Iniciado en el cómic profesional con el “boom” del cómic adulto de los ochenta, Max (Francesc Capdevila, Barcelona, 1956), se ha convertido con el paso de los años en la figura de referencia de la historieta española moderna. No sólo por la inagotable curiosidad gráfica y temática de su obra, -regida por el lema de Neil Young “el moho nunca duerme”-, sino por su papel como inspiración para los jóvenes dibujantes por su compromiso constante con el medio y como enlace entre diversas generaciones y entre el cómic de vanguardia español e internacional, ejercida con su labor como rector de la revista de vanguardia (“gráfica radiante”, la llamaban) NSLM (1995-2007), que desempeñó junto a Pere Joan y con la complicidad de Alex Fito.
Se ha dado en diferenciar las distintas etapas de la evolución de Max asociándolas a las influencias de grandes figuras. La fase inicial, inspirada por Robert Crumb, puede relacionarse con el primer personaje popular de Max, el activista anti-sistema Gustavo, un hijo del underground de la Transición. La poderosa presencia en épocas posteriores del ilustrador belga Ever Meulen, el malogrado historietista francés Yves Chaland y el autor del premiado Maus, el norteamericano Art Spiegelman, iría coloreando el tránsito desde la producción de álbumes de personajes comerciales de la época de la Movida y las tribus urbanas, como es Peter Pank, hasta la búsqueda de herramientas que faciliten la expresión de contenidos políticos y personales de mayor densidad en una historieta decididamente adulta y que no atiende al mercado. A principios de los 90, una crisis artística y personal provocaría en Max un proceso de reflexión del que saldría un giro hacia la textura gráfica imperfecta –él que siempre había estado obsesionado por el acabado terso y sin fisuras-, y dos obras muy ambiciosas. Una de ella, El mapa de la oscuridad, la abandonó inconclusa. La otra, El prolongado sueño del Señor T (La Cúpula, 1998), fue su último esfuerzo por crear una “gran obra” –un término un tanto aparatoso y decimonónico que todavía embaraza a los historietistas en este medio donde tanto queda por hacer-, y los resultados no fueron satisfactorios ni para la crítica ni para él mismo.
Tras El prolongado sueño del Señor T, Max había quedado en una situación que podríamos considerar de desconcierto o perplejidad. El deseo de llegar a otro sitio seguía presente, pero el camino cada vez era más inescrutable. Tal vez tuviera en las manos el mapa, pero la oscuridad no le dejaba leerlo. En esas circunstancias, sólo queda avanzar a tientas, y a tientas dio un giro en su manera de trabajar que, paradójicamente, al rebajar las ambiciones previas, le permitió por fin llegar a su obra maestra hasta el momento, Bardín el Superrealista. Asimilando ya sin deslumbramientos parte de las propuestas de su última gran influencia, el americano Chris Ware, autor de Jimmy Corrigan y faro de la innovación esta última década, Max recuperó en primer lugar su trazo limpio de toda la vida, remontándolo además hasta las raíces de las Escuela Bruguera de los años 40-60.
En segundo lugar, inventó a Bardín, un personaje-contenedor, utilizable en cualquier situación, despojado de una historia ordenada y limitadora, que se dispersa en multitud de apariciones en distintas cabeceras, creando una constelación de historietas diversas y descentralizadas, sin jerarquía narrativa. Bardín se presenta como una creación liviana y juguetona, casi como un divertimento del autor. El personaje carece de rasgos psicológicos, y su resorte narrativo es bien simple: un día, Bardín se encuentra con el Perro Andaluz, que robó parte de sus poderes surrealistas (superrealistas) a Buñuel y Dalí, y que ahora, ya entrado en años, desea transmitir esos poderes a un heredero. El elegido es Bardín, que transitará libremente por los mundos de lo metafísico y lo inconsciente, por “El mundo de lo superreal, que está por encima de lo real, o que es más real que el real”. Es decir, por el territorio favorito de su autor, que es el territorio de lo simbólico.
No es casualidad que la pareja artística de Bardín se llame Cirlot, como el poeta y crítico de arte que escribió El ojo en la mitología. Su simbolismo (1954) y el canónico Diccionario de símbolos (1958), y para quien la lengua simbólica “obedece a categorías que no son el espacio y el tiempo, sino la intensidad y la asociación”. Curiosamente, Max, que se proclama exclusivamente “dibujante”, considera que el dibujo es “la expresión mínima del Arte en la máxima intensidad”. Intensidad y asociación definen un lenguaje, que es el dibujo, que a su vez expresa otro lenguaje, que es el símbolo. Como decía Ananda K. Coomaraswamy, “el simbolismo es el arte de pensar en imágenes”, y ésa es la lógica que siguen los Hechos, dichos, ocurrencias y andanzas de Bardín el Superrealista, la lógica del dibujo puro y su capacidad para el símbolo.
La amalgama simbólica que maneja Max tiene diversas fuentes. Por un lado está la romántica y prerromántica –desde los años ochenta y álbumes como La muerte húmeda, Max ha mostrado una vena neogoticista y gusto por los temas fantásticos del XIX-, por otro la psicoanalítica jungiana –y, por supuesto, ambas se encuentran en las cómicas variantes del cuadro Pesadilla (1781), de Füssli-, y en tercer lugar la surrealista ortodoxa que podemos relacionar más directamente con el movimiento artístico bretoniano y, sobre todo, con Buñuel y el Dalí “embarrancado en 1929” (y que el interés por estos motivos se remonta a los orígenes de Max lo demuestra su elección de seudónimo, un homenaje a Max Ernst, autor de cuadros tan afines al universo Bardín como El ojo del silencio). El símbolo supremo que preside la cosmología bardinesca es, como decíamos, el ojo, un símbolo con el que Max ha trabajado a fondo (incluso lo utilizó para diseñar la mascota del centenario del FC Barcelona, en 1998), y que, en formulaciones triples, frontales, monoculares o heterópicas, Max suele asociar a la clarividencia y, a través de ella, a la muerte, pues abre la conciencia y el descubrimiento de los tumores y la decadencia interna –secreta- del cuerpo. En su primera historieta, la adquisición de la visión interior permite a Bardín descubrir los tres cánceres que le devoran, en un punto de partida idéntico al del malogrado Mapa de la oscuridad. Aún más, en una obra de tanta densidad gráfica, no se puede pasar por alto el significado del dibujo de las guardas del libro, donde un asustado Bardín contempla la proyección de la danza de la muerte en una linterna mágica. Pero Bardín, como el esclavo platónico, no sabe que la ilusión es sólo eso, una imagen, y no la realidad, como tampoco sabe que en Una polémica metafísica, después de desmontar todos los engaños de un panteón de dioses falsos presidido por un Mickey Mouse con tres ojos, finalmente los dioses se ríen de él.
El tebeo de Max es, pues, en cuanto que dibujo, un fantasma, una sombra, un velo inmaterial que carece del aquí y ahora benjaminiano para existir sólo en nuestra retina. En cuanto que instrumento panóptico, es una máquina poderosa, que dirigimos hacia nosotros mismos y hacia nuestra conciencia: ¿no es la viñeta-ojo al mismo tiempo el marco-ojo del televisor que muestra el horror de la guerra a los perros indiferentes que la utilizan de urinario en Nosotros somos los muertos? Dice el Señor T: “Veo fugazmente el destello de un ojo que me mira antes de precipitarme en un pozo de negrura”. La proliferación ocular bardiniana ha acabado definitivamente con la negrura, para mostrarnos un nuevo paisaje colorido y expuesto al placer visual. Pero Foucault nos advertía del poder del ojo vigía: ¿es por eso que la mirada total –el autoconocimiento absoluto- nos resulta tan opresivo? ¿Es por eso por lo que Bardín parece siempre tan nervioso e iracundo?
Mientras esperamos el segundo libro de Bardín, la última gran historieta de Max es El ruido y la furia, verdadera síntesis de la evolución gráfica y temática del autor durante veinte años. En ella, el entramado simbólico es tan tupido que la renuncia al texto no comporta una pérdida de densidad, sino todo lo contrario. La abrumadora carga emocional e intelectual (inteleccional) de El ruido y la furia es un logro para un autor que, hace diez años, declaraba que en comparación con la literatura, el cómic “no tiene menos altura, pero sí creo que tiene menos densidad. Para mí es una cuestión de densidad, de cantidad de conceptos por centímetro cuadrado de página. Referido a esto, el cómic es simple”. Hoy, y con Bardín el Superrealista, Max finalmente se ha quitado la razón a sí mismo, y me imagino que podrá gritar orgulloso con su personaje: “Aunque nadie nos lo pida ni nos lo agradezca… Hagamos tebeos!!”
Texto publicado en el catálogo de la exposición ¡Viaje con nosotros!, 2008.
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