miércoles, 17 de marzo de 2010

KOMIKS: EL CÓMIC RUSO


En mayo de 2008 tuve la fortuna de visitar Moscú, como invitado de KomMissia, el festival de cómics que se celebra en la capital rusa. Allí, además de dar un par de charlas y hacer turismo, tuve ocasión de conocer a José Alaniz, otro de los invitados del evento, profesor de literatura en la Universidad de Washington (Seattle). José tiene mi misma edad y no tardamos en encontrar un territorio común de conversación, comparando notas sobre nuestras apasionadas lecturas juveniles de Marvel. Él en Estados Unidos y yo en España nos habíamos criado leyendo las mismas cosas, desde el Hulk de Herb Trimpe hasta el Puño de Hierro de John Byrne, pasando por todo lo que hay en medio, y resulta que después de hacernos mayores y haber hecho nuestros estudios de personas mayores, todavía seguíamos preocupados por las cosas que significaban para nosotros esos peculiares enmascarados con superpoderes.
José Alaniz y Anna Voronkova, mi guía durante mi visita a Moscú, en casa de Khikhus.

José acaba de publicar Komiks: Comic Art in Russia, un libro al que por entonces estaba dando los últimos toques, en la University Press of Mississippi, que es la editorial de referencia internacional para los estudios académicos sobre cómic ahora mismo. Komiks es, que yo sepa, el primer libro de historia del cómic ruso. Tan llamativa omisión tiene un poderoso motivo: el cómic en Rusia prácticamente no ha existido.
El libro de José sitúa el origen de su relato, como es común en todas las historias del cómic, nacionales o internacionales, en el siglo XIX. Pero lo peculiar es que ese proceso compartido por todas las grandes naciones europeas -desde Gran Bretaña hasta España, pasando por Italia, Francia y Alemania- en el que la prensa satírica se puebla de caricaturas y éstas van alumbrando la historieta moderna, es inexistente en Rusia. Alaniz encuentra dos explicaciones para este fenómeno peculiar: por un lado, considera que la censura zarista fue tan severa que impidió el florecimiento de la sátira; por otro, piensa que la cultura rusa está tan basada en la literatura que las formas de expresión gráficas menores siempre se han menospreciado.
Con la llegada de la Revolución, el cómic se verá aún más marginado en la Unión Soviética. Se condena como invento burgués y americano, básicamente un producto degradante del capitalismo occidental y, por tanto, proscrito en la sociedad y la cultura comunistas.
Dada esta situación, Alaniz se ve obligado a forzar un tanto la definición de cómic y, acogiéndose más a sus rasgos de lenguaje que a sus condiciones materiales, rastrear sus huellas en otras formas de imagen seriada masiva. Por ejemplo, en el tradicional lubok, que es un grabado popular en madera, o en los carteles revolucionarios, especialmente en el periodo en que todavía se aceptaba la vanguardia como lenguaje, antes del giro estalinista hacia el realismo socialista. Aunque es evidente que un cartel no es un cómic, en sentido estricto, sí es interesante observar cómo algunos hallazgos narrativos y de diseño de los artistas (entre ellos verdaderos genios, como Maiakovski) que trabajaron en ese medio, nos hacen reflexionar sobre el lenguaje del cómic, y en cierta manera esas reflexiones resultan pertinentes ahora más que nunca, ya que en alguna medida hay una cierta semejanza entre el cómic de vanguardia actual y las invenciones de constructivistas, futuristas y demás.
No me resisto a poner algunos ejemplos de carteles soviéticos que sustituyen al cómic tal y como lo conocemos en la historia del cómic ruso de Alaniz. Advierto que estos ejemplos no están sacados de Komiks (un libro más ilustrado que otros de University Press of Mississippi, pero en todo caso con la austeridad propia de los textos académicos), sino de Soviet Posters (Prestel, 2007), de Maria Lafont, un tomazo que cada vez que lo abro para hojearlo al azar me quedo con la boca abierta.

Este cartel de 1920 no contiene elementos «narrativos» especialmente relacionados con el lenguaje del cómic, pero su estilo gráfico está muy cerca de lo que se podría considerar elegante en muchas historietas modernas de Europa y Estados Unidos.
En este cartel de 1923 sí que hay dos viñetas que muestran dos pasos de una historia. Si he entendido bien el libro de José, aquí se puede ver influencia del lubok tradicional.
Aquí (1927) tenemos cuatro viñetas y textos acompañándolas. Se cuenta una historia, aunque la narración gráfica es más bien elíptica, de estilo ilustrativo.
Esta brutalidad de cartel de 1928 me ha hecho acordarme de esa práctica de Chris Ware que consiste en «tratar las imágenes como si fueran textos y los textos como si fueran imágenes».
Este cartel de 1927 no me canso de mirarlo: el color, la combinación de imágenes diferentes, la composición en diagonal, la tipografía... Una barbaridad.

La era soviética no es nada favorable para el cómic en Rusia, y sólo los inconformistas y los artistas conceptuales, como Ilya Kabakov, se aproximan a las formas de la historieta, utilizándola en sus propios términos, es decir, como recursos del arte contemporáneo extraoficial. No es hasta la Perestroika que empieza a aparecer allí una verdadera escena viñetera semejante a las que existen en el resto de Europa. Alaniz indica que KOM es el primer colectivo decidido a hacer cómic, en 1988. Creo que es una situación inaudita en todo el mundo: un país -un país enorme, añadiríamos, uno de los países más importantes del mundo- donde el cómic empieza propiamente hace 20 años, partiendo de cero, sin verdadera tradición detrás y sin industria alguna que lo apoye. Y, sin embargo, en ese escenario no surge un cómic completamente nuevo y original, sino más bien un cómic débil, tópico y derivativo del cómic occidental -tanto el comercial como el de autor- que tiene los mismos problemas para ubicarse ante el público y encontrar una identidad propia que el cómic de todos los países clientes de los grandes productores, como nosotros. O más, porque incluso nuestra raquítica industria nacional es un monstruo gigantesco al lado del erial ruso. Alaniz describe una situación que se corresponde con lo que tuve ocasión de comprobar de primera mano durante mi estancia: no hay editoriales, no hay libros ni revistas, no hay librerías especializadas. Hay, básicamente, una escena fancinera (con muy pocas publicaciones) y hay historietistas en internet, y hay el festival KomMissia, sacado adelante con más animosidad que medios por un grupo de entusiastas a cuyo frente se encuentra Khikhus, el dibujante de cómics que lidera el movimiento ruso.
KomMissia es un festival muy modesto y muy acogedor, y durante mi visita lo pasé fenomenal allí porque, entre otras cosas, los rusos son la bomba y están locos, pero lo cierto es que el festival es un escaparate en el que no se vende ningún producto. Más que la exhibición de una industria o un arte nacional, se manifiesta como la expresión de un deseo, de una esperanza, o de una ilusión.
Cada vez que penséis que hacer cómics en España es muy difícil, pensad en vuestros colegas rusos: ellos sí que lo tienen jodido.

Una foto de una de las salas de exposiciones de KomMissia en 2008, el año en que yo lo visité. No sé si se puede distinguir en la imagen, pero las páginas que cuelgan de las paredes son de El Jueves, que protagonizaba una de las muestras. Además de esa colectiva, había otra dedicada en exclusiva al trabajo de Bernardo Vergara. Lo que aparece en el centro, sobre los pedestales cilíndricos, son figuritas de personajes de manga y anime.

Boucq era otro de los invitados por KomMissia en 2008, de modo que tuve la suerte de coincidir con él y poder compartir algunas conversaciones (que, por supuesto, acababan invariablemente derivando hacia Jodorowsky). Las charlas de KomMissia gozaron de bastante asistencia de público, que se mostraba muy interesado y entusiasta por todo. Especialmente las jóvenes mangakas, que allí también existen y allí también demuestran una fuerza arrolladora.

Khikhus y yo, con una botella de «agua de beber» rusa. Khikhus es el alma de la movida comiquera en Rusia, o al menos en Moscú; en San Petersburgo es Dmitry Yakovlev quien organiza el festival BoomFest, que tiene un punto más «alternativo» que KomMissia, si es que esos términos tienen un sentido real en el panorama ruso. Khikhus es un fenómeno, como se puede imaginar cualquiera con sólo ver esta foto.

Es interesantísimo el análisis que Alaniz hace de la obra de Nikolai Maslov, el único autor ruso que se ha publicado en nuestro país, por supuesto vía Francia, de donde nos llegó Los hijos de octubre. Maslov era un vigilante nocturno cincuentón que un día se presentó en Pangloss, una librería moscovita de propiedad francesa, con algunas páginas de historieta debajo del brazo y la propuesta de completar un libro si le iban pagando adelantos. Así, Maslov no sólo fue publicado en Francia, sino que fue publicado directamente en Francia, sin haberlo sido antes en su propio país. Lo más curioso es que Maslov, que no había tenido ningún contacto con la escena historietística rusa, fue rechazado violentamente por ésta, tanto por motivos estéticos -le consideraban directamente «malo»- como por motivos éticos -se le tachaba de «vendido» a los occidentales, a quienes había entregado la imagen tópica de la Rusia postsoviética decadente que se quería leer en Europa-. Alaniz tiene la perspicacia de mencionar también otro muy probable motivo oculto para ese rechazo: la envidia. ¿Quién es ese siberiano cincuentón a quien nadie conoce y que consigue publicar en Francia directamente, cuando nosotros llevamos años intentándolo y ninguno lo hemos conseguido? Evidentemente, en el mundillo ruso, las luchas intestinas y las polémicas en internet son también frecuentes y agotadoras, como sucede en todos los mundillos donde no hay mucho que rascar. ¿A alguien le suena de qué estoy hablando?
Lo que muchos de los historietistas rusos resentidos con Maslov tal vez no habían comprendido es que la obra de Maslov, por tópica y falsa que les pareciese a ellos, ofrecía al mercado internacional un sabor genuinamente ruso, tenía algo que aportar al panorama del cómic francés (y por tanto el nuestro, ya que nosotros dependemos de ellos) que no podían aportar las historietas de otros dibujantes, que eran sólo malas copias del cómic que otros mil dibujantes ya están haciendo en todos los países occidentales. De hecho, los close readings que Alaniz hace de otras historietas rusas recientes sólo sirven para revelar la endeblez del material que está estudiando. A veces uno siente casi cierta compasión por el autor, que se esfuerza enormemente por analizar con rigor material de desecho, olvidable, que para poco más puede servir que para dejar un testimonio sociológico. Es evidente que la calidad del estudio es muy superior a la calidad de lo estudiado.
Por supuesto, estoy entrando ya en el terreno en el que se deducen las lecciones para nuestros propios autores (para nosotros). Quizás cada día sea más difícil escapar de la neutralidad internacional de un mercado globalizado, pero como autores con un origen concreto, estamos obligados a encontrar esa voz propia, local y original que añada algo a un escenario ya repleto de propuestas personales. Lo queramos o no, vivimos en la era de lo glocal.
Alaniz también insiste, y de manera muy especial, en la importancia de la conciencia política en el cómic actual, una conciencia política que en la situación presente de Rusia es más urgente que nunca, y de la que sin embargo huyen todos los historietistas jóvenes del momento. En la página 213, hablando de los cómics autobiográficos rusos, escribe (traduzco): «En lugar de, por ejemplo, lesbianas, transexuales y presidentes femeninos, en estos cómics solemos encontrarnos con jóvenes heterosexuales enamorados, apuestos y vestidos de fábula, inmersos en orgías consumistas». Y me hace gracia pensar que, a pesar de los continuos lamentos por parte de algunos sectores por el «exceso» de cómics autobiográficos en España, no sería muy difícil trasladar estas palabras de Alaniz a un análisis de nuestro panorama. En el fondo, somos tan pudorosos y tan reservados los españoles...
Es extraño acabar un libro de historia académico como es éste con una exhortación al compromiso político de los historietistas contemporáneos, pero Alaniz lo hace, dejándose llevar por su lealtad hacia Rusia, esa «cruel señora» a la que adora, como él mismo escribe. Es la hora de despertar, parece que quisiera gritarles a esos jóvenes acomodados en su pasividad apolítica y neocapitalista. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, si no tienes nada, ¿qué tienes que perder? ¿Por qué no probar otra cosa?

CODA: Ya que estoy, y como por entonces ni tenía blog ni Facebook (y Facebook sigo sin tener) aprovecho para rescatar un par de fotos de aquel viaje que no tienen que ver con el cómic, pero que me han hecho gracia al reencontrarlas buscando material para este post. Dio la casualidad de que el KomMissia 2008 coincidió con el desfile del Día de la Victoria, y, además, con el nombramiento de Medvédev como presidente, con lo cual los festejos callejeros fueron numerosos y llamativos, incluyendo una parada de ex-revolucionarios luciendo algo parecido a las imagines maiorum de los romanos, o eso me parecieron. En fin, tampoco pongo más porque no me quiero ir por los cerros del off-topic.

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