher Nolan. Un personaje negro, violento, angustiado y extremadamente serio.

No es ése, sin embargo, el único Batman que ha sido, es y será.
Batman es, por definición, un héroe de muchos rostros, y eso es lo que le ha dado precisamente su éxito duradero. Ese vengador oscuro de voz ronca, atormentado por los traumas de su infancia, tal vez sea el que aparece en primer plano hoy, pero en mi corazón Batman siempre fue y siempre será un bondadoso samaritano que, acompañado de Robin, el Chico Maravilla, y de una Batifamilia ampliada que componen la Batimujer, la Batiniña, Batmito y el Batisabueso, vive descabelladas aventuras a bordo de su Batimóvil y su Batiplano en una Ciudad Gótica repleta de accesorios gigantes que es saqueada continuamente por bandas de gángsters temáticos. En otras palabras: el Batman de los cómics de los años 50 y 60.




Batman apareció por vez primera en las páginas de Detective Comics 27 (1939). Los editores de Superman se habían encontrado con un éxito monumental e inesperado entre las manos en la figura del Hombre de Acero, y propusieron a uno de los dibujantes de la casa, Bob Kane, que creara otro personaje a imagen e imitación del invulnerable kryptoniano. Kane se reunió con el guionista Bill Finger y entre ambos concibieron al Hombre Murciélago, que fue otro éxito instantáneo.

Los años 40 son denominados “la edad de oro del comic book” (el cuadernillo de cómics grapado, como lo llamábamos en España) por la rápida y enorme difusión que alcanzaron los tebeos en la sociedad americana, dando lugar al nacimiento de una nueva industria millonaria. El género de superhéroes fue el hegemónico durante esa época. En la estela de Superman y Batman, muchos otros enmascarados se lanzaron a combatir el mal vestidos de acróbatas circenses: Wonder Woman, Capitán América, Flash, Capitán Marvel, Linterna Verde y más.

Con el final de la Segunda Guerra Mundial, la popularidad de los superhéroes decreció hasta el punto de que fueron sustituidos por otros géneros, como el romance, el crimen o el horror. Sólo figuras ya establecidas como iconos, tal y como precisamente lo eran Superman y Batman, sobrevivieron a la purga de los justicieros.
Alejados de sus raíces violentas de los tiempos de la guerra, los Superman y Batman de los años 50 intentaban seducir al público infantil con aventuras cada vez más fantásticas y espectaculares. A mediados de esa década, un giro conservador provocado por la histeria social ante la delincuencia juvenil hizo que la industria del cómic se aplicara una estricta autocensura para escapar de su propia caza de brujas. Muchos temas relacionados con la representación del crimen real quedaron proscritos, y esto reforzó aún más la tendencia exoticista de los pocos superhéroes supervivientes.



Si alguna vez Batman había sido un detective de las sombras o un vengador nocturno, el cruce perfecto entre Sherlock Holmes y la Sombra, a partir de este momento definitivamente se convirtió en un colorido saltimbanqui que, dotado de los más peculiares cachivaches (desde el recurrente Batarang hasta numerosos ingenios creados ad hoc para solucionar cada caso que se traía entre manos), sufría extraordinarias transformaciones y se enfrentaba a enigmas desconcertantes. Así, con pasmosa frecuencia Batman y Robin viajaban en el tiempo o cruzaban dimensiones, visitaban mundos alienígenas o eran visitados por habitantes de los mismos, se medían con jefes mafiosos mutados en gorilas gigantes, adquirían y perdían superpoderes por docenas, se reinventaban como reyes de la jungla, lores de castillos escoceses, magos de escena, justicieros de reserva india, sirenos, buzos, fantasmas. Por resumirlo en una palabra: es durante esa época cuando se publica una historia titulada “El Batman cebra” donde el hoy solemne Señor de la Noche adopta una apariencia a rayas blancas y negras. Nada estaba prohibido, todo era imaginable.

En contraste con su festiva maleabilidad, éste es un Batman extraño y hierático, que contiene sus emociones dentro de los estrictos límites de los rotundos contornos de los que le dotan sus caricaturescos dibujantes. Yo lo conocí en la edición mexicana de Novaro que llegaba a España durante los años 70, y que aplicaba una transformación lingüística en su versión que lo volvía aún más raro. Las traducciones de Novaro adaptaban los nombres al español. No era sólo la inserción de esa “i” que antes he mencionado y que transformaba la Batseñal en la Batiseñal, y así con todos los demás artículos prefijados con bat, sino que incluso se hispanizaban los nombres propios de los personajes: el comisario Gordon pasaba al ser el comisario Fierro, Dick Grayson (Robin) se convertía en Ricardo Tapia, y el propio Bruce Wayne era memorablemente rebautizado como Bruno Díaz. Aún más, el texto estaba salpicado de modismos que sonaban raros a mis españolísimos oídos, de manera que en el curso de sus aventuras nuestros héroes con frecuencia “jalaban una soga” para detener a “los pillos”. Pero, sobre todo, la rotulación mecánica que utilizaba la editorial mexicana exigía una adaptación resumida de los textos originales que condensaban telegráficamente los diálogos, subrayando aún más la sensación de que Batman y Robin se enfrentaban a espantosos peligros con un inhumano desapego. Los hombres de verdad no sienten ni padecen. O, por lo menos, no expresan sus sentimientos.



Para mi yo juvenil, las “aventuras clásicas” de Batman y Robin ofrecían la fascinación por lo rotundamente perfecto. Los estilizadísimos dibujos estaban tan codificados que eran más lenguaje que representación, y como cualquier otro alfabeto, se podían imitar para reproducir aquel extraño batilenguaje en los márgenes de los libros de texto escolares. Cada mentón, cada ceja, cada ojo ovalado, cada sombra de la capucha, se repetía siempre estrictamente de la misma manera. Ese lenguaje visual me permitía acceder a la sugerencia de que había un secreto oculto en nuestras anodinas existencias comunes, un secreto inaccesible mediante el lenguaje común de las palabras y que en ningún sitio se expresaba mejor que en las aventuras que implicaban a la Batfamilia al completo. En una subserie recurrente, el mayordomo Alfred escribía por entretenerse cuentos imaginarios de un futuro en el que las generaciones de los Wayne y Grayson (o Díaz y Tapia) se sucedían, mostrándonos la aparición del Batman y Robin del mañana que, al reemplazar a los actuales, adoptaban rigurosamente los nombres de Batman II y Robin II, con los numerales romanos impresos en el pecho de sus uniformes con el fin de evitar cualquier confusión entre el público.



El grave error que corremos el peligro de cometer hoy en día es el de releer estas historias con ironía y una sonrisa cínica en los labios. La relectura adulta, por el contrario, descubre un tesoro de historias de una rara eficacia narrativa, ejecutadas con una calidad artesanal insuperable cuyo interés va mucho allá de lo nostálgico o lo arqueológico. Guiones bien construidos, ingeniosos y hasta didácticos, sembrados de datos sobre las propiedades de la mica, la sal o la plata, los materiales predilectos de los coleccionistas de maquetas de barcos, los efectos de la presión submarina sobre las personas o las costumbres de los aborígenes australianos. Dibujos rotundos, claros, nítidos, siempre articulados de forma que hubiera algo interesante que mirar en cada página. Estas historias son producto del trabajo de guionistas como Bill Finger o Edmond Hamilton, que coescribió algunos de sus relatos con su esposa Leigh Brackett, más conocida hoy en día como la guionista de El imperio contraataca. Eran guionistas que alternaban entre las viñetas y la literatura de ciencia-ficción, y que volcaron todo su talento en estos microdramas a cuatro colores. La mayoría de los episodios están dibujados por Lew Sayre Schwartz, Sheldon Moldoff o Dick Sprang, el mejor de todos ellos y un personaje interesante que dedicó gran parte de su vida a investigar las sendas de los pioneros desde su rancho en Utah. Sprang tenía una capacidad insólita para jugar con el espacio y los contrastes de escala que permitió al guionista Finger desarrollar todo el potencial de uno de sus trucos recurrentes: las escenas con reproducciones gigantescas de objetos de la vida cotidiana que Batman y Robin y los gángsters a los que se enfrentaban intentaban utilizar constantemente en su propio beneficio, orquestando así peleas a puñetazos que derivaban en grandiosas coreografías de musical silente.



Lamentablemente, ninguno de los nombres de estos guionistas y dibujantes apareció ligado a los cómics que produjeron hasta que décadas después los historiadores del medio los rescataron del olvido, consultando archivos y analizando el rastro de los estilos personales. El único nombre que había aparecido públicamente ligado a Batman durante más de 20 años fue el de Bob Kane, que había tenido la astucia empresarial de firmar un contrato con DC en los primeros días de existencia del personaje. Hasta 1964, Kane apareció como el autor singular de Batman, aunque en realidad llevaba años sin tocar el tablero de dibujo: todas las historietas firmadas por él se las realizaba su “negro” personal, Sheldon Moldoff.
La era del “Batman clásico”, que algunos llaman de “la Edad de Plata” llegó a su fin a principios de los sesenta. Fue entonces cuando DC decidió renovar profundamente al personaje, que se había quedado muy anticuado desde el lanzamiento unos pocos años antes de los nuevos héroes Marvel, con Spiderman y los Cuatro Fantásticos a la cabeza. Pero antes de marcharse, este Batman fantástico hizo un último gesto de despedida con una historia que casi parece concebida como el broche de oro a toda una época: “Robin muere al amanecer” (Batman 156, 1963) es memorable por cómo interrumpe el torrente narrativo de dinamismo continuo y psicologías estereotipadas al que estábamos habituados para mostrar una historia de tintes sombríos que desata emociones impropias en nuestros héroes. Es casi como el canto fúnebre por una forma de entender los superhéroes que estaba condenada a desaparecer de inmediato, a la vez que el anuncio de la llegada inminente a las páginas de los cómics de unos personajes más humanos.


Hoy en día, la relectura del Batman de estos años me sigue provocando asombro y misterio en una medida insospechada, y muy superior a la de las versiones más adultas del Hombre Murciélago que vinieron después. Sospecho que, en cierto modo, el secreto de mi infancia se encuentra encerrado en alguna vitrina de esa Baticueva repleta de trofeos maravillosos arrebatados a las garras de los pillos.

Durante este último par de semanas me he hartado (literalmente) de leer opiniones sobre Batman v. Superman: El amanecer de la justicia, de modo que por fin he decidido hacer mi propio Batman contra Superman recuperando aquí los dos ensayos que dediqué a ambos héroes en Cómics sensacionales. Lean, comparen y decidan quién es el mejor. Yo no soy capaz. 

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