BATMAN
Bill
Finger, Dick Sprang, Sheldon Moldoff y otros, 1950-1963
Hoy
en día, Batman es
una industria multimillonaria extendida por el mundo entero a través de
videojuegos, películas,
dibujos animados, series de televisión, ropa e incontables artículos
comerciales. Su imagen más
recurrente es la del vengador oscuro inmortalizado por Chistian Bale en las películas de
Christopher Nolan. Un personaje negro, violento, angustiado y extremadamente
serio.
No
es ése, sin
embargo, el único Batman
que ha sido, es y será.
Batman
es, por definición,
un héroe de
muchos rostros, y eso es lo que le ha dado precisamente su éxito
duradero. Ese vengador oscuro de voz ronca, atormentado por los traumas de su
infancia, tal vez sea el que aparece en primer plano hoy, pero en mi corazón Batman
siempre fue y siempre será un bondadoso
samaritano que, acompañado
de Robin, el Chico Maravilla, y de una Batifamilia ampliada que componen la
Batimujer, la Batiniña,
Batmito y el Batisabueso, vive descabelladas aventuras a bordo de su Batimóvil y su
Batiplano en una Ciudad Gótica
repleta de accesorios gigantes que es saqueada continuamente por bandas de gángsters temáticos. En
otras palabras: el Batman de los cómics de los años 50 y 60.
Batman
apareció por vez primera en las páginas de Detective
Comics 27 (1939). Los editores de Superman se habían
encontrado con un éxito
monumental e inesperado entre las manos en la figura del Hombre de Acero, y
propusieron a uno de los dibujantes de la casa, Bob Kane, que creara otro
personaje a imagen e imitación
del invulnerable kryptoniano. Kane se reunió con
el guionista Bill Finger y entre ambos concibieron al Hombre Murciélago, que
fue otro éxito instantáneo.
Los
años 40 son
denominados “la edad de
oro del comic book” (el cuadernillo
de cómics
grapado, como lo llamábamos
en España) por la rápida y
enorme difusión que
alcanzaron los tebeos en la sociedad americana, dando lugar al nacimiento de
una nueva industria millonaria. El género de superhéroes fue el
hegemónico durante
esa época. En la
estela de Superman y Batman, muchos otros enmascarados se lanzaron a combatir
el mal vestidos de acróbatas
circenses: Wonder Woman, Capitán
América, Flash,
Capitán Marvel,
Linterna Verde y más.
Con
el final de la Segunda Guerra Mundial, la popularidad de los superhéroes decreció hasta el punto de que fueron
sustituidos por otros géneros,
como el romance, el crimen o el horror. Sólo figuras ya establecidas como
iconos, tal y como precisamente lo eran Superman y Batman, sobrevivieron a la
purga de los justicieros.
Alejados
de sus raíces
violentas de los tiempos de la guerra, los Superman y Batman de los años 50
intentaban seducir al público
infantil con aventuras cada vez más fantásticas y espectaculares. A mediados
de esa década, un
giro conservador provocado por la histeria social ante la delincuencia juvenil
hizo que la industria del cómic
se aplicara una estricta autocensura para escapar de su propia caza de brujas.
Muchos temas relacionados con la representación del crimen real quedaron proscritos,
y esto reforzó aún más la tendencia exoticista de los
pocos superhéroes
supervivientes.
Si
alguna vez Batman había
sido un detective de las sombras o un vengador nocturno, el cruce perfecto
entre Sherlock Holmes y la Sombra, a partir de este momento definitivamente se
convirtió en un colorido saltimbanqui que,
dotado de los más
peculiares cachivaches (desde el recurrente Batarang hasta numerosos ingenios
creados ad hoc para solucionar cada caso que se traía entre
manos), sufría
extraordinarias transformaciones y se enfrentaba a enigmas desconcertantes. Así, con
pasmosa frecuencia Batman y Robin viajaban en el tiempo o cruzaban dimensiones,
visitaban mundos alienígenas
o eran visitados por habitantes de los mismos, se medían con jefes
mafiosos mutados en gorilas gigantes, adquirían y perdían
superpoderes por docenas, se reinventaban como reyes de la jungla, lores de
castillos escoceses, magos de escena, justicieros de reserva india, sirenos,
buzos, fantasmas. Por resumirlo en una palabra: es durante esa época cuando
se publica una historia titulada “El Batman cebra” donde el hoy solemne Señor de la
Noche adopta una apariencia a rayas blancas y negras. Nada estaba prohibido,
todo era imaginable.
En
contraste con su festiva maleabilidad, éste es un Batman extraño y hierático, que
contiene sus emociones dentro de los estrictos límites de los rotundos contornos de
los que le dotan sus caricaturescos dibujantes. Yo lo conocí en la edición mexicana
de Novaro que llegaba a España
durante los años 70, y que
aplicaba una transformación
lingüística en su
versión que lo
volvía aún más raro.
Las traducciones de Novaro adaptaban los nombres al español. No era sólo la
inserción de esa “i” que antes he mencionado y que
transformaba la Batseñal
en la Batiseñal, y así con todos los demás artículos
prefijados con bat, sino que incluso se hispanizaban los nombres propios de los
personajes: el comisario Gordon pasaba al ser el comisario Fierro, Dick Grayson
(Robin) se convertía
en Ricardo Tapia, y el propio Bruce Wayne era memorablemente rebautizado como
Bruno Díaz. Aún más, el texto
estaba salpicado de modismos que sonaban raros a mis españolísimos oídos, de
manera que en el curso de sus aventuras nuestros héroes con
frecuencia “jalaban una
soga” para detener a “los pillos”. Pero,
sobre todo, la rotulación
mecánica que
utilizaba la editorial mexicana exigía una adaptación resumida
de los textos originales que condensaban telegráficamente los diálogos,
subrayando aún más la sensación de que
Batman y Robin se enfrentaban a espantosos peligros con un inhumano desapego.
Los hombres de verdad no sienten ni padecen. O, por lo menos, no expresan sus
sentimientos.
Para
mi yo juvenil, las “aventuras
clásicas” de Batman y Robin ofrecían la
fascinación por lo
rotundamente perfecto. Los estilizadísimos dibujos estaban tan codificados
que eran más lenguaje
que representación,
y como cualquier otro alfabeto, se podían imitar para reproducir aquel extraño
batilenguaje en los márgenes
de los libros de texto escolares. Cada mentón, cada ceja, cada ojo ovalado, cada
sombra de la capucha, se repetía
siempre estrictamente de la misma manera. Ese lenguaje visual me permitía acceder a
la sugerencia de que había
un secreto oculto en nuestras anodinas existencias comunes, un secreto
inaccesible mediante el lenguaje común de las palabras y que en ningún sitio se
expresaba mejor que en las aventuras que implicaban a la Batfamilia al
completo. En una subserie recurrente, el mayordomo Alfred escribía por
entretenerse cuentos imaginarios de un futuro en el que las generaciones de los
Wayne y Grayson (o Díaz
y Tapia) se sucedían,
mostrándonos la
aparición del Batman
y Robin del mañana que, al
reemplazar a los actuales, adoptaban rigurosamente los nombres de Batman II y
Robin II, con los numerales romanos impresos en el pecho de sus uniformes con
el fin de evitar cualquier confusión entre el público.
El
grave error que corremos el peligro de cometer hoy en día es el de
releer estas historias con ironía y una sonrisa cínica en los
labios. La relectura adulta, por el contrario, descubre un tesoro de historias
de una rara eficacia narrativa, ejecutadas con una calidad artesanal
insuperable cuyo interés
va mucho allá de lo nostálgico o lo
arqueológico.
Guiones bien construidos, ingeniosos y hasta didácticos, sembrados de datos sobre las
propiedades de la mica, la sal o la plata, los materiales predilectos de los
coleccionistas de maquetas de barcos, los efectos de la presión submarina
sobre las personas o las costumbres de los aborígenes australianos. Dibujos rotundos,
claros, nítidos,
siempre articulados de forma que hubiera algo interesante que mirar en
cada página. Estas
historias son producto del trabajo de guionistas como Bill Finger o Edmond
Hamilton, que coescribió algunos de
sus relatos con su esposa Leigh Brackett, más conocida hoy en día como la
guionista de El imperio contraataca. Eran guionistas que alternaban
entre las viñetas y la
literatura de ciencia-ficción,
y que volcaron todo su talento en estos microdramas a cuatro colores. La mayoría de los
episodios están dibujados
por Lew Sayre Schwartz, Sheldon Moldoff o Dick Sprang, el mejor de todos ellos
y un personaje interesante que dedicó gran
parte de su vida a investigar las sendas de los pioneros desde su rancho en
Utah. Sprang tenía
una capacidad insólita
para jugar con el espacio y los contrastes de escala que permitió al guionista Finger desarrollar todo
el potencial de uno de sus trucos recurrentes: las escenas con reproducciones
gigantescas de objetos de la vida cotidiana que Batman y Robin y los gángsters a
los que se enfrentaban intentaban utilizar constantemente en su propio
beneficio, orquestando así peleas a puñetazos que
derivaban en grandiosas coreografías de musical silente.
Lamentablemente,
ninguno de los nombres de estos guionistas y dibujantes apareció ligado a los cómics que
produjeron hasta que décadas
después los
historiadores del medio los rescataron del olvido, consultando archivos y
analizando el rastro de los estilos personales. El único nombre
que había aparecido
públicamente
ligado a Batman durante más
de 20 años fue el de
Bob Kane, que había
tenido la astucia empresarial de firmar un contrato con DC en los primeros días de
existencia del personaje. Hasta 1964, Kane apareció como el autor singular de Batman,
aunque en realidad llevaba años
sin tocar el tablero de dibujo: todas las historietas firmadas por él se las
realizaba su “negro” personal, Sheldon Moldoff.
La
era del “Batman clásico”, que
algunos llaman de “la
Edad de Plata” llegó a
su fin a principios de los sesenta. Fue entonces cuando DC decidió renovar profundamente al personaje,
que se había quedado
muy anticuado desde el lanzamiento unos pocos años antes de los nuevos héroes Marvel,
con Spiderman y los Cuatro Fantásticos a la cabeza. Pero antes de
marcharse, este Batman fantástico
hizo un último gesto
de despedida con una historia que casi parece concebida como el broche de oro a
toda una época: “Robin muere
al amanecer” (Batman 156, 1963) es
memorable por cómo
interrumpe el torrente narrativo de dinamismo continuo y psicologías
estereotipadas al que estábamos
habituados para mostrar una historia de tintes sombríos que
desata emociones impropias en nuestros héroes. Es casi como el canto fúnebre por
una forma de entender los superhéroes que estaba condenada a desaparecer
de inmediato, a la vez que el anuncio de la llegada inminente a las páginas de los
cómics de unos
personajes más humanos.
Hoy
en día, la
relectura del Batman de estos años me sigue provocando asombro y
misterio en una medida insospechada, y muy superior a la de las versiones más adultas
del Hombre Murciélago
que vinieron después.
Sospecho que, en cierto modo, el secreto de mi infancia se encuentra encerrado
en alguna vitrina de esa Baticueva repleta de trofeos maravillosos arrebatados
a las garras de los pillos.
Durante este último par de semanas me he hartado (literalmente) de leer opiniones sobre Batman v. Superman: El amanecer de la justicia, de modo que por fin he decidido hacer mi propio Batman contra Superman recuperando aquí los dos ensayos que dediqué a ambos héroes en Cómics sensacionales. Lean, comparen y decidan quién es el mejor. Yo no soy capaz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario