domingo, 22 de julio de 2012

CÓMICS DE LA VIDA REAL

La mención a la vida real en el post anterior dedicado a los cómics de Sebas Martín me viene de perlas para enganchar con el tema de este post. Mi intención era seguir hablando de fanzines y minicómics después de Los primitivos cósmicos, pero entre profetas y payasos felices me he despistado un poco. Así que: fanzines, sí, más fanzines, y más allá de los horizontes cósmicos. O más acá. Porque si bien allí hablaba de que, contra los tópicos, el cómic marginal no se dedica exclusivamente a la autobiografía y lo cotidiano, también hay que decir que sí existe una producción abundante de cómics de la vida real.

Y algunos son muy buenos.


Un ejemplo típico sería Yearbooks (2D Cloud, 2009), de Nicholas Breutzman (guión: Nicholas Breutzman y Shaun Feltz; dibujo de Nicholas Breutzman; color y diseño de Raighne Hogan), un llamativo álbum apaisado de 40 páginas que cuenta lo que vendríamos a considerar la «típica» historia autobiográfica. La historia de un historietista en ciernes que en el instituto descubre el arte y la sexualidad y pierde la inocencia (aunque no sea en carne propia). Dada la juventud de la mayoría de los autores de estos fanzines, es normal (diríamos que incluso predecible) que su memoria se circunscriba a la infancia o el instituto, pero Breutzman tiene el talento suficiente como para hacer algo original y con personalidad propia. Y es que él mismo se lo dice, a través de la boca del personaje del señor Feltz, su profesor de arte: «Tienes demasiado potencial para desperdiciarlo con los cómics». ¿Cuántos grandes dibujantes de cómics de la actualidad han oído esa misma advertencia en la escuela de arte?


1999 (Retrofit, 2012), de Noah Van Sciver, parece la continuación de Yearbooks. ¿Qué pasa con el joven historietista cuando abandona el instituto... y pierde toda ilusión y esperanza de futuro? 1999 es el retrato perfecto del loser de los 90, la memoria de la generación X que ya se ha hecho mayor. El tipo atrapado en un trabajo de mierda que vive con su madre (la cual está empeñada en escribir novelas de terror para niños al estilo de las Pesadillas de Stine) y que se folla a su compañera de trabajo, casada, hasta meterse en un callejón sin salida sentimental. Diréis: nada que no contara Peter Bagge hace quince años. Sí y no, porque mientras que Bagge hizo su crónica grunge en directo, o en diferido muy breve, en 1999 hay un distanciamiento que permite al autor hacer casi una pieza de época. Como si dijera: así era el amor cuando Subpop dominaba el mundo, o así es como lo recuerdo yo, que era menor de edad en aquellos tiempos. Noah Van Sciver, por cierto, lleva algún tiempo orientándose más bien hacia el cómic histórico (The Death of Elijah Lovejoy, 2011, 2D Cloud), un poco emparentado con el Louis Riel de Chester Brown, a falta de otra referencia más adecuada. Este otoño publicará una biografía de Abraham Lincoln en Fantagraphics, lo cual probablemente le consagre como uno de los valores jóvenes más firmes de la historieta norteamericana actual.



El número 1 de Ritual (Revival House Press, 2012), de Malachi Ward, pide a gritos ser incluido en esta categoría en virtud del título de la historieta que anuncia con un rótulo grande en la portada: «Real Life». Y sí, en su interior encontramos muchos de los tópicos de los cómics de lo cotidiano: la pareja que lleva una vida discreta, ella profesora de música y él escritor en alguna web, los incidentes insignificantes narrados con todo lujo de detalles, el tedio de lo rutinario... Pero hay otras corrientes ocultas en «Real Life» que introducen la distorsión en ese anodino retrato del día a día. La historieta empieza con una secuencia onírica propia de Charles Burns, con escarabajos penetrando en la piel del durmiente marido de la protagonista, y a continuación nos adormece con el ritmo de lo doméstico, pero una escena misteriosa a mitad del relato -un fogonazo que ilumina la noche- da una aspereza sutil a la textura de la historia, y de pronto empiezan a pasar cosas que sólo pueden tener sentido si de nuevo nos hemos introducido en un escenario onírico, como al inicio de la historia. Sin embargo, Malachi Ward tiene la astucia de no señalar ese espacio onírico con las mismas marcas tópicas del cómic (viñetas irregulares, grises con diferente tonalidad) con las que lo había marcado en la secuencia inicial del escarabajo, dejándonos así sumidos en la duda: ¿lo que está pasando en real o es un sueño? Y supongo que en realidad lo que quiere plantearnos, sin llegar a verbalizarlo nunca, es: ¿qué es la vida real, la vigilia o el sueño? Ward tiene la rara habilidad de contar mucho con muy pocos elementos, de decir mucho sin explicar nada, de dejarnos con uno de esos tebeos enigmáticos que se pueden releer una y otra vez.



Las Easy Pieces de Neil Dvorak podía haberlas incluido igualmente en alguna otra corriente, por ejemplo, dentro de un tipo de cómic más formalista del que espero hablar en breve. Pero hay en sus peculiares experimentos gráfico-verbales algo que los conecta de forma decidida con una realidad íntima, muy personal. Es como si Dvorak practicase una autobiografía cifrada y descompuesta gráficamente. Como él mismo dice, viene de pasarse horas durante la infancia haciendo «mapas de ningún sitio y diagramas de máquinas que nunca existirían». El lirismo de sus extrañas composiciones tiene algo de científico. En parte, sin duda, por ese estilo de dibujo que parece seguir el mismo método de Alberto González Vázquez (prometo hablar aquí de su fantástico Humor cristiano): el calco de fotografías. Aunque es indudable que en Dvorak hay un placer por el dibujo que va más allá de la mera funcionalidad. Es como si al trazar los contornos de las figuras y escenarios lo que estuviera intentando es vaciar a las imágenes realistas de todos aquellos detalles que leemos como ruido, para dejarlas reducidas al esquema básico de su funcionamiento, a los puros engranajes. La presentación de sus historietas es también extraordinaria: un conjuntos de pliegos doblados, a veces con alguna hoja suelta inserta, a veces con una línea de puntos que señala el lugar donde hay que recortar un segmento con el que construir un diorama. Hay una invitación a la manipulación por parte del lector que no veía desde el Chris Ware de hace años.



¿De dónde sale un autor tan marciano? No lo sé, la verdad. Es uno de esos descubrimientos que uno hace paseando por el Mocca Fest. Centenares de autores sentados detrás de su mesa, con sus tebeos expuestos, sonrientes a la espera de que te acerques y te intereses por la obra de un desconocido. Te acercas y nueve de cada diez veces has caído en una trampa de la que no sabes cómo escapar. La décima, te encuentras con estas Easy Pieces.


Termino este brevísimo repaso por los cómics de la vida real con uno de mis favoritos, Pocket Full of Coffee (Retrofit, 2012), de Joe Decie. Si pudiéramos trazar un hipotético hilo conductor entre el historietista adolescente del Yearbooks de Breutzman y el veinteañero fracasado del 1999 de Van Sciver, podríamos continuar el trayecto con el protagonista de Pocket Full of Coffee de Decie, el treintañero casado y padre de un hijo, enfrentado con perplejidad a su realidad cotidiana. Como él mismo lo describe en la contraportada: «es autobiografía, pero con mentiras». Un miércoles cualquiera en la vida de una familia cualquiera. Nada especial que contar, salvo la vida misma, pero está contada con una elegancia gráfica notable y con un humor socarrón y atenuado que sólo se revela desde la comodidad de la mecedora, con las pantuflas puestas. El Joe Decie de Pocket Full of Coffee me recuerda al Eddie Campbell de Alec, más o menos a la altura de Little Italy o La musa muerta, por ejemplo. Y ya sólo por eso se merece todo mi amor.

Así que ya veis, primitivos cósmicos y cómics de la vida real, en el mundo de los fanzines hay de todo. Y hay más. Me tomo un vaso de agua y os lo sigo contando.

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