viernes, 31 de mayo de 2013

DOS (O TRES) SEMANAS EN ESPAÑA


Hoy hace una semana que Panorama salió a la venta. El libro ha quedado hermoso y precioso, y diréis que qué voy a decir yo, pero yo os diré que precisamente son los autores quienes tienden a ver más defectos en el resultado final. En este caso, sin embargo, no he podido quedar más contento: lo mire por donde lo mire, tengo la sensación de que ha quedado mejor de lo que parecía en pantalla, y muchísimo mejor de lo que parecía en mi cabeza. Eso se lo debo en primer lugar a los autores que tan generosos han sido con su talento y su esfuerzo, a Astiberri por ir más allá de la llamada del deber y aceptar echarlo todo en un volumen que acabó desbordando sus presupuestos iniciales, y a Manuel Bartual por currárselo como se lo ha currado. Mil gracias a todos.

Y sin embargo, por aquí no he dicho nada de Panorama desde que salió. El motivo es que últimamente no he tenido mucho tiempo para acercarme al teclado y mandorlizar un rato. Llevo dos (¿o tres?) semanas en España, y esto ha sido un no parar de visitas familiares, reencuentros con amigos, compromisos profesionales y reinmersiones culturales por la vía gastronómica. En fin: todo correcto.

Me siento inmensamente feliz de cómo está siendo recibido Panorama, y confío en que sirva para su verdadero fin, que es dinamizar un poco la escena del cómic contemporáneo en España y ayudarnos a todos a crecer un poquito. Aquí os dejo algunas de las primeras reacciones que han aparecido:

Mireia Pérez, una dibujanta que está presente tanto en Panorama como en Supercómic, escribe en su sección «Llámame tebeo» de Libro de Notas: Un nuevo tebeo.
Pablo Ríos, un dibujante que no está presente en Panorama (y tampoco en Supercómic), escribe en su blog: A view to kill.
Miguel Pérez escribe en la sección «Spain is Pain» de la Revista LaRAÑA: Best Spanish Comics.
Jesús Jiménez trata Panorama en su sección «Viñetas y bocadillos» en rtve.es: Santiago García nos habla de Panorama.
Gerardo Vilches, uno de los colaboradores de Panorama y coautor de la sección de reseñas junto a Alberto García Marcos, cuenta sus impresiones sobre el volumen y su visión del trabajo realizado en su propio blog, The Watcher and the Tower: Panorama, de VVAA.


Por cierto que me ha llamado mucho la atención el interés que han despertado Panorama y Supercómic en los medios. Nunca había hecho tantas entrevistas, y la inmensa mayoría con periodistas de prensa general, no especializada. Puede que sea porque los dos libros tienen un interés singular, pero también creo que durante los tres últimos años el valor informativo del cómic ha aumentado muchísimo. La mayoría de los periodistas con quienes hablo conocen la novela gráfica y noto que en nuestras conversaciones cada vez son menos los tópicos que hay que superar (aunque todavía quedan algunos, ¿eh?, eso tampoco vamos a negarlo).

Este interés de la prensa se corresponde, afortunadamente, con la oferta de un sector que, ahora mismo, abruma por su imaginación, su talento y su diversidad. Desde la última vez que estuve en España habían pasado nueve meses, y no estoy seguro de que seáis conscientes de la cantidad de tebeos extraordinarios que se han publicado en este país durante ese periodo. Durante todo el tiempo que llevo aquí he intentado aprovechar cada momento de paz para ponerme al día con esas lecturas acumuladas, y siento una extraña mezcla de ansiedad (¡no me da tiempo a leerlo todo!) y felicidad inmensa (¿alguna vez en mi vida había enganchado tantos grandes tebeos seguidos?). He leído tebeos españoles brillantes publicados por editoriales muy pequeñas. Los dos últimos de ¡Caramba!, el microsello de mis amigos Manuel Bartual y Alba Diethelm, son dos maravillas: El fuego es posiblemente lo mejor que ha hecho Miguel B. Núñez, y Grandes verdades de la humanidad, de Carlos de Diego (uno de los autores presentes en Panorama) me tiene obnubilado. Es algo así como el tebeo que acaba con todos los tebeos. Entrecomics Comics, otro microsello, se ha marcado un libro impresionante, el regreso de Pep Brocal con Alter & Walter, que encaja con la tradición de análisis introspectivos que parece empezar a configurarse como un género dentro de nuestro cómic moderno: Súper Puta de Manel Fontdevila, Vapor de Max o Yo de Juanjo Sáez serían otros hitos en esta tendencia. Tyto Alba sigue entregando novelas gráficas con una regularidad pasmosa, y la que ha hecho con Gabi Martínez, Sólo para gigantes, es una cosa muy seria. Cuando me preguntan sobre la novela gráfica actual digo muchas veces que es necesario que los autores jóvenes sigan publicando obras para que puedan desarrollar su personalidad y llegar a logros mayores. Alba es un ejemplo de esto, y otro muy destacado es Rayco Pulido (otro nombre de Panorama), que después de hacer varios cómics muy interesantes, se acaba de marcar una novela gráfica muy impresionante: Nela. La cantidad de trabajo y talento que hay metido ahí es tan enorme que a medida que lo leía me iba emocionando de pura emoción estética. Y bueno, por fin tengo El Héroe 2 en las manos, pero qué voy a decir a estas alturas de David Rubín (otro de Panorama)... De David y Beowulf hablaremos más adelante. También hay un Huracán de sensatez de Paco Alcázar (también en Panorama) que ha sacado Diábolo y una colección nueva de minilibros de Astiberri que arranca con dos delicias de José Domingo y David Sánchez (¡los dos en Panorama!). Y luego está la nueva ola de la nueva ola: Zendor, un fanzine insólito de Jon Boam, o las grapas de Apa-Apa con Irkus M. Zeberio y Sergi Puyol (otros dos panorámicos) y Chema Peral, y el que sin duda va a ser uno de los libros del año: Pulir, de Nacho García, publicado por ese milagro que es Fulgencio Pimentel. Esta noche, por cierto, lo presentan en Madrid, y no me lo pienso perder. No me voy a poner aquí a mencionar todas las joyitas que me he ido encontrado, pero es que incluso están empezando a abundar los libros de ensayo sobre cómic de producción propia: Alpha Decay se ha sacado un Batman desde la periferia con nombres que van desde Elisa G. McCausland y Eloy Fernández Porta (éste también presente en Supercómic) hasta Slavoj Zizek. Si me lo llegan a decir cuando escribía La noche del murciélago, no me lo creo.

El privilegio del lector español es no sólo disfrutar de esta escena emergente, sino recibir una selección de lo mejorcito que se publica fuera, cada vez más exquisitamente editado. Por ejemplo, dos bombazos como La gran odalisca, de Vivès y Ruppert y Mulot, en Diábolo, o La infancia de Alan, de Guibert, en Sinsentido. E incluso exclusivas como Rocky, de Jaime Hernandez, que ni siquiera se ha publicado individualmente en Estados Unidos y aquí ha salido en un libro que te lo comes con los ojos. Para colmo, está saliendo manga para adultos para todos los gustos. Sí, tenemos a Shintaro Kago (¡dos tomos más en menos de un año!), Shotaro Ishinomori (monumental Hokusai), los dos en EDT, y Shigeru Mizuki con su autobiografía para cubrir la cuota de lectores de novela gráfica en Astiberri, pero es que también te encuentras propuestas más comerciales que son igual de sorprendentes y divertidísimas, como Thermae Romae, de Mari Yamazaki, o I Am a Hero, de Kengo Hanazawa, los dos en Norma.

Comprendo que estoy bajo los intoxicantes efectos de un festín de tebeos que amenaza con acabar provocándome indigestión, pero aún así, la sensación que me ha transmitido la gente del cómic con la que he tratado estos días ha sido de entusiasmo e ilusión. Sí, el país está hecho una mierda, eso se percibe en la calle, pero a editores y autores parece que les sobra la energía y ganas de meterse en nuevos proyectos. En los tres viernes que he pasado aquí ha habido cuatro presentaciones en Madrid. La primera fue la del libro de Pep Brocal, la semana siguiente coincidimos Panorama y Paco Alcázar con su nuevo libro para Diábolo, y hoy toca la ya mencionada de Nacho García. Y la semana que viene habrá más parranda, al mismo tiempo que se celebra la Feria del Libro. No sabemos qué pasará, pero da la impresión de que si todo esto se va al cuerno, al menos moriremos con las botas puestas.

Lo cual no deja de ser extraordinario para un gremio que tradicionalmente realiza su actividad en zapatillas de andar por casa.

viernes, 17 de mayo de 2013

PANORAMA CERCANO



Panorama ya está aquí. O casi. Los ejemplares acaban de salir de imprenta, justo a tiempo para llegar a las librerías el próximo viernes 24 de mayo. Ese mismo día haremos una presentación del libro en la que tendré el gusto de estar presente y el placer de disfrutar de la compañía de Óscar Palmer y Miguel Ángel Martín, además de la de todos los que quieran pasarse por allí. Hablaremos no sólo de Panorama, sino también de Supercómic, su «antología hermana».

La cita: viernes 24 de mayo a las 20 horas en Fnac Callao (Madrid).

Cuantos más seamos, más nos divertiremos.

Para ir abriendo el apetito, aquí se puede leer la introducción que he escrito para Panorama.

PANORAMA: LA NOVELA GRÁFICA ESPAÑOLA HOY

lunes, 13 de mayo de 2013

CHARLES BURNS: LA COLMENA Y MÁS ALLÁ


Ahora que se ha publicado en España La colmena (2013, Mondadori), me parece oportuno recuperar lo que escribí en su momento en Mandorla sobre este segundo título del trabajo en curso de Charles Burns. De paso, recuerdo algunas otras entradas en torno a Burns o relacionadas con él.

EL ESPÍRITU EN LA COLMENA: sobre La colmena.
REVÁLIDAS: donde escribía sobre Tóxico, la primera parte de la obra continuada en La colmena.
AGUJERO NEGRO: donde rescataba un texto que escribí para Rockdelux sobre la obra más conocida de Burns.
EL ECO EN EL AGUJERO: Sobre Echo Echo. Cut-up Drawing from Black Hole, el peculiar cuaderno de bocetos de Agujero negro.
PÁGINAS PERDIDAS (DE LOS OTROS): Con las imágenes de la participación de Burns en El libro de los otros.
HIJOS DEL HORROR: Un ensayo sobre el horror en la novela gráfica contemporánea donde Charles Burns desempeña un papel fundamental.
Y además, MR. BURNS EN PERSONA.

sábado, 11 de mayo de 2013

KURTZMAN EXPUESTO



HARVEY KURTZMAN Y WILL ELDER: VAYA PAR DE DOS

Kurtzman era el más listo de la clase, y Elder el payaso. Era inevitable que se unieran y que de su colaboración salieran tebeos tan originales y divertidos que hoy son un tesoro de la cultura popular americana de mediados del siglo XX.
Harvey Kurtzman (1924-1993) y Will Elder (1921) llegaron de Brooklyn y del Bronx, respectivamente, para coincidir en el prestigioso High School of Music and Art de Manhattan, y ya no se separarían a lo largo de su carrera profesional. A finales de los 40 compartían estudio, y a principios de los 50 formaban parte de la plétora de artistas de la pujante EC Comics de Bill Gaines. Ni Kurtzman ni Elder estaban especialmente dotados para el crimen, el horror o la ciencia-ficción, de modo que encontraron su nicho en otros campos. Kurtzman creó los legendarios cómics bélicos de Two-Fisted Tales y Frontline Combat, y en 1952 se inventó el tebeo satírico Mad, donde Elder encontró su plenitud. “Soy un humorista. Me encanta el humor; es la única forma en que puedo expresarme”, diría posteriormente. Kurtzman era un narrador riguroso y exacto, pero su acabado gráfico era escueto, lo que le restaba popularidad entre el público lector acostumbrado a estilos más endulzados. Cuando escribía guiones para otros dibujantes, acostumbraba a imponerles su propio estilo narrativo, proporcionándoles detalladísimos bocetos. Elder, por su parte, era un dibujante versátil y desbordante, que necesitaba la estructura rígida que le proporcionaba Kurtzman para no perderse en infinidad de detalles humorísticos. Con Elder, Kurtzman conseguía un acabado carnoso y comercial; con Kurtzman, Elder dotaba de vida a su estilo ilustrativo.
Tras abandonar Mad en 1956, Kurtzman y Elder siguieron colaborando en revistas satíricas como Trump (1957, para Hugh Hefner), Humbug (1957-58, autoeditada por un colectivo de historietistas) o Help! (1960-65, Warren). En esta última crearon a Goodman Beaver, una especie de Cándido moderno, que serviría de inspiración para la parodia erótica Little Annie Fannie, publicada entre 1962 y 1988 en Playboy. La huella de Kurtzman y Elder es palpable en Robert Crumb.

Texto publicado originalmente en Del tebeo al manga: una historia de los cómics 3. El comic-book: Superhéroes y otros géneros (2007, Panini), obra dirigida por Antoni Guiral.

Ayer estuve viendo la exposición The Art of Harvey Kurtzman en la Society of Illustrators. Casi no llego a tiempo, porque termina hoy, pero mereció la pena hacer el esfuerzo. Reconozco que no soy nada aficionado a las exposiciones de cómic con originales colgados de las paredes, pero hay que decir que ésta es una de las mejores que he podido ver. Primero, por la envergadura del personaje protagonista, Harvey Kurtzman, una figura a la que considero fundamental en la historia del cómic norteamericano moderno, aunque en realidad su influencia es mundial (en La novela gráfica le dedico las páginas 124-133). Y segundo, porque la variedad y amplitud de la muestra se correspondía con la del propio Kurtzman. Páginas originales ya legendarias, como la famosa historieta «Corpse on the Imjin» (Two-Fisted Tales, 1952) completa, o la primera página de «Superduperman» (Mad, 1953), la historieta que más influyó sobre Watchmen, se mezclaban con ejemplos de casi todas las épocas de la carrera de Kurtzman, desde antes de su llegada a EC hasta sus Humbug, Goodman Beaver y Little Annie Fannie, junto con trabajos comerciales o privados, documentos personales e incluso muestras de su época de estudiante de arte. En fin, un festín para el admirador de Kurtzman, que además se aumenta con la capacidad de sorpresa que siempre producen estos materiales, ya que Kurtzman trabajó con numerosos dibujantes a quienes suministraba abocetadas las historietas a las que ellos daban su forma gráfica final, y en esta exposición se podían comparar esos bocetos de Kurtzman con los acabados de sus colaboradores. En la pared se podía disfrutar de una de las colaboraciones más extraordinarias de todos los tiempos, la que realizó con otro genio, Bernard Krigstein, en «Bringing Back Father», la parodia de Bringing Up Father de Geo McManus que hicieron para Mad en 1954, con la participación añadida del compinche habitual de Kurtzman, Will Elder.

La exposición, en todo caso, revela que la variedad de temáticas, estilos y colaboradores que caracteriza la carrera de Kurtzman tiene una base material también, con una gran diversidad de técnicas y soportes que saltan a la vista cuando se ven en persona, lo que da una riqueza especial al recorrido. Me gustaría explayarme sobre Kurtzman como merece, pero ahora no tengo tiempo para hacerlo, de manera que he decidido recuperar el texto que encabeza esta entrada para que acompañe a una selección de algunas fotos que tomé ayer en la Society of Illustrators.


























viernes, 10 de mayo de 2013

MICHAEL MCMILLAN: MAESTRO SECRETO


Michael McMillan en su estudio de San Francisco.


Como colofón a esta serie de Spring Cleaning, voy a mencionar quizás el cómic más extraordinario que he adquirido estos últimos meses. Tan extraordinario que no encaja con naturalidad en ninguno de los grupos que he formado (arbitrariamente) en las entradas anteriores, y merece su propio texto separado. Durante el pasado Festival de Brooklyn una de las cosas que más me llamó la atención fue una especie de periódico de gran tamaño, sin grapar, que contenía un puñado de curiosas historietas en blanco y negro y color que se salían de cualquier corriente en boga en estos momentos. Eran singularmente extrañas y primitivas, y a la vez tenían un aire de modernidad casi intemporal. Eran algo distinto. El autor estaba presente, y eso me desconcertó aún más todavía: un abuelete de aspecto apacible, sentado pacientemente a la espera de que alguien le llevara algo que firmar. Era el ya octogenario Michael McMillan (1933). No es precisamente el perfil de autor que uno se suele encontrar tras las mesas de los festivales de cómic alternativo.

McMillan es otro de los rescates efectuados por ese infatigable investigador de los márgenes de la historieta que es Dan Nadel, editor de Picturebox, codirector de The Comics Journal y responsable de libros antológicos como Art in Time: Unknown Comic Book Adventures, 1940-1980 (2010, Abrams) en el que ya recuperó algunas páginas de este autor. Por situar brevemente a McMillan, podemos decir (y resumiendo brevemente la información que el propio Nadel suministra) que estudió arquitectura y diseño industrial en su nativa California, y luego trabajó en el primero de esos campos y en diseño de productos al mismo tiempo que pintaba por afición. La influencia de una exposición de The Hairy Who, un grupo de artistas inscritos en la corriente de los llamados Chicago Imagists que tenían un estilo figurativo y pop muy cercano al cómic, junto al descubrimiento de Zap Comix #1, el cómic underground pionero de Robert Crumb, le llevó a tantear la historieta, y así es como acabaría publicando Terminal Comics en 1971 con Don Donahue, el mismo editor de Zap. Aunque durante los años siguientes McMillan tendría alguna presencia intermitente en el mundo del cómic (por ejemplo, en la revista Arcade que a mediados de los 70 dirigirían Bill Griffith y Art Spiegelman como un last stand del underground, e incluso en algún número de Weirdo, la cabecera editada por Crumb durante los 80),  McMillan desarrolló su carrera artística en otros campos: pintura, fotografía y diseño, por ejemplo.

McMillan, sin embargo, volvería ocasionalmente al cómic, aunque de forma privada y sin buscar la publicación. Nadel descubrió el material que el artista había ido acumulando a lo largo de los años y quiso hacerlo conocido. Así, organizó una exposición en la galería Tomato House (Brooklyn) entre el 9 de noviembre y el 8 de diciembre que coincidiría con el mencionado Festival. Y a modo de catálogo de esa exposición aparecía este curioso folleto que lleva en su contraportada un texto escrito por el dibujante que alertó a Nadel sobre McMillan: Gary Panter.

En The ZZZZZ Series and other Stories (2012, Picturebox), que así se llama la susodicha publicación, se han reunido en su mayor parte trabajos procedentes del período 1990-2000, intercalados con un par de muestras de los años setenta. La primera parte de esta serie son una suerte de tiras en blanco y negro realizadas con tinta a las que siguen páginas completas a color pintadas con acrílicos. No hay personajes recurrentes ni continuidad entre unas piezas y otras, pero el mero formato parece remitir al viejo modelo del cómic de prensa: tira diaria y página dominical.



Y es cierto que en McMillan hay una nostalgia de los medios del pasado: los viejos héroes de folletín, las sesiones matinales cinematográficas con seriales, los estereotipos del pulp cuando éste era entretenimiento para las masas. Pero eso es sólo un color que McMillan aplica en sus historietas, a la misma altura que otros elementos que tienen la misma importancia. Nadel señala que el montañismo y el ciclismo han desempeñado un papel muy importante en la vida de McMillan durante décadas, y que la influencia de este ejercicio físico al aire libre se aprecia en sus viñetas. Bien es cierto que muchas de ellas parecen girar en torno al movimiento, y que incluso en ocasiones parecen reelaboraciones de las clásicas maquinaciones de Rube Goldberg. Hay un humor soterrado en casi todas las páginas, y un toque de amable surrealismo en muchas de ellas, que se apoya en la existencia de una narración obvia, aunque no siempre lógica. Pero lo narrado tampoco tiene una categoría superior a la configuración de los elementos que se disponen para narrarlo, de modo que de muchas de estas historietas podríamos decir que van más sobre la pura geometría de los dibujos que sobre cualquier otra cosa. Podríamos decir que practican una abstracción figurativa, casi. Lo que importa son las relaciones entre puntos, líneas, trazos, grosores, texturas, blancos y negros, colores y volúmenes.


The ZZZZZ Series and other Stories no parece especialmente sofisticado a simple vista, pero desde hace meses no me puedo quitar sus imágenes de la cabeza y vuelvo una y otra vez a él. Me fascina la facilidad y la limpieza con la que están resueltas todas las páginas, lo bien que están cerradas (McMillan se define a sí mismo no como cartoonist, sino como problem solver), y me fascina también cómo utiliza el lenguaje gráfico de los viejos comic books de ciencia-ficción, fantasía y superhéroes de los años 40, esa rotundidad temeraria de los Fletcher Hanks o Basil Wolverton, y encuentra en ella una potencia irresistible con la que movilizar sus etéreas pantomimas.



El rescate de Michael McMillan es, además, otra evidencia de la historia secreta del cómic, esa historia de vías alternativas apenas atisbadas en las páginas de artistas como Jerry Moriarty o Richard McGuire, que han ido dejando pistas que nadie ha seguido. Maestros marginales a los que tenemos que acercarnos siguiendo largos desvíos si queremos aprender algo diferente.

jueves, 9 de mayo de 2013

SPRING CLEANING (III)



Cierro la serie Spring Cleaning con un tercer capítulo dedicado a los tomos, libros o novelas gráficas, como usted quiera llamarlos. En resumidas cuentas, un puñado de volúmenes de diverso formato y extensión que han ido apareciendo durante este otoño e invierno pasados y que creo que merece la pena recordar aunque sea brevemente, antes de que se pierdan para siempre en el océano de las estanterías.


Ticket Stub, Tim Hensley

Ticket Stub (Yam Books, 2012) se lo compré personalmente a Tim Hensley en el Brooklyn Comics and Graphics Festival del año pasado. Me cuesta olvidar el momento porque Hensley, que es un hombretón, me dijo muy simpáticamente que sentía no poder darme la mano pero que acababa de volver del cuarto de baño y que mejor me ahorraba la cortesía. Tim Hensley tiene una obra muy peculiar publicada en Fantagraphics de la que ya hablé en Mandorla, Wally Gropius (2010, Fantagraphics). A pesar de su reciente aparición, el material contenido en Ticket Stub es muy anterior, ya que procede de un minicómic del mismo título que Hensley se autopublicó durante los 90. Según parece, durante un tiempo Hensley trabajó editando subtítulos para películas y series de televisión, y fue de esa intensa dedicación al material audiovisual de donde surgió este singular cómic. Ticket Stub es básicamente una aglomeración de dibujos espontáneos y texto distribuido en páginas donde parece haberse quedado impregnado un reflejo de las muy diversas producciones que Hensley estaba visionando por motivos profesionales. Retratos de actores, títulos de películas o series, escenas sueltas, fotogramas, sinopsis, diálogos... Todo va cayendo sobre la página con la naturalidad de un cuaderno de bocetos privado. Vagamente me recuerda a la producción más personal de Manel Fontdevila (véase por ejemplo Reunión). Creo que Manel y Hensley comparten una manera festiva de vivir la cultura pop, una gran capacidad para integrarla en su discurso interior visibilizando éste en composiciones de una libertad caprichosa y juguetona. Ticket Stub no discrimina: aquí no hay clásicos ni bodrios, todo material audiovisual es materia prima que pasa por el filtro de la conciencia del observador, que a veces parece meramente aturdido y en otras reelabora con su propia voz original. Lo mismo da Pokémon que La playa, Benny y Joon que X-Men (la película). Todo es arcilla en los lápices de Hensley. La última parte es la que formalmente se aproxima más a una historieta ortodoxa, con viñetas, diálogos y un diseño de página convencionales (véase la ilustración sobre estas líneas). En cada una de esas páginas se reelabora una película o serie con una mezcla de candidez y malicia que parece revelar la sustancia oscura que subyace en todo producto de masas. En eso, tal vez, es en lo que más se parece a Wally Gropius.

By This Shall You Know Him, Jesse Jacobs


En mi entrada sobre los primitivos cósmicos incluí a Jesse Jacobs, con la advertencia de que su Even the Giants se encontraba tal vez en los límites de esta corriente, si es que podíamos delimitarla de algún modo. Su nuevo libro, un espléndido álbum en tres tintas titulado By This Shall You Know Him (Koyama, 2012) le sitúa en pleno centro de la tendencia, si consideramos al Forming de Jesse Moynihan uno de sus centros. Jacobs elabora aquí una fábula cosmogónica que reinterpreta el Génesis bíblico con tintes fantásticos. By This Shall You Know Him es a la vez grandioso en cierto sentido kyrbiano y procaz con cierta arrogancia punk. Pero todo está tan equilibrado en la narración que en ningún momento perdemos el interés por un cuento para adultos, una nueva vuelta de tuerca a la vieja historia que nos han contado mil veces y que sin embargo Jacobs consigue que nos parezca tan distinta como si fuera nueva. En su versión, la Creación es producto de las disputas estéticas entre dos dioses, Ablavak y Zantex (hay uno tercero, Blorax, pero su papel es secundario) que compiten ante el superior Advisor para obtener su reconocimiento. Es la idea del artista como creador llevada a sus últimas consecuencias, y convertida en una batalla eterna entre lo apolíneo y lo dionisíaco, lo orgánico y lo inorgánico, lo blando y lo geométrico, lo angelical y lo demoníaco, es decir, todas las dialécticas que han movilizado la historia del arte como trasunto de la historia de la humanidad misma. Me doy cuenta de que resumido así parece increíblemente pretencioso, pero Jacobs lo narra con una naturalidad encomiable, sin excesos dramáticos ni discursos pomposos, y el mensaje se presenta sin obviedades y a la vez sin ser opaco. Visualmente, By This Shall You Know Him es de una imaginación desbordante.


Delphine, Richard Sala


Mientras leía el penúltimo libro de Richard Sala, The Hidden (Fantagraphics, 2011), tuve una epifanía: en realidad, Richard Sala no me gustaba tanto como yo quería creer. De pronto me di cuenta de que llevaba años leyendo sus libros porque estaba empeñado en que me gustasen, porque tenían que gustarme, ya que reunían por separado muchos elementos que siempre me han gustado: el suspense, lo pulp, lo oscuro, lo tragicómico... Sala era como una versión del primer Burns insobornablemente fiel a los principios del folletín. Así que instantáneamente se instaló en mi pabellón de favoritos, aunque a la hora de la verdad sus libros nunca acababan de entusiasmarme. Demasiado estáticos, demasiado tibios en la narración, acababan por gustarme más como concepto que como ejecución. Y leyendo la fantasía apocalíptica The Hidden ya no pude seguir negándolo. Y sin embargo, las viejas costumbres son difíciles de perder, así que volví a caer con su último título, Delphine (Fantagraphics, 2012), que en realidad es la recopilación de una historia seriada que publicó en la colección Ignatz. Y cómo son las cosas, ahora que ya había renunciado a él, Sala volvió a mí con más fuerza que nunca. Delphine tiene todos los rasgos goreycos habituales de Sala elevados a la máxima potencia, pero esta vez la narración es fluida, el ritmo es intenso y el final es redondo. Para colmo, la historia traspasa los límites que Sala parece haberse autoimpuesto muchas veces del homenaje a la tradición popular de lo grotesco para tocar una fibra más humana y casi desconocida anteriormente en su obra. El resultado es su historia más satisfactoria hasta el momento. Declarada expresamente como una versión moderna de Blancanieves, Delphine se mueve siempre en el filo de lo plausible, en el suspense de una larga carrera donde al protagonista le pasan cosas que podrían ser o no macabras. En ese juego paródico Sala encuentra su mayor triunfo, paseándose por un hilo delicado que nunca se rompe. Al final, Delphine me ha hecho revisarme The Hidden para comprobar si era exactamente lo que recordaba. Me ha parecido mejor.

Una interesante entrevista con Richard Sala sobre Delphine: Richard Sala explores the world of dark fairy tales in «Delphine».
Óscar Palmer está publicado en su blog Cultura Impopular su libro Cómic alternativo de los 90. Aquí se puede leer el capítulo en el que habla de Sala: Polos opuestos.


Dockwood, Jon McNaught


El británico Jon McNaught ya me había maravillado con dos libritos deliciosos, Pebble Island (2010, Nobrow) y Birchfield Close (2010, Nobrow), pero Dockwood (2012, Nobrow) ha sido en cierta manera su puesta de largo, sobre todo si le damos a largo el significado de large. De formato mucho mayor que los anteriores, este libro es un verdadero álbum clásico con apariencia de cuaderno de redacción y contenido adaptado a la última ola de la novela gráfica contemporánea, en la estela de Ware y Seth. Dockwood incluye «dos historias del otoño» que en muchos sentidos abundan en las formas y temas que McNaught ya había tanteado en sus trabajos previos. Ambientes suburbanos o campestres desolados, personajes fundidos con el paisaje y/o los ritmos de la naturaleza, estrategias narrativas encaminadas a una plausible descripción del paso del tiempo y estilo visual inspirado por el diseño y las artes gráficas de mediados del siglo XX. En «Elmwood», la primera de las historietas contenidas en Dockwood, McNaught establece una paralelismo muy obvio entre el otoño y la vejez, mientras que en «Sunset Ridge» vira hacia el otro extremo de la existencia para introducirse en la vida interior de un adolescente. Una vida interior habitada por los videojuegos, por cierto, lo que permite a McNaught un bonito diálogo entre dos espacios de la imaginación, el digital y el real, que en realidad es el de la memoria, es decir, que ambos espacios tienen en cierto sentido la misma categoría. La introducción de un elemento futurista, como son los videojuegos, supone una interesante distorsión en un escenario visual que nos remite insistentemente a la ilustración de los años 50. Pero da igual si los protagonistas son ancianos o jóvenes, sobre las dos historias pesa un aire grave de melancolía profunda. Éste es el tipo de cómic donde se dedican varias viñetas a mostrarnos cómo se pelan unas patatas, y donde las correrías de una ardilla de rama en rama son recurrentes en muchas tiras dispersas a todo lo largo del libro. Tal vez lo que McNaught nos quiera indicar es que tan importante es lo que sucede alrededor de nosotros como lo que nos sucede a nosotros, y que el mundo se mueve y el tiempo avanza aunque nosotros nos quedemos quietos. Dockwood no es todavía una obra maestra, pero es evidente que McNaught está trabajando en la dirección de conseguir una tarde o temprano, y que los desafíos que se plantea con cada nuevo trabajo son cada vez mayores. Mucho ojo a sus próximos títulos.


Letting It Go, Miriam Katin


Letting It Go (2013, Drawn & Quarterly) es el inesperado regreso de Miriam Katin. Digo inesperado porque creía sinceramente que Por nuestra cuenta (2006, Ponent Mon) sería una obra única, sin continuación posible. Para quien no sepa de quién estoy hablando, copio aquí lo que escribí sobre Por nuestra cuenta en La novela gráfica: «Esta última obra es significativa de cómo el cómic ha ido conquistando en los últimos años nuevos espacios para la expresión personal que antes estaban reservados en exclusiva a la literatura o el arte. Por nuestra cuenta es el relato autobiográfico de la huida de Budapest por parte de la autora, entonces una niña, y su madre (judías húngaras) en 1944, cuando escapan del acoso del ejército nazi invasor y posteriormente de las tropas soviéticas. Lo peculiar es que Katin no emprendió esta memoria gráfica hasta pasados los sesenta años, una edad en la que tradicionalmente los autores de cómic ya estaban retirados». Por nuestra cuenta llegó a nuestro país en medio de una oleada de memorias gráficas femeninas que querían situarse en la estela de Persépolis para aprovechar el éxito de Marjane Satrapi, y sin duda eso hizo que para muchos pasara desapercibida o que incluso otros la vieran con desconfianza. Yo mismo tenía prejuicios. Ridículos, como descubrí en cuanto la leí, porque Por nuestra cuenta era un cómic descarnado, contado con la crudeza con la que sólo puede contarlo quien ya ha vivido mucho y no tiene que atender a ansiedades juveniles. Pero por su misma naturaleza biográfica no imaginaba que fuera a tener continuidad ni que Katin proyectase continuar su nueva carrera como novelista gráfica ya en la tercera edad.

Todo esto para explicar por qué Letting It Go me resultaba inesperado. Y a pesar de mi experiencia con Por nuestra cuenta, volví a caer en los mismos prejuicios. El estilo amable de Katin, como de cuento para niños, la misma sospecha de que estaba intentando explotar su éxito anterior, y, sobre todo, esa espantosa portada (no en lo gráfico, sino en lo conceptual), una alegoría visual donde la autora suelta un globo con una esvástica, como para indicar que psicológicamente por fin va a dejar marchar el estigma de su experiencia infantil con el Holocausto, es decir, esa portada que nos anuncia un volumen terapéutico repleto de metáforas gráficas facilonas, volvieron a hacer que abordara la lectura lleno de prevenciones. Katin liquidó mis temores rápidamente. Su narración es tan fluida y original, sus dibujos tan vivos y personales, y su voz tan sarcástica y desvergonzada que es capaz de llegar con la naturalidad de una abuelita a donde los jóvenes underground más tremendistas no se atreverían a llegar nunca. Véase por ejemplo el grotesco episodio del pedo con carga en el hotel de Berlín. Letting It Go es un retrato emocional del superviviente que setenta años después sigue marcado por una experiencia traumática más allá de todo límite. No es que Katin reviva la guerra todos los días, pero cuando su hijo, norteamericano de nacionalidad, le dice que quiere instalarse en Berlín y que para hacerlo necesitaría recuperar la nacionalidad húngara que originalmente poseía su madre, dentro de ésta se desatan todo tipo de angustias y tensiones acumuladas y jamás resueltas a lo largo de toda su vida. Katin no es una anciana bondadosa, desde el primer momento reconoce su aborrecimiento por los alemanes y por todo lo alemán, y no manifiesta ningún deseo ni intención de corregirlo. Asume sus defectos. Y, en contra de lo que podríamos pensar, la historia no muestra un arco de purificación en el que acabe superando esos traumas y volviéndose mejor persona. La superación, en todo caso, es generacional y se encuentra en su hijo y la continuación de su familia. Katin nos hace el favor de contarnos las cosas tal y como son y no embaucarnos con un cuento aplicable como manual de autoayuda. Por eso precisamente me resulta tan desafortunada esa portada tan engañosamente blanda.


«Somersaulting», Sammy Harkham, en Everything Together


Acabo con los dos libros publicados durante los últimos meses que hay que tener, las dos antologías que recopilan historietas dispersas de dos de los dibujantes con más personalidad que están trabajando ahora mismo en el campo de los art comics en Estados Unidos. El primero ya es conocido en España. Apa-Apa publicó en 2009 Marinero de montaña, la acongojante adaptación que hacía Sammy Harkham de una historia de Guy de Maupassant. Esa historia («Poor Sailor» en el original) está incluida en Everything Together (2012, Picturebox) que recoge la obra dispersa que Harkham ha ido dejando por diversas revistas y proyectos variados a lo largo de más de diez años. Harkham tiene una personalidad curiosa y juguetona. Aunque la base de su estilo parece firmemente anclada en el cartoon clásico (por momentos me recuerda a la inmediatez cálida de Segar), siempre está probando cosas nuevas, tanto en la narración como en el diseño o lo gráfico. Eso hace que Everything Together tenga un cierto tono de festival de experimentos. Las historietas son muy diversas en tono y pretensiones, desde la sátira inmediata hasta el relato de largo aliento, desde la parodia (con varias incidencias en el mundo del cómic y sus autores, incluyendo nombres propios) hasta el drama sentimental. Pero por debajo de todas esas vestiduras asoma la voz de Harkham como un autor moderno, de calado literario, libre de servidumbres nostálgicas o de género, y preocupado por la alcanzar una expresión de las emociones íntimas que en numerosas ocasiones pasa por explorar los huecos y silencios en la intimidad de nuestras vidas. Entre todo el material reunido aquí, tres son las piezas maestras que sustentan esa visión del cómic: la mencionaba «Marinero de montaña», «Somersaulting», que describe con escalofriante precisión una historia de amor, y «Lubavitch Ukraine, 1876», que en cierto modo intenta trasladar el mundo de los sentimientos a la formalizada atmósfera de una ciudad judía del este de Europa a finales del siglo XIX. De alguna manera, Harkham es el heredero directo del gran cómic alternativo de los 90, pero al mismo tiempo anuncia algo nuevo. En cada nuevo paso que da resulta más evidente que estamos ante un clásico moderno, y leer Everything Together es una buena forma de hacerse idea de cuál es su verdadero alcance.


«Million Year Boom», Tom Kaczynski, en Beta Testing the Apocalypse.


Creo que mi libro favorito de estos últimos meses es otra recopilación: Beta Testing the Apocalypse (2012, Fantagraphics), de Tom Kaczynski. Kaczynski es un polaco que emigró a Estados Unidos de adolescente, ha trabajado en publicidad y ahora, desde Minneapolis, dirige una de las más interesantes microeditoriales del panorama actual, Uncivilized Books, que ha publicado entre otros el último libro de Gabrielle Bell, The Voyeurs. Aunque ha publicado diversos minicómics e historietas sueltas durante los últimos años, Beta Testing the Apocalypse supone su primer libro como tal, y probablemente el que le descubrirá a un público mayor. Está integrado principalmente por historietas aparecidas en la antología Mome desde 2007, aunque la última (y la más larga), «The New» es inédita. Sobre el conjunto se aprecia una evidente (y reconocida) influencia de J. G. Ballard. Las autopistas, los planes de desarrollo urbano, los edificios, son los protagonistas de estas historias más que las mismas personas que transitan por ellos. Kaczynski es un apasionado de la arquitectura, sobre todo en su aspecto más teórico y simbólico, y eso se nota en sus viñetas, donde el entorno es en gran medida el elemento que produce las ansiedades, miedos y dramas ante los que reaccionan los seres humanos. Aunque todas las historias reunidas en Beta Testing the Apocalypse son excelentes, creo que la obra maestra es «Million Year Boom», una fantasía kafkiana sobre un misterioso proyecto donde se mezclan el branding con la arquitectura moderna y el ecologismo primitivista. Tal vez sea ese choque entre la naturaleza y lo cultural (que ya está presente en el título de la editorial que dirige, Uncivilized Books) lo que más interesa a Kaczynski. Estamos hablando, en todo caso, de un autor de raíces intelectuales, donde el discurso y las ideas se superponen al drama sentimental. No es habitual encontrar historietas tan versadas en arte, arquitectura, publicidad, economía, antropología y política como las de Kaczynski, que ha llegado a denominar lo que hace como filosofía pulp, una expresión de una clarividencia pasmosa. En realidad, esa vertiente discursiva se aprecia más en sus minis, como la serie Trans (que será recopilada en breve en el volumen Trans Terra, así que espero que no tardaremos en volver a hablar de él aquí), Cartoon Dialectics y Structures. Digamos que Beta Testing the Apocalypse ofrece el lado más pulido y apto para el consumo general de la obra de Kaczynski. Gráficamente emparentado con el Daniel Clowes de los 90 y su uso narrativo del bitono y la línea cartoon, Kaczynski se presenta como un autor de singular personalidad, el eslabón perdido entre dos mundos, el de la caída de los ideales sociales que dejó atrás en una Polonia tardocomunista, y el de la praxis de un capitalismo desideologizado que ha conocido desde el interior de la industria publicitaria neoyorquina. Parece completamente fascinado por la identidad cultural que el hombre se ha construido para sí mismo y a la vez escéptico ante los logros de la civilización, como si todo lo que constituye nuestro mundo cotidiano fuera un barniz artificial que apenas disimula el salvajismo subyacente. En ese sentido, se puede entender como la búsqueda de un asidero la obsesión por las medidas físicas como elemento objetivo a través del cual describir el mundo. Obsérvense los títulos de algunas de las historias reunidas en este libro: «100.000 Miles», «10.000 Years», «976 SQ FT», «100 Decibels»... Como remate, Beta Testing the Apocalypse incluye un índice de términos al final que descompone conceptualmente todos los elementos constitutivos de la obra, desde biosfera hasta situacionismo, pasando por Sound Effects, de los cuales se nos hace notar que se dan tres instancias distintas en el volumen: «Aahh» (página 51), «Aaaah» (página 39) y «Aaaahhhhhhachoo» (páginas 60-61).


Recomiendo muy mucho echar un vistazo a los siguientes enlaces:
Web oficial de Uncivilized Books.
Trans Atlantis, tumblr de Kaczynski donde se puede disfrutar de su pasión por la arquitectura.
Entrevista con Tom Kaczynski en The Comics Journal.
Entrevista con Tom Kaczysnki en The Hooded Utilitarian.

miércoles, 8 de mayo de 2013

SPRING CLEANING (II)



En esta segunda parte del repaso general a algunos cómics norteamericanos destacados del otoño-invierno pasados, me alejo un poco de la ciencia-ficción, la fantasía y el género para mencionar títulos que van por otros derroteros. Pero antes de que alguien piense lo contrario, una advertencia: ni mucho menos estoy intentando cubrir sistemáticamente todas las corrientes que se encuentran ahora mismo en la small press expo. Esto es apenas una cata basada en mis gustos personales, pero también en eso estoy seleccionando. Por motivos diferentes, incluso a algunos autores que considero muy destacados prefiero dejarlos fuera ahora, como es el caso de Tin Can Forest, Robert Sergel, Leslie Stein, Vincent Stall o Box Brown.


Wanted, Art Baxter, en Secret Prison 7.


En ese espíritu de panorámica a vista de pájaro, un título interesante para el curioso es Secret Prison 7 (Retrofit), una antología editada por Ian Harker y Box Brown. Secret Prison 7 es una revista con un programa ideológico muy específico: homenajear a la cabecera japonesa Garo, que durante los 60 y 70 fue el espacio donde creció el manga adulto y de vanguardia que hoy conocemos como gekiga. En sus páginas se encuentran autores conocidos de la escena alternativa, de algunos de los cuales hemos  hablado aquí (el propio Brown, Pat Aulisio, Ryan Cecil Smith o Keenan Marshall Keller, entre ellos, aparecen en Spring Cleaning I) y en general el nivel de las contribuciones es muy elevado. Mi favorito es probablemente Wearing the Black Horns, de Luke Pearson, un autor que se ha hecho famoso por sus libros para la británica Nobrow y que a mí no me acababa de convencer en sus trabajos con esa editorial. En Secret Prison 7, sin embargo, se adapta con enorme facilidad al tono predominante en la revista, que es el de relatos de la alienación y frustración sexual envueltos en un halo de misterio y con un toque mágico o sobrenatural, y entrega cuatro páginas de diseño y dibujo exquisitos y atmósfera perturbadora. Ese «tono predominante» del que hablaba lo marca expresamente Wanted, de Art Baxter, una historia que se construye en torno a la figura de Yoshiharu Tsuge, el mangaka que para muchos fue el gran genio torturado del cómic japonés. Y digo que se construye porque, como el propio Baxter confiesa en el epílogo a su historieta, los datos que se conocen de Tsuge son tan escasos que lo que nos interesa no es tanto su biografía como su mito en cuanto que inspiración para jóvenes historietistas. Y sobre ese punto es sobre el que gira el aspecto más interesante de todo Secret Prison, sobre qué tipo de relación se establece entre Garo, una revista concebida hace casi cinco décadas en la otra parte del mundo y cuyas historietas en realidad apenas son conocidas en Occidente, y los nuevos autores de cómic estadounidenses. ¿Qué es lo que se espera ahora de Garo, por qué es necesario? Secret Prison 7 tiene el extraordinario acierto de incluir algunos textos que aportan informaciones y perspectivas pertinentes para el lector (el producto en conjunto está muy cuidado, con un formato gigante y las páginas impresas en papel de periódico, lo que le da una personalidad muy marcada). Uno de esos textos es una brillante disertación de Derik A. Badman sobre la importancia de los «huecos» en el cómic, formal, temática y hasta cultural e históricamente, y en particular en el manga de Garo, incidiendo de manera especial en Elegía roja, de Seiichi Hayashi, que analiza con pasión y perspicacia. Dice Badman en su texto que a estas alturas Garo viene a significar «manga alternativo», y que se suele asociar con «historias cortas de tono contenido (o «novelas gráficas» de un solo volumen) dibujadas en un estilo rígido (Tatsumi) o caricaturesco (Mizuki, Katsumata) con un toque surrealista o de realismo mágico ocasionalmente». Y si bien es cierto que la mayoría de los autores recogidos en Secret Prison 7 parecen confirmar esta observación, creo que también hay que señalar que en gran medida lo que se está buscando es una conexión que va más allá de lo estético y alcanza a lo vocacional: la imagen de Tatsumi o Tsuge como artistas que creen en su propio camino y sacrifican el éxito por la integridad, enfrentándose a las corrientes literarias, es un sueño romántico demasiado tentador para quien trabaja horas y horas dibujando historietas sin ninguna expectativa comercial a la sombra de un mainstream que parece tan fosilizado como inamovible. Es decir, diría que los alternativos expresan a través de su advocación a Garo su voluntad de ser marginales. Y eso es peligroso, porque cuando lo marginal se vuelve vocacional, normalmente ya estamos hablando de narcisismo.

Es interesante señalar que Secret Prison 7 desató una gran polémica en internet antes de publicarse, sólo por su propio concepto. Dan Nadel (editor de Picturebox y codirector de The Comics Journal) escribió un post muy crítico con la iniciativa ya desde la fase de Kickstarter: No Good Reason.


Pompeii, Frank Santoro

Precisamente Nadel es quien ha publicado Pompeii (Picturebox, 2012), lo último de Frank Santoro. Santoro es uno de los cerebros del cómic alternativo americano moderno, y siempre se ha mostrado muy preocupado tanto por cuestiones educativas (mantiene un curso de cómic por correspondencia) como de investigación desde el punto de vista artístico. Para mí es, sobre todo, el autor de uno de los últimos grandes cómics norteamericanos recientes que todavía permanecen inéditos en España: Storeyville (1995). Pompeii es el primer capítulo de lo que parece que serán dos cuando la obra esté completa, y por tanto resulta un poco prematuro juzgarlo. Es, además, un cómic de lectura un tanto engañosa. Sus 22 desahogadas páginas se leen con fluidez y velocidad, casi con demasiada velocidad, y dejan un aire de liviandad que podemos confundir con ligereza. Debajo de la superficie de aspecto abocetado y aparentemente despreocupada de Pompeii hay un trabajo profundo de relaciones espaciales y formales que merece la pena ser observado con más detenimiento, como hace Nicole Rudick en esta reseña en The Comics Journal. Para mí, sobre todo, Pompeii es la evidencia de que Santoro trabaja fundamentalmente con contrastes. El contraste entre un tema del arte clásico y su representación en un medio vulgar, como es el cómic; pero también el contraste entre un dibujo que en su trazo y textura parece retrotraerse a la época en que su única función era subalterna, como ayuda a la pintura, y su utilización en un rango expresivo que pertenece plenamente al cómic, donde el dibujo es la obra acabada.


Blast Furnace Funnies, Frank Santoro

Y el contraste es también lo que moviliza Blast Furnace Funnies, que conseguí al mismo tiempo que Pompeii, aunque es anterior. En 2011 Santoro participó en la Bienal de Pittsburgh, su ciudad natal, y lo hizo con esta historieta de 16 páginas, publicada en formato de periódico y repartida en el Museo de Arte Carnegie de cuyas paredes colgaban los originales. Blast Furnace Funnies es un melancólico paseo por Pittsburgh y por la memoria que Santoro tiene de ella, y es significativo que el autor insista varias veces en compararla con Pompeya. «Esta ciudad es como Pompeya para mí. Una gloria que fue y que siempre será», dice al final. Cada página es un estudio en composición (las elipses son uno de los asuntos que más interesan al autor, como se ve en la imagen de muestra), pero la historieta no se queda en un mero ejercicio formal. Hay en ella una serena gravedad que parece acentuarse de nuevo al contrastarse con la fragilidad del soporte al que está encomendada (el papel de prensa), de la misma manera que la profundidad del tema literario clásico de la memoria choca deliberadamente con la superficialidad de un género de masas tradicionalmente estereotipado y que se expresa fundamentalmente con imágenes. Lo eterno clásico (Pompeya) frente a lo decadente industrial (Pittsburgh) es a la vez como un trasunto de lo sublime transportado por lo ordinario. Todas éstas son tensiones que Santoro reconoce en el espacio que reclama el cómic en la intersección entre lo formal y lo cultural, entre su historia y su potencial, y que pretende explotar en su beneficio. Blast Furnace Funnies es, también, una de las mejores historietas sin personajes que he leído en este peculiar subgénero.


Canadian Royalty. Their Lifestiles and Fashions, Michael DeForge, en Lose #4

El canadiense Michael DeForge es uno de los valores en alza de los últimos años, pero confieso que a mí, salvo alguna historieta concreta, hasta el momento no me había despertado mayor entusiasmo. De manera que fue con expectativas bajas y hasta un poco de pereza con lo que abordé la lectura del último número de su comic book unipersonal, Lose #4 (Koyama Press). Y fue toda una revelación: las dos historietas principales incluidas en él son brillantes. La primera, «Someone I Know», es el tipo de historia que en los 90 parecía inevitable para cualquier principiante en el cómic alternativo: sadomasoquismo, atmósfera malsana, protagonista confuso, transformaciones mentales y físicas. O sea: el inevitable choque entre Como un guante de seda forjado en hierro de Daniel Clowes y el Agujero negro de Charles Burns alumbrado por David Lynch. Pero ha pasado el tiempo suficiente desde el apogeo de este tópico como para que DeForge lo pueda recuperar bajo sus propios términos y hacerlo suyo, y eso es exactamente lo que consigue gracias a su palpable personalidad gráfica, que parece oscilar entre el gusto por el vacío y la mancha negra y la obsesión por el detalle, todo ello con una especie de estilo de animación anémica y enfermiza que a mí con frecuencia me resulta desagradable, y lo digo como un cumplido. «Canadian Royalty» es aún más deliciosa y original. Siguiendo el patrón de «Spotting Deer» (que era lo que más me había gustado de él hasta el momento), DeForge despliega una suerte de documental de naturaleza protagonizado por una supuesta casa real canadiense y sus extravagantes tradiciones, que alcanzan su máxima expresión en sus sofisticadas indumentarias. DeForge cuenta el chiste con la cara seria todo el tiempo, y mezcla con sabiduría lo descabellado con lo prosaico, de manera que continuamente somos conscientes de que lo que estamos leyendo es absurdo, pero sentimos con todas nuestras fuerzas que debería ser verdad.

DeForge nació en 1987, de manera que es jovencísimo, y si Lose #4 es indicativo de que está en trayectoria ascendente, está claro que no habrá que perderlo de vista.


Immovable Objects, James Hindle

Han pasado ya un montón de títulos por este spring cleaning y todavía no he mencionado ninguno que encaje con los tópicos del tebeo indie romántico y un poco ñoño. ¿Es que ya no se practica ese tipo de historieta? Yo diría que sí, pero como ya advertí, esto es sólo un vistazo rápido y parcial a unos cuantos tebeos de los últimos meses, y está filtrado por mis propios gustos en primer lugar, que no se escoran hacia esa tendencia. Un ejemplo notable del típico tebeo indie podría ser Immovable Objects (One Percent Press), de James Hindle. Con su gusto por las composiciones limpias y simétricas, su trazo pulcro y amable y su bitono apastelado, Hindle parecería un candidato plausible a explorar el territorio abierto en su día por Adrian Tomine para los relatos breves con tono de literatura urbana realista y sentimental. Un territorio que, ahora que lo pienso, en algún momento parecía que podría ser muy fértil comercialmente para el sector alternativo y que por alguna razón parece que nunca llegó a despegar de verdad. Hindle se maneja con mucha soltura con una historia de extensión media y cierto cuidado en la construcción de personajes, y sabe cómo repartir el trabajo entre el texto y el dibujo. En Immovable Objects veo incluso unas gotas de David B. y algo de esencia de Chris Ware (el protagonista busca al padre que abandonó a la familia hace años, supongo que es difícil evitar el eco de Jimmy Corrigan), y veo un proyecto plausible de buen novelista gráfico moderno. Espero que fructifique.

«The First Test», Nathan Rilly, en Pope Hats #3

Disfruto de tebeos como Immovable Objects de James Hindle por sí mismos, pero como decía, también me despiertan el interés porque veo en ellos un potencial por desarrollar que quién sabe a dónde puede llegar. Véase el ejemplo del canadiense Ethan Rilly, que ha crecido de una manera increíble en su serie Pope Hats (Adhouse Books, 2007-2012, tres números hasta ahora). En realidad, el gran salto se produce entre el número 1 y el 2, ya que el 2 y el 3 son mucho más homogéneos, como si muy pronto (es un autor que acaba de entrar en la treintena) hubiera alcanzado ya la madurez clásica de un viejo maestro de las tiras de prensa curtido por décadas de profesión. El número 1 de Pope Hats (realizado gracias a una beca Xeric cuando Rilly todavía era estudiante) es interesante y, como decía, prometedor, pero todavía bastante embrionario. El 2 es ya una obra mayúscula, un trabajo asombrosamente compacto en todos sus aspectos, desde lo visual hasta lo literario. Pope Hats es un comic book unipersonal al estilo de los añorados Eightball o Hate (o, en la escena contemporánea, el Lose de DeForge del que hemos hablado más arriba), un formato de publicación al que Rilly se aferra con verdadera pasión. Sin embargo, aunque cada número incluye alguna historieta corta, lo más jugoso de Pope Hats es una especie de gran novela episódica protagonizada por dos chicas que intentan salir adelante en la gran ciudad. Frances es una morena responsable, ordenada, eficaz y considerada con todo el mundo, trabaja en una firma legal donde todos los mandos se la disputan por sus múltiples cualidades profesionales y personales, y cada día vuelve a casa sola y tiene insomnio (pero no es un personaje triste ni que sienta lástima de sí mismo). Su compañera de piso Vicki es una rubia alocada, irresponsable, caótica y egoísta que aspira a ser actriz y que se pasa el día emborrachándose y ligando. Vicki es el tipo de amiga que vuelve a casa de madrugada, y como ha perdido las llaves porque está borracha, entra por la ventana del dormitorio de Frances mientras ésta duerme y salta sobre su cama acompañada de su ligue. O el tipo de amiga que no tiene un duro, te acompaña al bar, pregunta cuánto cuesta un gin-tonic, le dicen que siete dólares, lo pide y luego te dice que si puedes prestarle ocho dólares. Casi podríamos decir que Frances y Vicki son una transposición moderna de la fábula de la hormiga y la cigarra, aunque con la salvedad de que Vicki no se muere de hambre porque la hormiga cuida de ella. Es de esas personas que van por la vida dando tumbos y sin embargo todo les sale bien casi sin proponérselo. Como si al ser ciega a todos sus errores, estos no le afectaran. Por eso consigue un papel en una serie de TV casi sin proponérselo, y así es como acaba el tercer número de Pope Hats, con la fiesta de despedida antes de su marcha a Los Ángeles.

La verdadera protagonista de la serie es, en todo caso, Frances, para quien Vicki sirve más bien de contraste sobre el que perfilar mejor su personalidad, que resulta más compleja, matizada y real cuanto más contenido es Rilly en su descripción de la misma. Si conocemos a Frances es, principalmente, a través de sus actos, y la mayoría de estos tienen que ver con su vida profesional. El gran bufete para el que trabaja es una alegoría del mundo, un microcosmos descrito con asombroso detalle y veracidad donde asistimos al auge y caída de diversos personajes, a la competencia por subir en la empresa y hacerse imprescindible ante los jefes, y al fracaso y la tensión continuos de los empleados superiores y más veteranos. Como le dice una de sus compañeras a Frances: «Aquí todos estamos subiendo o bajando...» En ese sentido es también una historia sobre la pérdida de la juventud, que sin recurrir jamás al desgarro expresivo es capaz de producir un acongojamiento inexplicable. No se me ocurre ahora mismo ningún otro cómic que haya descrito con tanta precisión el mundo del trabajo, y que haya convertido a las intrigas de oficina y la política de pasillos en un argumento tan apasionante.

Gráficamente, la habilidad de Rilly es asombrosa. Adscrito a una línea clara que parece heredera directa de Chaland, probablemente el autor no reconocería esta influencia, como no reconoce muchas otras porque, según declara en entrevistas, no ha leído demasiados cómics desde que se iniciara en su lectura con los tebeos de Jim Lee para la Marvel de los 90. Como canadiense que es, resulta inevitable adscribirlo a la estirpe de línea clara de Seth y Chester Brown, y Rilly sí los reconoce a ambos como maestros. Pero más allá de eso es difícil precisar incluso con cosas que parecen obvias. Por ejemplo, en la imagen que he puesto de muestra aparece uno de los personajes más peculiares de la serie, su jefe Castonguay, uno de los socios mayores del bufete. Castonguay, que toma a Frances bajo su protección, representa al heterodoxo. No tiene ordenador, sino que dicta sus emails a tres secretarias, y vive en el hotel de la puerta de al lado de la oficina, al que se accede a través de un mall subterráneo compartido, con lo cual no ha necesitado comprarse ni un paraguas ni un abrigo. Castonguay sólo vive, pues, para el trabajo, y al acceder a él es como si Francis hubiera alcanzado un nuevo nivel de sabiduría en la oficina, una cumbre espiritual de la vida profesional. Digamos que podemos ver a Castonguay como un Mr. Natural corporativo. Pero visualmente parece evidente que está modelado al estilo de Harold Gray. Sin embargo, cuando Tom Spurgeon preguntaba a Rilly por el parecido de Castonguay con Daddy Warbucks, Rilly contestaba que todavía no había leído Little Orphan Annie.

No es que me interese especialmente encuadrar a Rilly en unas coordenadas definidas por sus influencias. No se trata de llegar a la conclusión de que Rilly es A+B+C, como a veces parece que entienden algunos críticos cuando hablan de influencias. Pero me interesaba mencionar la cuestión porque resulta curioso que un cómic en apariencia tan transparente y tan nítido como este Pope Hats sea tan difícil de situar en una corriente indiscutible. Y eso es porque Pope Hats es verdaderamente una obra excepcional. Lo digo queriendo decir exactamente eso: creo que no he leído nunca otro cómic parecido. Y sin embargo, es un cómic con un aspecto completamente tradicional. Supongo que el secreto está en la masa.

En realidad, sólo hay un cómic al que me recuerde (vagamente) la saga de Frances y Vicki: Locas de Jaime Hernandez. Digo esto con plena conciencia de lo que digo, porque Locas es para mí una de las cumbres del cómic, y creo que Pope Hats resiste la comparación. Lo que me me recuerda a Locas es el clasicismo formal y discreto de la puesta en escena, tanto en el dibujo como en la composición y el diseño (Jaime ha optado de forma sistemática por seis viñetas cuadradas por página, mientras que Rilly opta por una especie de simulación de la tira de prensa tradicional, con tres tiras por página separadas por un espacio doble horizontal que las individualiza); la forma de desarrollar una novela-río que es episódica pero al mismo tiempo continua, algo que es a la vez una serie y una novela gráfica interminable; la densidad narrativa que no se apoya en los textos; la naturalidad de las escenas, la importancia de los detalles, la habilidad con la que está marcado el ritmo, y, por supuesto, los personajes. Si has leído Locas es imposible no ver al cabo de un rato a Frances y Vicki como unas Maggie y Hopey contemporáneas, dotadas de la misma autenticidad, vida y expresividad. Como Jaime Hernandez, Ethan Rilly también es capaz de utilizar un lenguaje estereotipado procedente del cómic industrial para rehabilitarlo con una amplitud mucho mayor, y como Jaime Hernandez, también es capaz de señalar los sentimientos y las emociones más diversos y delicados con la mínima cantidad de trazos.

Cuando leí los tres primeros números de Pope Hats, me asombraron. Los he releído meses después para escribir estas líneas y, pasada la sorpresa inicial, mi entusiasmo ha sido aún mayor: su profundidad y su riqueza se han revelado sin adornos circunstanciales. La experiencia de lectura de esta serie es muy peculiar: requiere un ritmo más sosegado del que estamos acostumbrados en el cómic. Cuando se llega al final del tercero, uno sólo querría tener a mano el cuarto para no salir del mundo en el que se ha sumergido. Espero que no tarde demasiado. Pope Hats puede llegar a ser algo muy grande.