lunes, 4 de abril de 2016

CÓMICS SENSACIONALES: SUPERMAN


Superman.
Ed Hamilton, Otto Binder, Wayne Boring, Al Plastino, Curt Swan y otros,
1958-1970

Mort Weisinger, el editor de Superman, estaba leyendo las páginas del guión que le había entregado Jerry Siegel, quien había creado al personaje años antes junto a Joe Shuster. Una vez hubo acabado, Weisinger se levantó con el manuscrito todavía en la mano.

-Tengo que ir al servicio, ¿te importa que utilice tu guión para limpiarme el culo?

La anécdota la cuenta el historiador Gerard Jones, pero no es la única que ilustra el carácter de ogro de Weisinger, ampliamente documentado en numerosas fuentes. Jim Shooter, que acabaría dirigiendo Marvel Comics años después, se inició como guionista cuando apenas era un adolescente, precisamente bajo la tutela de Weisinger, a quien recordaría al cabo del tiempo como “más malo que una serpiente, y eso cuando era agradable”. Recordando el método de trabajo impuesto por su editor, contaría que le llamaba habitualmente a casa para hablar de las historias. “Las llamadas consistían básicamente en él gritándome: ‘¡Puto imbécil! ¡Aprende ortografía! ¿Qué cojones tiene ese personaje en la mano? ¿Se supone que es una pistola? ¡Parece una zanahoria! ¡Estos bocetos tiene que ser claros, retrasado!” Que Shooter fuera al colegio por entonces no era algo que provocase piedad en su jefe: “Mort me llamó una vez a la escuela. Mandaron a alguien del despacho del director para que me pusiera al teléfono. Tenía una pregunta sobre el diseño de una portada...”




Al menos, la cólera de Weisinger no discriminaba por motivos de edad. Wayne Boring había sido el principal dibujante de las aventuras del Hombre de Acero durante casi treinta años. Cuando Weisinger decidió reemplazarlo, tenía más de 60 años. Boring recordaría su asombro cuando el editor le dijo que estaba despedido.

-¿Quieres decir que ya no trabajo para ti?
-¡Estás despedido!
-¿Despedido? ¿Pero a qué te refieres? ¡Lo único que tienes que hacer es dejar de mandarme guiones!
-¿Es que te tengo que pegar una patada en el estómago para que te enteres de que no te queremos aquí?

Poco después, Wayne Boring enfilaba sus últimos años con un empleo de guardia de seguridad de un banco.

El editor ha sido la figura clave, aunque anónima muchas veces, del tebeo comercial americano durante toda su historia. Sí, los guionistas escriben los guiones, los dibujantes dibujan los dibujos, los entintadores los entintan, los coloristas los colorean y los rotulistas rellenan los textos de los bocadillos, pero es el editor el que lleva el rumbo de la nave en la que viajan todos juntos. Para evitar confusiones terminológicas, digamos que estamos hablando de la figura que en el negocio se conoce como editor (cuya traducción más aproximada al español sería la de director o redactor jefe), no del publisher (el dueño o responsable editorial máximo de la empresa, que es lo que nosotros solemos llamar editor). Casas como Marvel y DC, que publican decenas de títulos cada mes, tienen un grupo de editores en plantilla que son quienes se ocupan de que cada cómic llegue a los kioscos (en su día) o librerías (en la actualidad), a la par que se coordinan entre ellos para que los diferentes personajes y títulos de la editorial convivan con cierta armonía. El de editor no es meramente un trabajo técnico, es decir, no se trata tan solo de asegurarse de encargar el material y hacer que se cumplan los calendarios, sino que tiene una gran influencia creativa. Ésta puede aumentar o disminuir según las épocas, las personalidades de los implicados o los personajes tratados, pero siempre es decisiva.

En el caso de Mort Weisinger, durante algo más de una docena de años llevó Superman y Action Comics (la otra colección donde aparecían las aventuras del kryptoniano) con mano de hierro y una visión tan clara que casi podríamos hablar de que el editor fue el verdadero autor de esa etapa del personaje. Weisinger era el soberano absoluto de su reino, y todos los profesionales que tenía a su mando estaban sometidos a su obediencia y su ira. Incluso aunque hubieran creado la propiedad que el editor administraba, como en el caso de Jerry Siegel. Tanto Siegel como Shuster eran apenas unos críos cuando habían vendido Superman, y la editorial se apresuró a hacerles firmar contratos que les desposeían de todos los derechos que les correspondían como creadores del Hombre de Acero. Cuando Siegel y Shuster se dieron cuenta de que habían dado con una mina de oro, quisieron reclamar lo que habían cedido, pero ya era demasiado tarde. DC los despidió y eliminó sus nombres del pie del autor. Sólo años después consiguió Siegel volver a escribir guiones de su personaje, contratado como colaborador externo con la misma categoría que cualquier otro guionista. Para entonces, Superman ya pertenecía a Mort Weisinger, si no en derecho, sí al menos de hecho.

Weisinger (1915-1978) había sido un joven muy activo en los inicios del fandom, o, por decirlo de otra manera, él ya era un friki en los años 30, antes de existieran los frikis. Con su amigo Julius Schwartz (que acabaría siendo el editor de Batman al mismo tiempo que él se ocupaba de Superman) creó uno de los primeros clubs de aficionados en torno a las revistas pulp de ciencia-ficción, y muy pronto entre ambos organizaron una agencia literaria que mediaba entre los escritores dispersos por todo Estados Unidos y esas mismas revistas. Entre sus clientes se contaron H. P. Lovecraft y Ray Bradbury. Poco después, Weisinger empezó a trabajar como editor en el nuevo campo de los cómics, que precisamente estaba despegando impulsado por el imprevisible éxito de Superman, quien había aparecido por vez primera en Action Comics nº 1 (1938), un cómic que en su día costaba 10 centavos y por el que en 2014 se han llegado a pagar más de 3.200.000 dólares.

Con la salvedad de su paso por el ejército durante la guerra, Weisinger trabajó como editor en DC ininterrumpidamente desde 1941, sacando adelante las colecciones del Hombre de Acero y muchos otros personajes, como el propio Batman, Aquaman o Flecha Verde. A partir de cierto momento, sin embargo, el poder de Weisinger sobre Superman se hizo mayor, y empezó a dejar su sello personal en sus aventuras a través de las historias que materializaban sus guionistas y dibujantes, que por entonces eran anónimos para el lector, ya que DC no incluía créditos en sus publicaciones.



Los estudiosos han convenido que esta etapa (que algunos llama Silver Age, aunque es un término problemático) tiene una fecha de inicio muy precisa: Action Comics nº 241 (junio de 1958), donde se presenta por vez primera la Fortaleza de la Soledad, el refugio ártico del superhombre. Si realmente es cierto que se produce ese giro, es posible que estuviera relacionado con la finalización de la serie de televisión Adventures of Superman, que había permanecido en antena desde 1952 hasta 1958. La serie estaba protagonizada por George Reeves, un actor peculiar que acabaría suicidándose en 1959, acontecimiento sobre el que gira la película Hollywoodland (2006), protagonizada por Ben Affleck. El Superman televisivo era un hermano mayor bonachón e infantiloide que, debido a las limitaciones del presupuesto y de los efectos especiales del momento, se veía obligado a moderar la exhibición de sus majestuosos poderes en pantalla, y tendía a enfrentarse a amenazas mundanas. Los hampones de pacotilla era más comunes que los enemigos fantásticos de facultades extraordinarias.

Pero con Superman fuera de los televisores, los cómics ya no tenían que seguir siendo fieles a esa acartonada imagen, y tal vez Weisinger decidiera que había llegado el momento de liberarse y explorar nuevas facetas del personaje. El éxito de su dirección editorial sin duda contribuyó a que contara con toda la confianza de los ejecutivos de la casa. Mientras el mercado del cómic estaba en recesión constante, Superman aumentaba sus ventas. En 1967 incluso se permitía llevar en portada el rótulo “¡La revista de cómics más vendida del mundo!”, que podemos leer como un doble mensaje, dirigido a la vez hacia el pasado y hacia el futuro. Hacia el pasado, porque era una forma de decirle a Disney que por fin habían superado sus ventas, que antaño se consideraban inalcanzables para cualquier otro editor. Hacia el futuro, porque el lema tal vez también fuera una respuesta a la pujanza de Marvel Comics, cuyo título insignia, Los Cuatro Fantásticos, se definía con la frase: “¡La mejor revista de cómics del mundo!” Uno casi puede imaginar a Weisinger gritando socarronamente desde su atalaya a Stan Lee: “¡Vosotros os creéis los mejores, pero nosotros vendemos más!”

En 1967, concretamente, una media de casi 1.100.000 ejemplares por número de Superman. Action Comics vendía aproximadamente un tercio menos. Entre ambas, varias decenas de millones de copias anuales. Un dinerín.

Pero, ¿qué tiene eso que ver con el hecho de que Weisinger fuera un ogro? Como el propio Boring diría: “¡Me daba miedo morirme e ir al infierno por si él estaba al mando! ¡Eso habría sido el colmo!” Lo cierto es que en aquel Superman clásico latía intensamente la tensión subterránea de los traumas y angustias de Weisinger. Sin su torturado y torturador carácter, nada hubiera sido lo mismo.



La etapa iniciada en 1958 se recuerda como la etapa gloriosa de la mitología del Hombre de Acero. Con Siegel y Shuster, Superman se había iniciado como un justiciero que perseguía a maridos maltratadores y hombres de negocios corruptos en el Estados Unidos posterior a la Depresión de 1929, pero a partir de Weisinger se completará la transición de lo que había sido una “fantasía social moderna” a un “cuento de hadas moderno”, en palabras del historiador Bradford M. Wright. A partir de la Fortaleza de la Soledad, se puso el énfasis en la herencia kryptoniana de Superman, explotando el carácter de extraterrestre del personaje. Tal vez ahí se vieran los orígenes de Weisinger en la literatura de ciencia-ficción de los años 30, de la que también procedían algunos de los guionistas más brillantes de esta etapa, como Otto Binder (1911-1974) o Ed Hamilton (1904-1977). Pronto, se consolidarían hitos como Kandor, la ciudad kryptoniana que Superman guarda en su Fortaleza, miniaturizada y embotellada; también aparecen Supergirl y Superboy, y enemigos tan fantasiosos como Bizarro, una versión monstruosa y antitética de Superman, o Mr. Mxyzptlk, un duende mágico de otra dimensión que comete todo tipo de catastróficas travesuras hasta que es devuelto a su lugar de origen mediante el único medio posible de librarse de él, que es engañarle para que pronuncie su propio nombre al revés. Tal vez no haya existido en la historia una premisa argumental más complicada para los guionistas. Por una tarifa de saldo, los escritores de Superman tenían que resolver ese problema una docena de veces al año. También aparece en esta época la kryptonita roja, que es la herramienta definitiva para generar historias aleatorias. Hasta entonces, la kryptonita verde había sido la única debilidad de Superman, ya que emitía una radiación letal que le debilitaba y podía acabar matándole. La kryptonita roja (que debuta en Adventure Comics nº 252, 1958) era más interesante, porque sus efectos eran impredecibles. La kryptonita roja no mataba a Superman, pero le afectaba temporalmente de maneras siempre diferentes: le convierte en un bebé, o en un gigante, le hacer engordar o provoca que le crezcan el pelo y las uñas (cosa que no ocurre normalmente bajo un Sol amarillo, como el de nuestro sistema), o cualquier otro disparate que conviniera a la historia en cuestión. En una ocasión, la kryptonita roja provoca la aparición de un tercer ojo en la nuca de Superman, y para disimularlo, éste se hace pasar por loco y durante toda la historia lleva sombreros de estilos diferentes.



Los dos efectos más habituales de la kryptonita roja, sin embargo, eran la pérdida de la memoria o de los poderes de Superman, a veces por separado y a veces en combinación. Por ejemplo, en “¡La amada que Superman olvidó!” (Superman nº 165, 1963, Jerry Siegel y Al Plastino), la kryptonita roja provoca que un Clark Kent a la deriva y sin poderes adopte la identidad de “Jim White” (compuesta de los nombres de sus amigos Jimmy Olsen y Perry White) y viva una tremenda historia romántica con una rica heredera de ranchos y pozos petrolíferos. Debido a las maquinaciones de un celoso rival sentimental, la historia acaba trágicamente con “Jim White” paralítico, primero, y aparentemente muerto, después. Sin embargo, finalmente vemos que al pasarse los efectos de la kryptonita roja, el héroe recupera los poderes, la memoria y su vida como Clark Kent, al tiempo que paradójicamente parece olvidarse de su amada, que nunca sabrá cuál ha sido el verdadero destino de su prometido.



Obviamente, aquí la kryptonita roja es un recurso fácil para hacer las historias “interesantes”. Porque si hay algo difícil es concebir desafíos interesantes para un personaje que tiene los poderes de un dios en un mundo de personas normales. El Superman de los años cincuenta es algo más que superfuerte o invulnerable, es prácticamente omnipotente. Mueve planetas, viaja en el tiempo, se desplaza a tal velocidad que puede estar casi instantáneamente en dos sitios a la vez. No tiene límites. Ya que es casi imposible poner en peligro su vida, los guionistas tratan de poner en peligro constantemente su identidad secreta. La gran catástrofe para Superman sería, por tanto, que el mundo supiera que en realidad es sólo Clark Kent, un individuo normal y corriente. Si la que lo descubre es su enamorada Lois Lane, siempre activa en el proyecto de descubrimiento de su secreto, el peligro es doble, pues según parece de la revelación se deduciría inmediatamente el matrimonio entre la periodista y el superhéroe, que de alguna manera inexpresada el joven lector entiende que sería el final de las aventuras. Las historias en torno a la identidad secreta abundan, desde luego, pero no se puede vivir sólo de ellas. Para salir de ese callejón sin salida, la vía más fácil que encuentran los guionistas que quieren ponerle en situaciones comprometidas es privarle de sus poderes.



Al mismo tiempo, la caducidad de los efectos de la kryptonita roja facilita que cada historia cubra su ciclo sin dejar huella. En Superman pasan cosas muy tremendas, pero en realidad nunca pasa nada, porque al final de cada episodio todo vuelve a quedar como al principio. Esto lo explicaba fantásticamente Umberto Eco en el artículo dedicado a Superman que forma parte de Apocalípticos e integrados (1964), y que es probablemente el texto de literatura crítica sobre historieta que más ha influido en mi manera de entender el medio. Según el semiólogo italiano, en Superman el concepto de tiempo entra en crisis, ya que el personaje no puede avanzar, no puede inscribir sus hazañas en su historia, pues eso le acercaría a la muerte. Superman es un personaje que debe permanecer entre el mito y la novela, entre lo eterno y lo biográfico. Los efectos temporales de la kryptonita roja permiten a Superman vivir vidas alternativas y variantes que, sin embargo no dejan huella, como la mencionada historia romántica con la heredera sureña. Sin embargo, la kryptonita roja tiene un límite máximo de flexibilidad. A pesar de lo inocuo de los sucesos que acontecen a Superman/Clark Kent durante las vacaciones que le proporciona el cese de sus poderes o su memoria, las circunstancias se pueden estirar mucho, pero no se pueden romper. Finalmente, es obligatorio que todo vuelva al punto de inicio. ¿Cómo superar ese límite? ¿Cuántas cosas más excitantes aún se podrían contar si tuviéramos permitido “romper los juguetes”? Responder a esa pregunta parecía la única solución para mantener el interés de un público cada vez más saciado de acontecimientos estrafalarios, y para eso existen las “historias imaginarias”.

Evidentemente, todas las historias de Superman son imaginarias, pero las “historias imaginarias” son fantasías en torno al mundo de fantasía. Son los sueños que sueñan los sueños. Historias que no han pasado en un mundo y unos personajes que no existen. En resumidas cuentas: las historias imaginarias eran un salvoconducto que permitía a los autores de Superman introducirse en el abismo.



“Superman bajo el Sol rojo” (Action Comics nº 300, 1963, Edmond Hamilton y Al Plastino) no es una historia imaginaria. Superman viaja un millón de años al futuro persiguiendo a sus enemigos del Escuadrón de la Venganza contra Superman, un grupo de extraterrestres que, frustrados previamente por Superboy, han jurado tomarse revancha contra el Hombre de Acero. Al llegar al futuro, Superman se encuentra no sólo con que la raza humana ha muerto y sólo quedan sus ruinas, sino con que el Sol ha mutado, convirtiéndose en un Sol rojo, bajo cuya influencia el superhéroe pierde sus poderes. Así, Superman queda atrapado en un mundo desolado y sin posibilidad de escapar de su condena. Con la única compañía de un robot con el semblante de su antiguo jefe, el director del Daily Planet, Perry White, Superman vaga por el arrasado mundo del mañana. La historia es apoteósica y dramática, y uno tiene la sensación de que realmente está asistiendo al fin de Superman. Hasta que en apenas cuatro viñetas el héroe alcanza su Fortaleza de la Soledad, todavía intacta, y aprovechando un truco que se sacan de la manga vuelve a su era, donde las cosas son una vez más como siempre han sido. Es una salida facilona y decepcionante, que en cierta manera traiciona toda la gravedad de las páginas precedentes. Pero no podía ser de otra manera.

Por el contrario, “¡La muerte de Lois Lane!” (Superman nº 194, 1967, Otto Binder y Curt Swan) sí es una “historia imaginaria”. Empieza cuando Superman pierde sus poderes y Clark Kent, sin memoria alguna de quien fue, se casa con Lois Lane. Ésta tiene un superhijo, pero se atribuye su excepcionalidad no a la genética de su marido, sino a un antiguo suero que ingirió años antes para adquirir poderes. Lois muere víctima de un plan de Lex Luthor, el archienemigo de Superman. Éste, no contento con semejante maldad, hace creer a Superman que tuvo un romance secreto con Lois Lane mientras ésta vivió, manchando así su memoria. Con sus maquinaciones acaba enfrentando al Superhijo con el Superpadre (que ya no tiene poderes, recordemos), para que el primero mate al segundo. Sólo la intromisión de un robot en el último segundo impide que el plan de Luthor triunfe completamente, pero la crueldad diabólica del mismo perdura tras la última viñeta. Lois Lane no revivirá, las emociones que han vivido los personajes no se pueden olvidar, el daño sufrido ha dejado su cicatriz. Esta “historia imaginaria”, como todas, es una historia final, detrás de ella no hay más que volver a iniciar el mito, pero resulta imposible continuarlo.

La proliferación de “historias imaginarias” en las que se combinaba la mitología de Krypton, con sus amigos terrestres (Lois, Jimmy y Perry) y los enemigos del superhéroe (especialmente Luthor), uniendo así las tres caras del personaje –Kal-El, su nombre alienígena, Clark Kent y Superman—dio lugar a una sucesión de historias estrafalarias donde la búsqueda del “más difícil todavía” desembocaba en conceptos chocantes. En “¡Si Lex Luthor fuera el padre de Superman!” (Superman nº 170, 1964, Jerry Siegel y Curt Swan), el plan de Luthor es viajar a través del tiempo al Krypton del pasado, antes de que éste explotase, aparearse con Lara, la madre de Kal-El (Superman), mandar a su hijo a salvo en un cohete a la Tierra antes de la destrucción del planeta, tal como ocurrió originalmente cuando Superman fue engendrado por Jor-El, y volver él mismo a 1964. En el mundo contemporáneo, Luthor podría entonces dedicarse al saqueo a su gusto sin temer la interferencia de Superman, ya que éste no podría “luchar contra su propio padre”, en sus propias palabras. La boda entre Lara y Luthor el Noble se evita en el último instante, pero la ambición desmedida del científico malvado revela turbias pasiones. ¿De verdad estaba intentando convertirse en el padre de su peor enemigo?

Se supone que el impacto emocional de estas historias queda atenuado por el hecho de que sean “historias imaginarias”, pero, ¿en qué sentido son imaginarias? Sean “imaginarias” o no, las historias de Superman existen en la misma dimensión, como trazos de tinta sobre papel. Para el lector, unas y otras son igual de reales. La excusa de la condición de “imaginaria”, si acaso, permite aumentar la intensidad de la crueldad de las peripecias. Y es cierto que la crueldad de los padecimientos a los que es sometido Superman durante estos años llama la atención.

Durante esta etapa uno de los enemigos recurrentes del Hombre de Acero es el ya mencionado Escuadrón de la Venganza Contra Superman, una organización peculiar y por momentos casi humorística. En “¡La bella y la Superbestia!” (Superman nº 165, 1963, Robert Bernstein y Curt Swan), los miembros fracasados son degradados al Escuadrón de la Venganza contra Krypto, el superperro de Superman. Pero tal vez el miembro más destacado del Escuadrón de la Venganza contra Superman fuera el propio Mort Weisinger.

Durante todos los años en que Weisinger acudió a la redacción de DC Comics en Nueva York para editar los cómics de Superman, Weisinger mantuvo ciertas aspiraciones literarias. En sus ratos libres no dejó de escribir artículos para toda una diversidad de revistas, como Reader’s Digest, Collier’s o The Saturday Evening Post, y publicó algunos libros. Uno de ellos fue el best-seller 1001 cosas valiosas que se pueden obtener gratis, y otro la novela The Contest, basada en los concursos de belleza. No deja de ser paradójico que la novela con la que reivindicaba su condición de autor literario de verdad a quien los cómics se le quedaban pequeños se la escribiera realmente un negro. Weisinger, y así lo dijo más de una vez, despreciaba los cómics, que consideraba un reducto de mediocres. Para él, su trabajo en DC estaba muy por debajo de sus posibilidades, y lo entendía como un “cementerio dorado” que le asfixiaba. En un artículo publicado en The Comics Journal, Tom Crippen imagina a Weisinger “charlando en fiestas” de mediados de los sesenta. En un ambiente por el que podría pasearse Don Draper, Weisinger, con sus aspiraciones de escritor fracasado, no se atrevería a reconocer que su verdadero trabajo era vender millones de tebeos protagonizados por un personaje con calzoncillos rojos y capa a los niños de toda América. “Cuando la gente me preguntaba cómo me ganaba la vida –confesaría Weisinger—me callaba el hecho de que editaba Superman. Les contaba que escribía para Collier’s o para The Saturday Evening Post, o para la revista True... donde había publicado realmente artículos”.

Era la época del psicoanálisis, y Weisinger había recibido terapia, así que tenía claro el diagnóstico: “En secreto, tenía celos de Superman... como también los tenía Clark Kent”. En los últimos años de la serie se fueron haciendo cada vez más evidentes los castigos simbólicos al protagonista. En “¡Clark Kent abandona a Superman!” (Superman 201, 1967, Cary Bates y Curt Swan), al sentirse culpable por haber sido incapaz de impedir una muerte, el Hombre de Acero busca tratamiento psiquiátrico en Kandor. Como éste se muestra ineficaz, Superman abandona la Tierra y se traslada al planeta Moxie, donde, bajo la identidad de “Clarken” inicia una nueva vida anónima. Las circunstancias le hacen vivir allí una nueva aventura y finalmente decide volver a la Tierra y recuperar su papel de héroe benefactor. Superada la crisis, el regreso a la rutina del día a día. O visto de otro modo: Superman reconoce que tal vez no sirva para otra cosa. La historia tiene la angustia de un grito desesperado.

Apenas unos meses después, en “¡Clark Kent, el monstruo!” (Superman nº 209, 1968, Cary Bates y Curt Swan) se combinan elementos muy parecidos en la portada, cosa que era frecuente porque Weisinger acostumbraba a repetir motivos si tenían éxito. De nuevo Clark Kent se despide malhumoradamente de su alterego heroico. En este caso, un alienígena separa a Clark Kent de Superman, que se convierte en dos entidades diferentes. El colérico Kent exclama: “Clark no era un hombre de verdad con verdaderos sentimientos y emociones... ¡Era sólo tú, Superman, haciendo teatro!” Y remata: “¡Pero ahora eso ha cambiado! ¡Me he liberado de ti por fin! ¡Te abandono para siempre!” Para que hablen de la sublimación de los deseos a través de la ficción.

Es la combinación de esta angustia reprimida y del “clima onírico” –como lo llamó Eco—en el que se producen estas historias lo que las dota de una fuerza extraña y por momentos casi repulsiva. Por supuesto, esa extrañeza llega al lector a través de los dibujos de una excelente selección de dibujantes. Entre todos ellos, mi favorito es Wayne Boring (1905-1987), normalmente entintado por Stan Kaye.

Boring empezó como ayudante en el estudio de Siegel y Shuster, y cuando estos fueron despedidos por la editorial, se convirtió en el dibujante que daba forma a la imagen oficial de Superman. Los dibujos de Wayne Boring son reconocibles por la finura del acabado y el aire de ensoñación que tienen sus horizontes urbanos, poblados por rascacielos colosales y algo difuminados. Pero, sobre todo, por la figura imponente y gruesa de Superman. Éste es un héroe de acción de los años cincuenta, no un culturista de nuestros días. Torso ancho, pecho de lata, mandíbula prominente. Sigue el modelo de Kirk Douglas en Espartaco: es un hombre, no un joven. Sus poses son siempre rígidas, mayestáticas. Es muy característico que cuando vuela, camine por el aire. Pero hay algo más que contribuye a la desconcertante atonía emocional de las historias dibujadas por Boring. Con frecuencia, los personajes no se miran a los ojos, Superman habla sin abrir la boca, las emociones no se expresan, sino que se indican mediante gestos convencionales. Es como si todos los personajes fueran actores que estuvieran interpretando un papel con desgana, contando los minutos para terminar la obra y cambiarse en el camerino, dejar en la percha las ropas de mamarracho y tomarse un cóctel en el bar de la esquina. Y Superman el primero, porque al fin y al cabo, para él todo el mundo es un decorado de cartón piedra. Es paradójico que el dibujante que da su forma emblemática al superhéroe canónico sea uno de los dibujantes más alejados del canon de los superhéroes.

A partir de mediados de los 60, Boring dejó pasó principalmente a Curt Swan (1920-1996), dibujante que se mantendría con el personaje hasta los años 80, y que acabaría imponiéndole su impronta. Swan era un excelente dibujante, pero mucho más blando y terrenal que Boring. Con él, Superman pierde el misterio y se vuelve más comprensible, más sensato. Weisinger abandonaría a Superman y los cómics en general en 1970. La docena de años transcurrida desde la aparición de la Fortaleza de la Soledad en 1958 había transformado el negocio una manera tan radical como había transformado la música y el cine. Las ventas inerciales de Superman disminuían, y aunque era un icono americano de primer orden, resultaba irrelevante para los lectores de cómics del momento.

Durante los años 70 los intentos de modernizar a Superman fueron numerosos, y todos fallidos. Se trasladó a Clark Kent del Daily Planet a una cadena de televisión, y se trató de generar en torno a él un grupo de secundarios que emulasen la exitosa fórmula costumbrista de los superhéroes Marvel. Pero todo fue en vano, Superman ya no volvería ser cool. No obstante, algunas de las primeras historias de superhéroes que leí, y que todavía son de mis favoritas, corresponden a esos años, que coinciden con mi infancia. Al releerlas ahora, me doy cuenta de que debajo de los retoques cosméticos seguía agazapado el viejo Superman de Mort Weisinger. El de toda la vida.

Ni siquiera la película protagonizada por Christopher Reeve en 1978 sirvió para dar un vuelco al personaje. Superman era resistente a la modernización. O tal vez, por utilizar un término de Eco, ya estuviera consumido. En 1986 lo relanzó John Byrne, por entonces una de las máximas estrellas del firmamento de las viñetas americanas, recién salido del éxito de X-Men, pero hoy en día su etapa se lee casi como una larga “historia imaginaria”. Hay en ella más reciclaje que futuro. Todo estaba dicho, sólo quedaba decirlo otra vez, con otras palabras, para otro público. La conciencia de haber llegado a un final va permeando de hecho cada vez más a la industria del cómic de superhéroes a partir de los 80, que es cuando prácticamente todos los personajes se refugian en “historias imaginarias” no reconocidas como tales.

Con los años, cada vez vuelvo más a estos tebeos de Superman de hace cincuenta años. Hay algo emocionante en lo inmanejable de su puro volumen. Es un torrente de historias, un océano de aventuras que uno siente que nunca va a terminar de explorar. Siempre hay una pequeña joya que descubrir, algo que no hemos leído antes. Muchos de los episodios no se han reeditado, y dados los precios que alcanzan en el mercado de segunda mano, no me hago ilusiones sobre las posibilidades que tengo de llegar a conseguirlos alguna vez. A pesar de todo, me compro cuantos puedo, compulsivamente, buscando las copias más baratas posibles. Cuando las hojeo, siento que me estoy envenenando con bocanadas de los parásitos y del polvo viejo que se desprende de sus páginas amarillentas. Sólo por conseguir las portadas ya vale la pena hacer el esfuerzo. Weisinger le daba una importancia máxima a la cubierta, hasta el punto de llegar a encargarla previamente y concebir luego una historia que encajase con ella. La mayoría de las portadas muestran temas que se repiten y multiplican a lo largo del tiempo, y descubrir esas rimas es otro de los placeres de esta serie. Así, por ejemplo, están las portadas de Superman enfrentado a otra versión de Superman (en varias ocasiones, a una versión primitiva y barbuda), las de Superman humillado por mujeres, las de Superman en Krypton, las de fantasmas (Lois Lane, Clark Kent...), las de la muerte de Lois Lane o de algún otro personaje habitual, las de Superman contra Clark Kent... Son, además, portadas que siempre me sorprenden, porque yo no las había visto en su día, ya que descubrí estas historietas en las ediciones mexicanas de Novaro, especialmente en unos volúmenes recopilatorios con tapas de cartón que no incluían las portadas originales.



Las traducciones de Novaro tenían una musicalidad especial: “¿Nada detendrá a este pillo? ¡Desintegró a ese aerolito! ¡Oh!” A pesar de su candidez, algún disgusto me dieron. En una de aquellas ediciones vi por vez primera el nombre “Joe”, que para mí sólo podía ser una abreviatura de “joder” (pronúnciese a la madrileña, “joé”), exabrupto contra el que mi padre me había advertido terminantemente. Escondí aquel tebeo de Superman a su mirada como si fuera una revista pornográfica.


Sea en mexicano o en americano, la terrible inocencia de aquellos tebeos me asombra y me divierte hoy en día por el derroche infinito de ingenio, y también porque conservan una cualidad inaprensible adherida a las historias, las portadas y los dibujos. Son como reliquias de otro mundo, de una civilización futurista perdida, de un planeta que explotó hace mucho en otra galaxia muy lejana y cuyos escombros han caído sobre nosotros como fragmentos de una grandeza perdida e incomprensible. Y cuando toco sus páginas polvorientas que se desmenuzan entre mis dedos, esas virutas de papel se convierten en mi propia kryptonita roja, que me produce extrañas transformaciones psíquicas.

Batman vs. Superman: segundo asalto. La réplica del Hombre de Acero. Otro texto extraído de Cómics sensacionales.

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