Esta semana el mundo se ha unido en fraternal celebración del 75 aniversario de Superman, ese ideal de la justicia, la bondad y el culturismo que ha sido capaz de llenar de buenos deseos incluso internet. Si algo ha quedado claro es que todos queremos tanto a Superman, ¿verdad?
Bueno, justo ayer dio la casualidad de que me leí un par de historias de Superman. No fue por celebrar nada, fue porque me apetecía. Tenía por leer un tebeo que me había comprado hace poco (en el mismo saldo que el de Superman contra Linterna Verde borracho), y yo no puedo estar mucho tiempo sin leer una historia de Superman de la Silver Age, cuando el editor Mort Weisinger lo comandaba con mano de hierro. A veces creo que si desapareciesen todos los tebeos de la historia y sólo quedasen los Supermanes desde 1958 hasta 1969, bastaría para satisfacer todas mis necesidades como lector hasta el fin de mis días.
Bueno, a lo que iba: Superman #180 (1965). No me defraudó.
La primera historia se titulaba «Clark Kent's Great Superman Hunt!», y aunque no aparece acreditada en el cómic, en GCD le atribuyen el guión a Leo Dorfman (con dudas) y el dibujo a Al Plastino. La cosa se pone en marcha cuando Clark Kent tiene una idea genial para aumentar la difusión del Daily Planet: emprender una campaña pública para desenmascarar a Superman (simbólicamente, claro, porque Superman no lleva máscara) y revelar su identidad secreta al público. A estas alturas del partido, los lectores de Superman y Action Comics ya habían visto dos millones de historias basadas en la revelación de la identidad secreta de Superman, de manera que el propio Jimmy Olsen expresa los reparos de cualquier seguidor avezado de la serie tan pronto como el propio Clark propone la idea: «¡No me jodas otra vez con esa mierda, Clark!»
Pero donde hay patrón no manda marinero, y a Perry White, editor del periódico, la idea le parece genial. ¿Por qué no putear al tío que te ha salvado la vida personalmente cincuenta veces, sin contar las que te la ha salvado como parte de Metrópolis, del mundo entero o incluso de la galaxia, con tal de ganar unos milloncejos más? Pura mentalidad de mercado libre, se siente. Perry White da el visto bueno a la idea de Clark, y éste pone en marcha lo que, de hecho, es un pionero reality show televisivo, donde el público le seguirá en directo en su investigación, y además participará activamente.
Clark inicia su campaña pública para destruir el secreto de Superman pidiendo la colaboración de los espectadores. En la imagen que sigue a estas líneas vemos cómo en la primera viñeta reclama que quien quiera que haya visto a Superman en alguna de sus patrullas envíe detalles sobre la misma. A continuación, dos viñetas nos muestran cómo el mundo del hampa se congratula de la ocurrencia de Clark: reos que quieren vengarse y reyes del crimen que contemplan satisfechos desde su lujosa guarida el desarrollo de los acontecimientos. En la cuarta viñeta vemos el resultado de la colaboración ciudadana: montones y montones de cartas de personas decentes que quieren colaborar en el desenmascaramiento de su ángel de la guarda:
Por supuesto, hay una explicación para todo esto. El mafioso que fuma tan satisfecho mientras ve la tele ha secuestrado a Lois Lane, y utilizándola como rehén ha exigido a Clark Kent que le revele la identidad de Superman, ya que está seguro de que él la conoce. A Clark se le ha ocurrido toda esta historia de la «Cacería de Superman» como un complicado plan (en aquellos tiempos no había plan que no fuera complicadísimo, como si todos los concibiera el profesor Franz de Copenhague) con el que rescatar a Lois y cazar a sus captores. Cómo funciona el plan exactamente no lo descubriremos hasta el final, por supuesto.
De manera que sí, por supuesto que toda la cacería de Clark es mentira, no va a denunciarse públicamente a sí mismo para enriquecer más a Perry White y los propietarios del Planet. Tan tonto no es. De acuerdo. Pero lo que sí es verdad es la reacción emocional del público al programa y la alegría con la que se lanzan a atacar el punto débil de su invulnerable campeón.
El que intenta destrozarle es el mismo público que adora a Superman, por cierto. Le adora tanto que le obliga a firmar autógrafos, como si fuera Elvis. En 1965 ya tenemos al superhéroe como famoso, anticipándose a las reinvenciones posmodernas de Mark Millar, Peter Milligan o el America's Got Superpowers de Jonathan Ross y Bryan Hitch:
De nuevo, al final descubriremos que los autógrafos de Superman forman parte de su estratagema para vencer a su enemigo, pero, insisto, la adoración del público (que por lo que se ve en la viñeta superior no está formado precisamente por jovencitas histéricas) es real.
Tan real como la sed de sangre que impulsa a la masa a hacer todo lo posible por acabar con el secreto de Superman. Cuando Clark pide otra ayudita en su cacería, en esta ocasión a los dentistas de Metrópolis con el fin de encontrar a algún hombre que no haya pasado nunca por sus consultas, ya que como todos sabemos Superman no sabe de endodoncias, estos se apresuran a indagar en sus archivos privados con el fin de facilitar la denuncia del héroe:
De esta última viñeta hay algo que me llama la atención, y es cómo el propio Clark (y él tiene que saber de lo que habla) incluye a Superman en el rango de «hombres por encima de 30 años de edad». Al mismo tiempo que Marvel se impulsaba a lomos del nuevo arquetipo de héroe juvenil que representaba Spiderman, DC insistía en ser un mundo de hombres maduros y trajeados. Un mundo de señores.
Un mundo de señores donde había por encima de todos un señor, Mort Weisinger, tal vez uno de los más legendarios editores que haya conocido el comic book americano. De Weisinger, sobre cuya personalidad circulan muchas y notables anécdotas (para la más famosa os remito a mi próximo post), se dice que sufría una especie de complejo megalomaníaco que le hacía odiar a Superman, el personaje a quien había hecho alcanzar un éxito tal que había engullido su vida entera. Durante los últimos años se ha hecho muy común psicoanalizar esta etapa de Superman para encontrar bajo su lustroso hieratismo la marea de los turbulentos sentimientos destructivos reprimidos por el agónico Weisinger, un personaje capaz de contratar a un negro para que le escribiera una novela con la que triunfar como escritor mientras él editaba las aventuras del ídolo de los niños. Fracasó, por supuesto.
Si seguimos esta corriente y asumimos «Clark Kent's Great Superman Hunt!» como parte de esa guerra encubierta entre el creador y la criatura, tenemos que aceptar que el final es de un cinismo sublime: una vez que Superman ha conseguido su propósito de liberar a Lois y capturar al malvado bandido que la había aprisionado, revela ante las cámaras que todo era una artimaña para la que había contado con la complicidad del periodista del Planet:
Superman, embustero como un político al uso, pide disculpas por su engaño en la misma frase en la que vuelve a mentir, y de paso reclama con la falsa modestia más hipócrita del mundo que el mérito no se le atribuya a él, sino a otro. ¿A quién? ¡A Clark Kent! Es decir: a él mismo. Para rematarlo, Jimmy Olsen, su amigo, ejerce de spin doctor que solventa los últimos flecos: «¡Tranquilo, Superman! Sé que los fans televisivos se han divertido mucho ayudándoos a pillar con las manos en la masa a un capo mafioso!» O lo que es lo mismo: «Sois unos cabrones sanguinarios y traicioneros, todos vosotros, pero como finalmente os hemos manipulado para conseguir nuestros fines, y nosotros hemos conseguido lo que queríamos y vosotros os lo habéis pasado teta, todos contentos. Volved la semana que viene, que habrá más mierda de la que os gusta».
Quizás el genio de Weisinger estuviera precisamente en esconder tanto aborrecimiento por la raza humana bajo un dibujo tan meloso y relamido. Quizás por eso queremos tanto a Superman.
MALAS CHICAS. La segunda historia de este Superman #180, que es precisamente la historia a la que se dedica la portada, es como mínimo tan interesante como la primera. No me voy a extender demasiado sobre ella, pero no me resisto a hacer un par de apuntes. De nuevo no está acreditada, aunque se atribuye a Leo Dorfman y Curt Swan con George Klein.
Si la pérdida de la identidad secreta era una de las máximas amenazas para Superman en esta etapa, la otra probablemente fuera la pérdida de la soltería. En este caso, varios encuentros aparentemente casuales con muchachas sospechosas de poseer superpoderes acaban llevando a Superman a Florena, una isla perdida en el Pacífico Sur.
Una vez en Florena, Superman se encuentra con un país poblado de bellas muchachas donde la afortunada Orella ha sido elegida por el azar para convertirse en su esposa (en realidad ha hecho trampa en el sorteo, engañando a sus compatriotas).
Orella obsequia a Superman con un par de figuritas de Lladró tan pronto como éste aterriza en Florena:
Orella explica a Superman que le han atraído a la isla para que pueda casarse con ella, y en cuanto lo oye éste sale volando. Literalmente. Pero como mujer prevenida vale por dos (hombres), Superman no puede escapar de Florena debido a una barrera de radiación de kryptonita que las muchachas acaban de activar. La cuestión es que Orella y sus amigas proceden del planeta Matrion, donde las mujeres guerreras se apareaban con los mejores entre los hombres a los que derrotaban.
En Matrion, los hombres eran desterrados a una luna, pero al cabo de muchas generaciones las mujeres superiores acaban debilitándose como raza, y finalmente las más débiles también son expulsadas del planeta, como si fueran hombres. Estas desterradas inútiles llegaron a la Tierra y montaron su isla femenina con una mezcla de estética tiki y teconología futurista. Después de muchos años, ahora pensaban que Superman podía poner la semilla -literalmente- con la que refundaran su raza de supermujeres, para así poder volver triunfantes a Matrion y reencontrarse con las demás amazonas. Aquella panda de arpías que las exilió y a la que todavía añoran.
Por supuesto, como todo el mundo sabe, las culturas avanzadas del espacio exterior siempre tienen rigurosos rituales de apareamiento que seguir, y en este caso implican que Orella demuestre a su futuro marido quién lleva los pantalones en casa (aunque en este caso lo cierto es que ninguno de los dos lleva pantalones, literalmente).
Prueba tras prueba, la bella zarandea al bestia de acero, para sorpresa de éste. Por supuesto, finalmente se descubre que Orella lo había conseguido todo mediante un truco: las figuritas que había entregado a su futuro esposo estaban transmitiéndole directamente las fuerzas del kryptoniano gracias a un receptor oculto en la pulsera de ella. Todo lo súper que había en la mujer procedía del hombre. Revelada la artimaña, Superman queda libre para seguir feliz en su soltería.
Cuesta no leer esta historia como un cautionary tale misógino: «Cuidado con aceptar regalos de las mujeres, sólo sirven para quitarnos las fuerzas y aislarnos del mundo en una aburrida vida familiar desprovista de aventuras y sometida a los caprichos de la parienta».
Por si algo faltaba para rematar el mensaje, queda un cabo suelto. Al fin y al cabo, en esta historia se había postulado un mundo de supermujeres que vivían libres, sometiendo a los hombres, en algún lugar remoto del cosmos. En la última viñeta, casi atropelladamente, una mirada de soslayo de Superman resuelve el problema: esa fantasía femenina hace años que pasó a la historia. Sus mares ya están secos. El universo respira tranquilo con un profundo supersuspiro supermasculino.
1 comentario:
Fabuloso, Santiago. Espero que sigas ampliando la colección y sobre todo que sigas comentándolos aquí. ¡Cuántas otras perlas nos estaremos perdiendo!
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