Llevo dos días jugando a Canabalt para iPad y, como ocurre con todos los videojuegos buenos, éste también me ha trastocado, me ha transportado. Y ahora me cuesta volver, claro.
El hombre corre y corre, pero por más que corra, lo hace con un solo y desesperado, seguro destino: la muerte. En Canabalt no hay salida posible, no hay misiones que realizar, no hay objetivos que cumplir, no hay ningún horizonte de mejora y superación personal. Solo hay correr y correr hasta morir. El chute adrenalínico es, lógicamente, el del suicida en su último salto.
Tal vez por eso Canabalt sea angustioso, un juego de mal rollo, exasperante a la vez que adictivo. Parece que el protagonista pudiera ser un condenado que intenta escapar del Infierno. El irónico diablo le obliga a volver a empezar al final de cada intento de fuga fallido. La condena es volver a vivir y correr, correr, correr siempre en línea recta, sin mirar atrás, huyendo de aquello que no podemos ver jamás, aquello que preferimos no tener tiempo para imaginar.
Qué apropiados son los luctuosos colores de sus paisajes y su guardarropa, entonces.
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