miércoles, 8 de agosto de 2012
EL OJO Y LA MUERTE
MAX 1990-2010
EL OJO Y LA MUERTE
El bosque oscuro
Bajo la mirada moderna, que se desliza a los rincones, lo que más llama la atención del grabado de Durero El caballero, la muerte y el diablo es el perro. De arriba abajo, hay un magnífico castillo, una cárcava tétrica, y luego tres figuras llamativas: la muerte con su reloj de arena en la mano, el diablo grotesco y peludo, y el caballero perfilado y seguro en su paso. Bajo el caballo, una calavera y una salamandra parecen símbolos demasiado obvios incluso para un contemporáneo lego en iconografía medieval. La primera insiste en el tema morboso, la segunda es recurrente en significados esotéricos, sean esos cuales sean.
Pero, ¿y el perro?
Sobre ese perro aparentemente desubicado construye Marco Denevi su cuento de 1966 titulado, apropiadamente, «Un perro en el grabado de Durero titulado “El caballero, la muerte y el diablo”», y sobre ese relato construye Max en 2006 una de sus pequeñas grandes obras maestras, las ilustraciones publicadas en un exquisito cuadernillo por Media Vaca con el añadido, no lo olvidemos, de una reinterpretación de la imagen original de Durero a cargo del barcelonés.
El perro tiene, nos parece, algo cómico y hasta insolente, como si rebajara un poco la gravedad de la reflexión sobre la fugacidad de la vida que se nos ofrece en estas postrimerías del Medievo y albores del humanismo. No es algo tan raro: en muchas imágenes sacras, un can no canónico irrumpe en medio de una escena solemne, quizás por capricho del vuelo de la imaginación del pintor, y de pronto todo lo santo se hace profano. Como un lastre de carne y hueso, el chucho impide que levitemos con un exceso de pompa. En la versión del grabado que hace Max, el perro es verde como la esperanza (o como los perros verdes), y falta el caballero. Y ese perro perdido entre las patas de los mayores me recuerda, no sé por qué, al cómic perdido entre las patas de las artes mayores, que solemnes, ceremoniosas y envejecidas acaparan desesperadas toda la escena, sospechando que es el perro que corretea entre sus patas el que atrae inevitablemente nuestra atención.
Claro que en la versión de Max todos son esqueletos, así que saque usted sus propias conclusiones.
Imaginemos por un momento que el caballero es el propio Max. Que se haya descabalgado nos parece normal, entonces, porque él hace mucho que echó pie a tierra para moverse con más libertad entre las patas del Gran Arte. Este Max ha sido siempre un Caballero Errante, y como en los cuentos, ésa ha sido su bendición y ésa ha sido su maldición. Max ha tendido a perderse en el bosque, porque el bosque le produce un vértigo irresistible, y a atravesarlo sin saber cuándo llegaría al siguiente claro. Y en cuanto llegaba al claro -porque al final siempre hay un claro, aunque la espesura sea infinita-, buscaba otro bosque donde perderse.
En los noventa, el bosque del cómic español estaba muy negro. El impulso del boom del cómic de los ochenta, en todas sus corrientes -la underground abanderada por El Víbora; las de vocación más comercial, basadas en la ciencia-ficción y el erotismo, y la llamada «nueva línea clara»- se había extinguido, y muchos de los compañeros de viaje generacional de Max parecían haber agotado sus energías. ¿Podía esfumarse antes de los cuarenta la generación más prometedora del cómic español de la democracia? En esta encrucijada, Max hizo lo que hace en todas: cambiar de rumbo. Abandonó la rutina de los personajes seriados, abandonó el paraguas de La Cúpula y se lanzó a la autoedición en busca de una expresión verdaderamente adulta y desligada de los tópicos comerciales del cómic juvenil. No había otra manera de responder al desafío que lanzaba sobre nuestras conciencias la guerra de los Balcanes, una guerra que se estaba produciendo aquí mismo, en Europa, mientras nosotros celebrábamos la Olimpíada de Barcelona. Para expresar esa ruptura de conciencia, Max buscó también una ruptura gráfica: con «Nosotros somos los muertos» nacía una línea de reflexión visual que no sólo mostraba una indudable gravedad, sino también la superación de la fase impresionable del autor, donde las influencias de diversos artistas (Crumb, Chaland, Ever Meulen) se habían traducido en deslumbramientos. Este nuevo Max era raro, era áspero, era rugoso, pero era más Max que nunca. Y nosotros, los muertos, éramos casualmente perros sin conciencia, es decir, sin ojos para ver las atrocidades que nos enseñaba la pantalla de televisión.
De aquella historieta también nacía una revista homónima donde Max se rearmaría como historietista acompañándose de lo mejor del cómic de vanguardia internacional, al que puso en contacto con los jóvenes valores del nuevo tebeo español y con aquellos de su propia generación que decidieron que no querían seguir perdidos. Con Nosotros somos los muertos, Max, acompañado de Pere Joan y de Álex Fito, escribió el prólogo de la novela gráfica contemporánea en España.
Escribir era precisamente, en aquel momento, un problema acuciante para Max. A mediados de los 90 publica dos de sus libros fundamentales, Órficas y Monólogo y alucinación del gigante blanco -un trabajo de mitología clásica y otro de mitología íntima- donde realiza el exorcismo de la palabra. Max se demuestra que además de ilustrador, es escritor. Y con ese conocimiento a las espaldas, decide agotar el poder de la palabra con dos grandes proyectos de cómic, uno frustrado y el otro frustrante: El mapa de la oscuridad y El prolongado sueño del Señor T. El primero es el embrión de una gran novela gráfica que quedará inconclusa tras un arduo trabajo preparatorio. El segundo es un brillante despliegue de simbolismo visual que finalmente se queda corto por un solo motivo: le pesa demasiado la palabra. Ambos pecan del mismo defecto: tienen guión.
Max, perplejo, descubre que, ahora que ya es escritor, ha dejado de ser historietista, y no sabe muy bien cómo. Afortunadamente, hemos llegado a otra encrucijada.
El giro visual
Mientras los intelectuales de la imagen discuten el «giro visual» que anuncian a mediados de los 90 W. J. T. Mitchell con su «pictorial turn» y Gottfried Boehm con su «iconic turn», Max llega a conclusiones parecidas por cauces artísticos aproximadamente al mismo tiempo. En las discusiones teóricas de los últimos años, el «giro visual» vendría a sustituir al «giro lingüístico». La imagen alcanza una centralidad antes reservada a la palabra. La filosofía ya no es patrimonio exclusivo del logos. La relación entre lenguaje e imágenes se convierte en una cuestión crucial.
Bardín el Superrealista demuestra de forma práctica que el poder de las imágenes no es simplemente poético, sino epistemológico: la imagen no es sólo un medio de representación, es ante todo un sistema de conocimiento con su propia lógica, un sistema de conocimiento que no necesita en modo alguno depender de la palabra. La epifanía resulta decisiva para Max, pues rompe un espejismo provocado por la aparente naturaleza híbrida del cómic (palabra/imagen) y por la insistencia de algunos teóricos precipitados pero influyentes en su valor eminentemente narrativo: resulta que Max descubre que no es realmente un historietista y tampoco es realmente un narrador. Es, ante todo, un dibujante, y por tanto trata temas, no argumentos; maneja iconos, no personajes.
Por eso Max es el único historietista capaz de hacer cómic a partir de la filosofía, en la colección donde dibuja el pensamiento de Deleuze o Arendt sobre textos de Maite Larrauri. De un concepto, nace una secuencia de viñetas, y el discurso no verbal que éstas elaboran no es tanto ilustrativo como complementario (o alternativo) del texto de partida. Por eso, también, es capaz de hacer filosofía dibujada cuando cumple con escrupulosa profesionalidad (porque estamos hablando de un artista contemporáneo con la profesionalidad de un artesano medieval) con cada ilustración semanal para el suplemento Babelia. Su Dios monocular y de testa geométrica se muestra atónito ante el embrollo del cuento que él mismo se inventa, su lector cautivo se ve condenado a la lectura perpetua y silenciosa, ha caído bajo el despótico imperio de las palabras.
Desde su nombramiento como dibujante, sobre la obra de Max reina el Ojo, que es el soberano de la ínsula del dibujo. El ojo se conecta con Bardín a través del Perro Andaluz, que le otorga los poderes surrealistas de Luis Buñuel y Dalí. Al recibir esos poderes, Bardín obtiene una clarividencia total, casi una extensión a la máxima potencia del método paranoico-crítico, que aplica en primer lugar sobre sí mismo. Lo que descubre es, para su pesar, que porta tres tumores en su interior. La sabiduría no ofrece consuelo, o como dijo Foucault al hablar del Panóptico: «La visibilidad es una trampa».
Tras el susto, el respiro. Ninguno de los tumores es una amenaza urgente para Bardín. Como al caballero de Durero, todavía le queda una cierta cantidad de arena por caer en el reloj.
Sin embargo, aquí se revela el tema que, disfrazado o a calavera descubierta, atraviesa toda la producción de Max en el último decenio: la muerte. Con la muerte ya había coqueteado en la juventud (La muerte húmeda, 1986, acumula varios ejemplos de su gusto por el motivo), pero ahora la toma con mayor gravedad. Medita sobre ella mirando al pasado, como en la evocación de la Danza de la Muerte medieval en la que sumerge a Bardín y a todo un tropel de dibujantes mundiales, y redescubre a través de esa vieja tradición una querencia por los pintores del norte de Europa del XVI. No sólo el ya mencionado Durero, sino también el Bruegel de El triunfo de la muerte, o el Bosco de Cristo portando la cruz que le sirve de modelo para Santa City, la portada del New Yorker, y del que extrae una gota de esencia del Jardín de las Delicias para Babelia. Hay en Max una contradicción eterna entre su impulso rabiosamente futurista y su casi perversa fascinación por lo primitivo. Digo casi perversa porque a este escéptico convencido le pierde la vieja religión, las historias de santos mártires que se reconectan con el surrealismo de Bardín a través del mismo Buñuel de Simón del desierto. Tal vez sea el irreverente cineasta aragonés el santo patrón de «Vapor», su última historieta, donde vuelve al ascetismo cabreado, una de sus especialidades más personales. Si toda obra es en el fondo una fantasía de su autor, podríamos pensar que Max reprime una imposible nostalgia religiosa. En algún mundo alternativo, un tecnomonje llamado San Francesc ilumina salterios con su tableta gráfica.
Ya sabemos que la Muerte cabalga sobre un caballo blanco, aunque en el caso de Max con frecuencia sea una yegua. Y esa yegua nocturna es la night mare, la pesadilla que anima el movimiento psíquico inconsciente, una especie de edema panóptico mental que, con un eufemismo cobarde, llamamos surrealismo porque es más educado. La yegua cabalga en El prolongado sueño del Señor T, y está también en sus permutas de Pesadilla (1781), el célebre cuadro de Füssli que le persigue durante un tiempo. Éste sirve de excusa para «El ruido y la furia», otra de las pequeñas obras maestras de Max, que funciona como broche para Hechos, dichos, ocurrencias y andanzas de Bardín el superrealista. Allí, el inconsciente rabioso destruye uno por uno a todos sus atormentadores: la religión, el bosque, los cíclopes gigantes, y por fin la pesadilla. Pero, al hacerlo, descubre que finalmente se ha arrancado el corazón a sí mismo.
Es un ajuste de cuentas, pero no sólo con el inconsciente, sino también con la propia historia viñetera. Max concluye el periplo que inició de la mano de Crumb en el underground de los 70 y escapa de la atracción del campo de gravedad de Chris Ware, el cuerpo celeste más pesado de la constelación del cómic de vanguardia internacional en nuestros días, para recuperar sus primeras influencias, las influencias originales, aquellas influencias que están tan al principio que ni siquiera son influencias, son moldes con los que nos hacemos: la escuela Bruguera y la animación (Disney, Warner, Hanna-Barbera). Hoy día, Max puede mirar las páginas de Herbert Crowley, el historietista más secreto del siglo XX, e integrarlas en su propia visión de forma imperceptible. Es un signo de madurez, porque al final sólo podemos jugar con los juguetes que nos dieron al principio.
Según los especialistas, Durero pintó El caballero, la muerte y el diablo como un canto a la victoria del caballero renacentista sobre la muerte. Tal vez incluso como un autorretrato velado de éste que fue uno de los primeros autorretratistas de la pintura occidental, y que se completaría con un San Jerónimo en su celda y con su célebre Melancolía. Denevi, y Max con él, invierten la lectura y desarman el porte orgulloso del guerrero y su rocín para revelarnos que, como Bardín, él también porta el tumor de la peste consigo, la plaga que trae de la guerra, pues de ella sólo se puede traer la ruina, o tal vez la ruina y unas imágenes que los perros que somos los muertos ya no somos capaces de ver, aunque sean omnipresentes. Siguiendo esta inversión de valores, descubrimos una nueva función en el perro. Según Cirlot -no por casualidad, ése es también el nombre del amigo de Bardín-, el perro es también el acompañante del muerto.
De esa ya definitivamente lúgubre estampa que inició Durero ha escapado, como decíamos, el caballero ausente en la versión de Max. También en su Diccionario de símbolos, Cirlot nos advierte de los significados que tiene la escala cromática aplicada al progreso de los caballeros: el caballero verde es el escudero, el precaballero; el caballero negro es el sufriente, todavía esforzándose por superar las pruebas; el caballero blanco es el triunfador elegido; el caballero rojo es el glorificado por las pruebas superadas. Si esta imagen de El caballero, la muerte y el diablo de Max es, como la de Durero, un autorretrato, es normal entonces que no lo veamos montado sobre el caballo (o yegua) espectral: superadas todas las pruebas, ha llegado a un peldaño superior al caballero rojo y al caballero blanco. Es el caballero transparente, que se sabe a sí mismo dibujante, y sabe por tanto que el poder del dibujo se basta y se sobra para llegar a donde no llega el poder de la palabra: a representar lo irrepresentable, a decir lo indecible, a dibujar lo indibujable. El rostro del artista está en su trazo, y su nombre está en todas partes; el único autorretrato posible es el autorretrato invisible.
Texto publicado en Panóptica 1973-2011, catálogo editado con motivo de la exposición de Max que organizó el MuVIM el año pasado y que ha tenido una itinerancia internacional.
AÑADIDO: La ilustración en la que se basa mi artículo se puede ver en el blog de Max.
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